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Fellini con bótox

La gran belleza de Paolo Sorrentino

David Parages

Transcurridos más de cincuenta años desde “La dolce vita”, Paolo Sorrentino rememora los ecos de la película de Fellini convirtiendo al joven paparazzi en un escritor maduro y desencantado. En esencia, lo demás sigue igual: el mismo vacío existencial, la misma crítica a la iglesia y a la clase alta, el mismo hedonismo frustrante. Hay algo nuevo bajo el sol romano: “La gran belleza” incorpora el elemento de la edad del protagonista, lo que refuerza el aliento de melancolía.

Sorrentino despliega todo su arsenal estético para emborrachar al espectador con una cascada de imágenes inquietas y en continuo movimiento. Un ejemplo: Jep Gambardella regresa de una fiesta pantagruélica a primera hora de la mañana, se detiene para beber en una fuente y una jovencísima novicia se distrae observando sus pasos. También hay un hombre que tira de su perrito, una mujer hablando por teléfono... en resumen, un minuto de costumbrismo mañanero desarrollado en una veintena de planos, nada menos. La apuesta de esta película es la del exceso, por medio de una retórica en la que prima el adorno y el juego floral. Hay gratuidad en la forma de “La gran belleza”, en el estilo que Sorrentino ha elegido para contar una historia que tampoco sigue patrones estrictos de guión.

A través de una sucesión de escenas pobladas de personajes episódicos que aparecen y desaparecen intermitentemente, Sorrentino elabora un fresco de la Roma más acomodada optando por la caricatura y el trazo grueso: poetas que no hablan, escritores que no escriben, mujeres y hombres incapacitados para el amor, condes de alquiler, chamanes cirujanos, religiosos mediáticos... una fauna que pretende abarcar demasiados perfiles distintos, como distintos son los dardos que Sorrentino quiere lanzar en su película. “La gran belleza” es acumulativa y amorfa, guiñolesca, muy ambiciosa.

A diferencia de “La dolce vita”, “Roma” u “8 y medio”, por citar claros referentes fellinianos, el film de Sorrentino gira constantemente sobre sí mismo cayendo en reiteraciones y en lugares comunes. Como un perro que trata de morderse la cola, el guión de “La gran belleza” persigue su objetivo y tarda en encontrarlo. Cuando al final el protagonista encarnado por Toni Servillo consigue cerrar el círculo, es demasiado tarde. Para entonces la moraleja se ha diluido, ha perdido fuerza. El director quiere contar muchas cosas en la misma película, lo que le obliga al simplismo. Ahí es donde naufraga “La gran belleza”, en su obviedad crónica y en sus ganas de contentar a un público culto que reconozca los múltiples guiños cinéfilos y literarios.

Desde luego hay elementos destacables en esta película, destellos de ingenio que son sepultados por la verborrea visual de un director que ha querido hablar de la nada recurriendo al todo. La prueba de que es muy delgada la línea que separa el discurso de la perorata, la grandeza de la grandilocuencia.

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