Luego de cierto tiempo de coordinar talleres de filosofía con niños (5 a 11 años), en diferentes contextos, en Barcelona y en París, en castellano y en francés, ha surgido una pregunta: ¿Qué hace qué funcionen?
La pregunta parece ociosa pero no lo es. Si el primer gesto filosófico es el de asombrarse porque las cosas sean como son, difícil no sorprenderse que niños expuestos de un modo continuo a los imperativos con rostro de oferta de la sociedad de consumo, al tiempo sin duración de nuestro tiempo, adquieran rápidamente un gusto sincero por la conversación, y pasen una hora por semana intercambiando opiniones sobre el amor, la injusticia, la verdad, la muerte, la amistad, la realidad, el nombre propio o el sueño. ¿Qué es finalmente lo que los atrae? ¿Qué hace que una niña de siete años se implique en esa práctica de la palabra y desee volver la semana siguiente?
Diría que los nenes se encuentran en los talleres con algo que de algún modo ya estaban buscando, un espacio de escucha, un lugar donde lo que dicen, cuenta, y cuenta, sobre todo, más allá del bien y del mal. Se sabe, al menos desde la invención del psicoanálisis, que el solo hecho de escuchar atentamente a alguien produce un efecto, en tanto el acto de escucha, en apariencia pasivo, otorga una importancia particular a lo dicho. Quién se sitúa en una posición de escucha, de oír atento y sincero, se instituye, de un modo u otro, en guardián menos de la voz que del silencio, en protector de aquel lugar sin lugar donde las palabras, circulando libremente, ganan sentido.
Quizás es por ello que los nenes perciben, y aprecian, muy rápidamente, que en un taller de filosofía hay escucha. Aprecian que haya otros que presten atención a su opinión, que la tomen en cuenta y la discutan, así como que un adulto no los considere como infans (“el que no habla”) sino como responsables de su palabra, como sujetos.
Es esto, ni más ni menos, lo propiamente filosófico de los talleres. Ante todo, la sorpresa, el asombro por el hecho de que haya realidades, tiempos, sueños, recuerdos, ideas, emociones y miedos; pero también la sorpresa porque exista, en algún lugar de ese mundo, la palabra, eso que da la posibilidad de lidiar con aquello que, irremediablemente, no se puede decir.
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