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¿Pro o contra el libre comercio? Alemania es la mayor culpable

Heiner Flassbeck

Ex secretario de finanzas de Alemania y ex director de la Conferencia para el Comercio y el Desarrollo de la ONU —

La mayoría de la gente entiende que los Tratados de Libre Comercio significan una pérdida de capacidad reguladora de nuestras democracias. Por otra parte, la mayoría de economistas los defienden para promover la innovación y el crecimiento económico. Argumentan que cada país debería especializarse en producir lo que hace mejor y el mundo se beneficiaría porque todo el mundo sería más productivo.

El libre comercio es sagrado para los economistas liberales. Si uno critica el libre comercio se lo caracteriza como “bárbaro proteccionista”, como dice Krugman. Sin embargo, la defensa del libre comercio se basa en la obra que tiene más de 200 años del economista inglés David Ricardo. En aquella época, los economistas entendían que los países se enfrentaban a situaciones en las que otros países eran más productivos en la elaboración de todos o casi todos los productos comerciables internacionalmente. Para compensar estas ventajas absolutas de las otras economías, el país menos productivo debía convertirse en proteccionista, para que sus productores pudieran sobrevivir.

Ricardo no estaba de acuerdo. Él estableció el famoso principio que decía que lo que importa no es la ventaja en productividad absoluta, sino la ventaja comparativa. Según Ricardo, si un país es particularmente bueno produciendo zapatos y otro es bueno produciendo ropa, será beneficioso para los dos especializarse cada uno en el producto que hace de forma más productiva y comerciar entre ellos estos dos productos. Ambos deben especializarse para optimizar el resultado final global.

Este ejemplo ya muestra lo poco realista que era la idea de Ricardo. Presupone que el productor de zapatos está produciendo al máximo de su capacidad y tiene que elegir entre producir zapatos de forma muy productiva o producir ropa de forma menos productiva. Pero no existen economías que funcionen al máximo de su capacidad.

Cualquier economía que tenga una ventaja absoluta en la producción de diferentes productos los producirá –o los debería producir– hasta agotar su capacidad. La teoría neoclásica supone, por tanto, que las fuerzas productivas están siempre óptimamente distribuidas y que la posibilidad de expandir la capacidad productiva no existe.

Obviamente, esto es absurdo. Las economías se encuentran sistemáticamente infrautilizadas, y no hace falta mencionar que el desarrollo y el crecimiento económico hacen aumentar la capacidad productiva. Parece difícil que ninguna persona razonable pueda denegar estos dos hechos.

La teoría de Ricardo también afirma que en todos los países –en situación de pleno empleo– la remuneración de los trabajadores refleja las situaciones de escasez de los factores capital y trabajo en ese país. Esta también es una suposición heroica. Para el comercio internacional los salarios nominales son cruciales ya que, junto a los tipos de cambio, establecen los precios de los productos comerciables internacionalmente.

¿Pero qué pasa si las tasas de inflación divergen entre los diferentes países? En este caso debe haber algún mecanismo que sirva para requilibrar estas divergencias en precios y salarios (calculados en divisa internacional). El tipo de cambio entre diferentes divisas puede actuar como tal mecanismo. Pero la realidad es que no funciona. En el mundo actual en realidad las divisas son un campo de especulación.

Con el paso del tiempo las divisas han cogido direcciones contrarias a las que deberían para compensar estos desequilibrios a medida que los especuladores se han dedicado a explotar los diferenciales de tipo de cambio y de tipo de interés. Por lo tanto, no es verdad que los niveles salariales hoy día puedan darnos una indicación de la disponibilidad de capital y trabajo, por lo que podríamos decir que tampoco hay base científica que justifique el libre comercio como mecanismo regulador de los precios de estos dos factores.

Pero eso no es todo. Los economistas neoclásicos argumentan que la inversión directa de los productores pertenecientes a países de alta productividad en países con baja productividad viene determinada por la ratio entre costes laborales y costes del capital. Esto significa en la práctica que cuando un productor de teléfonos móviles que produce en su propio país con una tecnología que necesita de una alta intensidad del factor capital desplaza su producción por ejemplo en China, donde los salarios son más bajos, este productor cambiará de tecnología y aplicará otra mucho más intensiva en trabajo, reduciendo la intensidad del uso del capital, con el objetivo de maximizar el beneficio.

