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De monaguillo a obispo

Joan Enric Vives, copríncipe de Andorra / EFE

Maria Favà Compta

Hace tiempo que suena pero dicen que ahora va en serio; que el obispo de Urgell, el Vives, será nombrado finalmente obispo de Barcelona. Desde el punto de vista de la iglesia y de este Papa tan singular, Joan Enric Vives Sicilia debe ser un buen candidato. El mejor para ocupar este cargo que no debe ser nada fácil. Quien quiera saber más sobre sus méritos, en la Wikipedia encontrará su currículum que es muy potente, tanto desde el punto de vista académico como eclesiástico. Tiene una cabeza muy bien amueblada. Pero con esto a veces no es suficiente. A menudo los designios del cielo y de la iglesia son indescifrables por los mortales sencillos. Se escapan los matices de la política vaticanista que dicen que son algo recargados.

Nosotros, los legos, de Joan Enric conocemos su faceta más humana. Le hemos conocido haciendo de monaguillo en la capilla de las monjas franciscanas de la Rambla del Poblenou. Piernilargo, siempre sonriente, muy hablador. Hemos hecho con él cimas y excursiones de fiambrera y guitarra. Hemos bailado con él. Y en el baile de las doce del Casino de la Aliança, un baile popular que Ramón Calsina inmortalizó en un cuadro bellísimo, nos dijo que se iba al Seminario. Él era un buen bailarín. Yo bailaba muy mal y le pisaba y ha tenido la cara de reprochármelo siempre. “No te dejabas llevar. Te quedabas tiesa”. Una compañera de clase que se quedó sentada en el palco lloró lágrimas de adolescente cuando supo que Joan optaba por el celibato.

Cuando estaba en el Seminario le llevé, a escondidas, unos libros de Camus, que entonces aún estaban en el índice. No se escandalizó. Se rió. No se escandaliza nunca. Sabe encajar. Y es más flexible de lo que parece. Esto es lo que opina un antiguo compañero de seminario que lo recuerda como un muchacho obediente con la jerarquía.

Nos hizo de corrector, con paciencia de santo, de los originales de la revista 4 Cantons. Nosotros, los aprendices de periodistas y de huertamaros, escribíamos unas faltas garrafales. Él, que era de condición tan humilde como la nuestra, sabía mucho. También hizo de profe de catalán en el Voramar, la escuela que se edificó en terrenos de la iglesia y que durante años fue la única del Poblenou con cara y ojos. Hubiera podido dar clase de otras materias pero daba catalán. Y no por casualidad. Ahora la han etiquetado de “nacionalista moderado”. ¿Cuál es el antónimo de “moderado”? Él es nacionalista y punto. Y demócrata.

Fue subiendo en el escalafón eclesiástico y fue el obispo más joven del Estado. Pero los honores no le hicieron perder la memoria. Ni los amigos. Ni los orígenes. Ayer, desde Croacia, donde un grupo de Poblenou está de viaje, me recordaban que por encima de todo “Joan es amigo de sus amigos. Ha mantenido su grupo de juventud. Y siempre está cuando lo necesitas”. Cuando hay fiestas en el Poblenou, Joan cuadra su agenda. Y cuando cena con los amigos, se desabrocha el cuello de la camisa. Deja de ser el obispo y vuelve a ser el amigo. Se relaja y carga pilas. Sí es cierto que ha ido bajando su tono de voz y su gesticulación se ha vuelto más pausada. Más de cura.

En la Seu, Joan ha estado muy a gusto. Pasear con él por las calles de esta villa es entrar en el túnel del tiempo. La sensación se hace más real cuando explica las historias de las vírgenes escondidas en los pueblos de su gran diócesis. Historias de la guerra incivil.

Allí ha vivido como el príncipe de la Iglesia que es. Sólo pasaba “canguelo” cuando le tocaba hacer el papel de copríncipe e ir al Palacio del Elíseo o saludar a la Reina de Inglaterra. “Ay, ay, que tropezaré”. Pero no tropieza nunca.

En su estudio de la Seu hay un ventanal magnífico de cara las montañas y el Segre. El Palacio episcopal de Barcelona es muy gótico pero será tres veces más oscuro. De la placidez de los valles bajará a la vorágine de Barcelona. Con todos sus marrones. “Pero lo conseguirá -me decía un viejo amigo de los 4 Cantons- porque también es un huertamaro”.

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