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Sobre este blog

Este blog pretende servir de punto de encuentro entre el periodismo y los viajes. Diario de Viajes intenta enriquecer la visión del mundo a través de los periodistas que lo recorren y que trazan un relato vivo de gentes y territorios, alejado de los convencionalismos. El viaje como oportunidad, sensación y experiencia enlaza con la curiosidad y la voluntad de comprender y narrar la realidad innatas al periodismo.

Un no-turista en Lisboa

Las calles de la Alfama.

Bertran Romero

El café en Italia goza de una inmejorable fama, pero menos se habla del café portugués que no tiene nada que envidiarle. Tomando uma bica o um pingado, un café solo o un cortado, es fácil toparse con una empresa de café portuguesa que se caracteriza por producir unos simpáticos sobrecitos de azúcar adornados con frases que conectan con el placer pacífico que implica el momento de tomarse un café. Esta empresa ―que no hace demasiado, también con agradables frases y como si la cosa no fuera con ellos, travestía de alegres experiencias vitales la emigración masiva de jóvenes portugueses por todo el mundo― publicó en 2010 una colección de sobres de azúcar en los que se podían leer propósitos más o menos encomiables como: “Um dia vou ser turista na minha própria cidade” (Un día voy a ser turista en mi propia ciudad). Igual hacer lo contrario tampoco está mal. ¿Por qué no recorrer la geografía de Lisboa como un no-turista en una ciudad ajena? Pisarla, caminarla y conseguir que deje de ser ajena para poder vivirla como propia.

Portugal, en el extremo del continente europeo y mirando al Atlántico, ha sido el territorio olvidado de la península. España le daba la espalda por estar demasiado ocupada mirando hacia una Europa que acaparaba toda la atención. Y aunque últimamente haya ido ganando adeptos, todavía sorprende comprobar cómo el viajero peninsular que pone el pie en Lisboa se asombra con la cantidad de diferencias (y semejanzas) que descubre respecto a su lugar de origen, definiendo y redefiniendo ideas de pertenencia bajo una lente mayor, la de lo peninsular, la de lo ibérico.

¿Lisboa, atlántica o mediterránea?

Avistando intermitentemente el azul dorado por el sol del mar da palha mientras se suben y bajan las cuestas empinadas de la ciudad, surge la primera pregunta. ¿Lisboa es una ciudad de mar o de río? Cruzar los puentes que la unen con la Outra Banda es todo un viaje que aleja la sensación fluvial, a pesar de que no se ve el horizonte atlántico sino las riberas del gran estuario, y sin embargo en el Cais das Colunas huele a mar. Y este olor a mar lleva a la siguiente pregunta: ¿Lisboa es una ciudad atlántica o mediterránea? El cielo que en primavera alterna los nubarrones con el sol a la velocidad del constante viento hace que nos inclinemos por la primera opción, pero el color y la luz de la ciudad nos advierten de lo contrario. Lisboa recuerda que todavía es Sur, situada cómodamente a caballo entre la idiosincrasia y el olor mediterráneo, y la experiencia de lo atlántico.

Con estas contradicciones en mente, hay que recorrer las colinas que caracterizan el paisaje lisboeta, ofreciendo en cada esquina un nuevo punto de vista, una nueva perspectiva, que se van superponiendo unas a otras como si de una ciudad cubista se tratase. Y es que pasear por Lisboa es como navegar por un mar agitado, en cualquier momento puede uno pasar de estar en el seno de la ola a surcar su cresta.

Empezando con la evolución cromática de la ciudad

El mirador blanco, el mirador de la Lisboa que se mira ―y admira― a sí misma, enfocado hacia las colinas del Castelo, de Graça y de Nossa Senhora do Monte, que nos descubre la cuadrícula de la Baixa y los colores del mar-río en contacto con la ciudad que remonta las olas.