Esto no puede ser tomado en serio. De hecho es ridículo. Esto significa que dejarán de utilizar su tecnología más avanzada (de la que disponen libremente) para utilizar otra menos eficiente. La teoría neoclásica del equilibrio afirma que las empresas, por lo tanto, no harán ningún beneficio extraordinario de su poder de mercado cuando lleven la producción a China.

Esto querría decir que esta empresa rechazaría usar esta mejor tecnología de la que dispone y que le podría generar beneficios extraordinarios y produciría los teléfonos móviles en China con una peor tecnología que haga posible la producción con los mismos costes, y por tanto el mismo precio y mismos beneficios que anteriormente. Según esta teoría los emprendedores renuncian a los beneficios que podrían hacer si combinaran la alta productividad occidental con los costes salariales bajos de China.

Si lo hicieran, podrían reducir los costes laborales e incrementar sus beneficios de forma tremenda. Pero los emprendedores no aprovecharán esta oportunidad de hacer dinero porque la teoría les dice que no pueden considerarse los beneficios extras provenientes de las rentas de monopolio. De hecho, hoy en día la inversión extranjera directa tiene efectos potentísimos sobre el comercio internacional. Por ejemplo, el comercio con China no puede compararse con el comercio internacional entre países occidentales.

El comercio internacional chino consiste en grandes empresas occidentales situadas en China, exportando los mismos países de origen. Se ha calculado que alrededor del 60-70% del total de las exportaciones chinas no son exportadas por empresas chinas sino exportadas por empresas occidentales subcontratadas. Esto prueba que la justificación teórica anterior, que supone que la tecnología se adapta a la combinación capital-trabajo de tal país, no aguanta de pie; de hecho, no tiene ni pies ni cabeza.

Como conclusión la totalidad de la ideología del libre comercio está basada en una teoría que no es sólo poco realista, sino que es errónea. Consecuentemente, el comercio internacional puede volverse libre, pero no está claro que sea eficiente. Sin embargo, en las negociaciones de libre comercio (y también con el TTIP y el CETA), libertad y eficiencia se consideran idénticas o vistas como semejantes la una con la otra.

No sabemos si la liberalización del comercio es eficiente. Pero sí sabemos bien que la idea de que toda interferencia en el comercio internacional es perjudicial e ineficiente es claramente errónea. Por ejemplo, un país que se protege a sí mismo contra las importaciones masivas de otro país en el que compañías monopolistas hacen grandes beneficios y combinan alta productividad con bajos salarios no debe ser condenado. Medidas proteccionistas contra estas prácticas pueden de hecho mejorar el estado del bienestar de todo el mundo para que eviten que las empresas monopolistas dañen o destruyan otras empresas sanas.

Peor que todo eso que ya se ha dicho hasta ahora es que algunos países, de forma puramente mercantilista, se esfuerzan para exportar más de lo que importan. Este fenómeno se llama “desequilibrio global” en el campo de la macroeconomía, y se sitúa en agudo contraste a la doctrina del libre comercio. Alemania es la mayor culpable en este tema en todo el mundo. En el momento actual, para determinar el éxito o el fracaso que el comercio internacional aporta a los países que participan, los superávits y los déficits se han vuelto más importantes que los efectos en la productividad de la liberalización del comercio.

Pero en realidad, una vez que un país genera superávits de forma creciente y estable, no quedan incentivos para los posibles socios comerciales de este país para concluir un acuerdo comercial con este país que defiende estos superávits comerciales.

Ni las fluctuaciones bruscas en los tipos de cambio, ni la inversión internacional directa, ni el dumping salarial o las consecuencias sociales del comercio son el objeto de la ideología del libre comercio. Los políticos procomercio internacional hacen sus juicios sobre la base de una doctrina que no tiene nada que ver con el mundo real.

Hoy en día, intentar conducir las políticas comerciales y los flujos de comercio es como intentar reparar un coche con herramientas de reparar relojes. Lo que la economía global necesita más que un debate doctrinario sobre el comercio internacional es un sistema monetario que evite que los países individuales acumulen ventajas injustificadas prolongadamente en el tiempo a través del dumping salarial o de medidas similares.

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