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Barcelona 92: nostalgia de hace 25 años

Josep Carles Rius

Barcelona es una ciudad dada a la nostalgia. Cada generación tiene su Barcelona mitificada. Añorada. La ciudad y la época de los buenos recuerdos. De las emociones que perduran en la memoria. Por eso cuando las generaciones que vivieron con intensidad los Juegos Olímpicos del 92 miran atrás, aparece la ciudad idealizada. Barcelona, y Catalunya se sintieron felices por unos días. Orgullosas de lo que habían conseguido.

Muchos ciudadanos, de Catalunya, y también del conjunto de España, pueden tener la sensación de que todo fue un espejismo. Porque el espíritu del 92 parece hoy perdido en el tiempo. Los Juegos Olímpicos de Barcelona fueron el último proyecto compartido entre España y Catalunya. A partir de ese momento, las dos realidades se fueron alejando. Primero lentamente y, a partir del año 2000, con la mayoría absoluta de José María Aznar, de forma acelerada. Después la historia es bien conocida.

¿Pero, fue realmente un espejismo el espíritu del 92? Para la sociedad, no. Fue muy real. Los juegos despertaron una ilusión colectiva sin precedentes. Los barceloneses se implicaron en la transformación de la ciudad; tejieron grandes consensos cívicos y aceptaron de forma estoica años de obras porque sabían que los Juegos eran la gran excusa para salvar las barreras del pasado: la apertura al mar, las rondas de circunvalación, la reforma de Ciutat Vella, la mejora de los barrios periféricos, la edificación de equipamientos, la conquista de zonas verdes... la reconstrucción de la ciudad, en definitiva. Además, se implicaron en la organización de los juegos como voluntarios, convirtiéndose en la pieza clave de su éxito.

La transformación de la ciudad y la entusiasta implicación de los barceloneses no fue un espejismo, pero el consenso político sí lo fue. En Catalunya, y en España. Las dos grandes corrientes del catalanismo, que podríamos personificar en Pasqual Maragall y Jordi Pujol, afrontaron los Juegos en el contexto de su batalla por la hegemonía política.

Maragall veía los Juegos como una gran ocasión para expresar la voluntad universal de Catalunya, para proyectar Barcelona al mundo. Pujol y su entorno político nunca hicieron suyos los Juegos porque se convertían en una plataforma para su rival político y para una idea de Catalunya que no era la suya. Para una Catalunya que aún no estaba sometida, del todo, a la corrupción del 3%.

Pasqual Maragall intentó trasladar el espíritu del 92 a Catalunya y a España. Pero no lo logró. Para la Catalunya introspectiva y cerrada, y para la España centralista y antigua, Maragall era un iluminado y una amenaza al statu quo. Para una cierta Catalunya, todos los males vienen de España. Y para una cierta España, el anticatalanismo es un gran negocio electoral. Aquí la historia también es bien conocida.

Y así hemos llegado, 25 años después, donde estamos ahora. Con una Barcelona que está en el mapa como una de las ciudades más atractivas del mundo. Para bien. Y para mal. Porque la ciudad se ha convertido en un territorio de especulación global, donde la presión turística expulsa los vecinos de sus barrios. Con una Catalunya fracturada. Donde la voluntad de consenso político ha sido sustituida por la tentación de imponer las propias ideas. Donde solo la profunda madurez cívica de la mayoría evita la confrontación. Y una España bloqueada por el autoritarismo del Partido Popular y la impotencia de la izquierda.

Algunos ven en el movimiento independentista el resurgimiento de aquel espíritu del 92. Es verdad que detrás del legítimo sueño de la independencia está la ilusión colectiva de, al menos, dos millones largos de personas. Que además expresan su anhelo con gigantescas y cívicas manifestaciones destinadas a mostrarse al mundo. Pero este no es un proyecto, todavía, compartido por una mayoría suficiente como para afrontar un reto de la magnitud de la independencia sin partir en dos a la sociedad.

Por eso muchos sienten nostalgia del espíritu, integrador e inclusivo, que acompañó a los Juegos. De la voluntad de consenso que vivió la sociedad catalana. Por eso añoran aquel espejismo político de un proyecto compartido, primero entre los catalanes, y después con el resto de España. Por eso tantos echan de menos, ahora, el espíritu del 92.

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