Podríamos quedarnos el día entero viendo la evolución cromática de la ciudad, imagen que abre la película de Roberto Faenza, Sostiene Pereira; o leyendo el fragmento 94 del Libro del Desasosiego del heterónimo de Fernando Pessoa, Bernardo Soares: “Nunca este color rosa amarilleando hacia el blanco cálido se posó así en el rostro con que el caserío del oeste encara lleno de ojos acristalados el silencio que trae la luz creciente. Nunca hubo este momento, ni esta luz, ni este mi ser. Lo que mañana sea será otra cosa, y lo que vea será visto por ojos recompuestos, llenos de una nueva visión. ¡Altos montes de la ciudad! Grandes arquitecturas que las laderas empinadas agrandan y aseguran, despeñamientos de edificios diversamente amontonados, que la luz teje de sombras y quemaduras ―sois hoy, sois yo, porque os veo, sois lo que no seréis mañana, y os amo desde la amurada como un navío que pasa a través de otro navío y despierta saudades desconocidas al pasar.”

Siguiendo con una contemplación silenciosa

A las puertas de la Alfama, antiguo barrio de pescadores que obliga a olvidar al viajero que se encuentra en una capital europea, el mirador de Santa Luzia es un espacio que se presta a la contemplación silenciosa de otra perspectiva del Tajo, opuesta a la que ofrece Santa Catarina, con sus casas derramadas hasta la ribera, envuelto por azulejos que ilustran otros tiempos de la ciudad bajo un emparrado. Lamentablemente, esta entrada a la Alfama, que se resiste a mapas y a descifradores, está bastante concurrida por turistas inquietos que buscan la foto. La mejor hora es la de comer, o cualquier otra si es en temporada baja, para poder disfrutar de la plenitud de este rincón en solitario. A un lado, está el moderno y también concurrido Portas do Sol, nuevo mirador con menos gracia pero con más vistas sobre la frontera imprecisa que separa los barrios de Alfama y de Graça, con el imponente monasterio de São Vicente y el Panteão Nacional. A lo lejos, el larguísimo puente Vasco da Gama. Y en un primer plano, las casas desparramadas con olor a sardina asada.

Y acabando con Graça

Opuesto esta vez al de São Pedro, este mirador se abre sobre el barrio de la Mouraria, barrio creado por los moriscos expulsados por los cristianos tras la conquista de Lisboa, la Baixa y las colinas del Bairro Alto. En el ocaso, el sol se esconde detrás de la cúpula de la Basílica da Estrela, de las ruinas del Convento do Carmo y del puente 25 de abril. Hay un pequeño merendero, siempre muy concurrido, y para observar con calma cómo pasa el tiempo sobre la ciudad, uno puede acercarse al Miradouro de Nossa Senhora do Monte, con una perspectiva similar aunque más elevada, escenario de A religiosa portuguesa película de Eugène Green. No hay merendero, aunque de vez en cuando una manada de tuk-tuk cargados con turistas transforma la calma del mirador en un campo base.

El mirador de Graça tiene como nombre oficial Miradouro Sophia de Mello Breyner Andresen, en honor a una destacable poeta fallecida en el 2004. Hay un busto que la recuerda, así como uno de sus poemas que habla de Lisboa: “Digo o nome da cidade / ―digo para ver” (Digo el nombre de la ciudad / ― digo para ver) y “vejo-a melhor porque a digo” (la veo mejor porque la digo“).

En tranvía o a pie

Este recorrido de tres miradores puede hacerse en uno de los transportes más característicos de Lisboa, el tranvía (en portugués, eléctrico). Hace tiempo, se podría recomendar encarecidamente el uso del antiguo y traqueteante vagón de madera amarillo, pero Lisboa es una ciudad que empieza a morir de éxito, y se debate entre la supervivencia y el parque temático. Los usuarios habituales de la línea 28, la que prácticamente une estos cuatro miradores, están hartos de no poder entrar en los tranvías, de tener que dejar paso a hordas de turistas sin miramientos que, apasionados por el paisaje que se puede atisbar entre cámaras fotográficas, enormes mochilas y hábiles carteristas, transforman un simple viaje en transporte público en una odisea propia de Os Lusíadas. El ayuntamiento, para solucionarlo, ha puesto en marcha recientemente unos recorridos turísticos con tranvías rojos y verdes y carteles vintage que no valen la pena por el precio y por el recorrido. Así que la recomendación es subirse a un tranvía amarillo hacía una dirección menos concurrida, como puede ser el Cemitério dos Prazeres, y a cambio, pasearse a pie.

A pie, porque Lisboa es una ciudad de medida humana. El terremoto de 1755 la destruyó casi por completo, dejando estupefacta a la Europa de las Luces, y la reconstrucción, cartesiana y ordenada, cambió la fisonomía de la ciudad como la vemos ahora. Desde el río hasta el barrio de Rato, bajando a Marquês de Pombal y subiendo a Graça pasando por Anjos y llegando hasta el mar en Alfama, esta es la Lisboa del día a día, que deleitará a quien busque la esencia de una aldea mezclada con una capital Europea. A pie y a escala humana, Lisboa nos interpela en cada rincón y renovada la luz a cada instante, se renueva nuestra visión sobre nosotros mismos; como si la ciudad fuese una llama luminosa que, al igual que aquel día de Todos los Santos de 1755, pudiese desaparecer en un instante.

La Lisboa auténtica

Desaparecer, porque Lisboa ha experimentado un grandísimo crecimiento turístico en los últimos años, crecimiento visto por algunos como una oportunidad de lucro y por otros como una amenaza. Montados en tranvía, en manadas de tuk-tuk o calzando botas de montaña y palos de trekking, hay grandes cantidades de turistas esperando descubrir la Lisboa decadente y pintoresca, la Lisboa auténtica. Y es que es difícil llegar a lo auténtico sin participar de la ficción de lo auténtico o incluso sin ayudar a crear esta ficción, esta fachada. Lisboa, como tantas otras ciudades, es víctima de la gentrificación; se restaura a pasos de gigante, mejorando los frontispicios, desplazando a sus habitantes a barrios menos encarecidos para ofrecer a los turistas escenarios más auténticos y menos reales. Por este motivo, como viajantes, quizás hay que dejar de buscar lo auténtico para tener la opción de encontrarlo verdaderamente. En Lisboa no hay que ser turista, no hay que buscar un territorio exótico, sorprendente, repleto de espectáculos cuyo consumo debe dar sentido al viaje, sino un territorio que se pueda moldear y transformar en un espejo de la propia biografía de cada uno y en un instrumento para la construcción de la propia identidad. Recuperando a Pessoa, un poema transformado en fado por Camané: “Ser feliz é ser aquele./E aquele não é feliz, / Porque pensa dentro dele / E não dentro do que eu quis” (Ser feliz es ser aquél. / Y aquél no es feliz, / Porque piensa dentro de él / Y no dentro de lo que yo quise.).

Lisboa-barco

Al final del barrio de la Baixa, barrio con dos caras, con los bajos llenos de tiendas internacionales y bares turísticos y a la vez una enorme cantidad de pisos vacíos y abandonados, tras cruzar la imponente Praça do Comércio, cerca del agua, hay un antiguo embarcadero flanqueado por dos columnas ―adornadas por desgracia con sendas inscripciones de la dictadura de Salazar. Las mareas cubren o esconden según el momento los últimos escalones que se adentran en el agua y las gaviotas arman alboroto sobre los turistas. José Cardoso Pires, en su libro Lisboa. Diario de a bordo ofrece una imagen que puede servir de despedida: una Lisboa que en este lugar se transforma en barco, y permite que nos situemos sobre el castillo de proa viendo las olas romper a nuestros pies. La ciudad-barco que flota sobre su propia imagen, avanzando hacia el mar, con toda la historia de Europa a sus espaldas, los descubrimientos, gloriosos y oscuros, los crímenes de la colonización, el imaginario marítimo que tanto alimentó la poesía de Sophia de Mello. Lisboa, la posibilidad de ver a través de “ojos recompuestos, llenos de una nueva visión”, como dice Pessoa. Y después de caminar por Lisboa, desde su proa, “como un navío que pasa a través de otro navío” se nos despierta la saudade.

Vueling vuela diariamente de Barcelona a Lisboa.

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