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El veraneante

Memorial Passaget de Port Bou en homenaje a Walter Benjamin

Miguel Ángel Curiel

El veraneante dejó T. en un tren que a la media hora se detuvo por culpa de una vaca en las vías. El tráfico ferroviario entre T. y L. quedó colapsado durante dos horas en un lugar abandonado del Arañuelo sin tráfico ferroviario alguno. La vaca había quedado reventada por el impacto de la máquina. La manera en la que quedó el animal  le recordó a alguna de las crucifixiones que F. Bacon pintaba en un sótano oscuro más como penitencia por la absurda existencia que como arte. El tren se puso de nuevo en marcha una vez apartado el animal de las vías. El veraneante tenía un libro de Stefan Zweig apoyado en las piernas, desde la ventanilla contemplaba el paisaje que el verano había abrasado hasta dejarlo blanco. La sierra de Gredos quedaba oculta tras una luz irascible y polvorienta que le recordaba a Marruecos.

El veraneante pensó que vivíamos ahora en un tiempo irrepetible, pero por irrepetible que fuera, parecía ya acabado y demasiadas veces representado, y por eso demoniaco o profético. Sintió el tiempo extraño y voluble de las tragedias que se avecinan por la puerta trasera de la casa, la calma azul de la historia en el que alguien se dirige hacia un acantilado pedaleando en una bicicleta, a la vez que se está formando una tormenta de verano; el aire cálido asciende hacia el cielo hasta implosionar como un agujero negro del que llueve luz de los dioses muertos. Pensó que ahora que todos querían vivir en una patria cerrada con buenos y malos se debería leer de nuevo a Rilke que vivía tan a gusto en Italia como en Francia o Austria. El que una vez pasó por Toledo en busca de la Arcadia y escribió desde el frío cartas a sus amantes esparcidas por el corazón de Europa.

El veraneante buscó en esta ocasión un lugar alejado de todos los lugares para pasar sus días de agosto y descansar de él mismo. Se había comprometido a no leer periódicos ni escuchar noticias en la radio. Había dejado su teléfono metido en una caja negra, encima de la caja una nota manuscrita que decía “abrir esta caja negra en caso de accidente mortal o desaparición fortuita”. En ese supuesto el teléfono habría proporcionado ingente información sobre el veraneante desaparecido en no se sabe qué extraño y olvidado lugar del país. Como único alimento se había llevado cuatro libros, que quizás sirvieran para calzar de vez en cuando la mesa coja que seguro encontraría allí donde se dirigía. Por una vez no había nada que decir, nada que no fuera al menos importante, verdadero o inusual, como si viniera de fuera del mundo y primero hubiera que desencriptarlo para acercarlo a las bocas y a los ojos con palabras más sencillas. Había demasiada mierda todavía sin desentrañar en el país, muchos locos mediocres llevando a la gente al abismo, y un cúmulo de belleza aún salvaje en aquellas montañas del Oeste.

El veraneante pensó que quizás era labor o necesidad de cada individuo repensar el mundo, agitar esa bolsa de palabras que cada uno lleva heredadas o prestadas, o simplemente callar mientras duraran las vacaciones. Esta vez también sin música, a no ser que en ese lugar fuera del mundo pero dentro del país, hubiera una iglesia con un campanario dando las horas, o un megáfono avisando de un fuego. Los libros que él llevaba tendrían que haber sido bien elegidos, pues no se podía dejar al azar una convivencia tan radical con las palabras de otro, palabras que te van a interpelar y con las que vas a terminar hablando. Si mal no recuerdo entre esa lista se encontraban ‘Infancia en Berlín’, de Walter Benjamin, y ‘Amapola y memoria’, de Paul Celan.

Mientras el mundo ardía en agosto, los aviones destejían el cielo en rutas hacia lugares estúpidos y ciudades de cristal con playas, el veraneante una vez llegado a aquel lugar fuera del mundo, pero dentro de un país en llamas, eligió un árbol -una higuera muy frondosa llena de brevas negras-, a sus pies colocó una losa  de piedra para sentarse y apoyar la espalda en el tronco. La sombra de la higuera era profunda y fresca. La belleza está dentro de uno y casi siempre a punto de desentrañarse, de esparcirse cuando ha sido pisada.

El veraneante se imaginó una isla de tierra rodeada de tierra, admitió los límites de la isla, que son los límites de uno mismo y su existencia. Acordó con él mismo que aquel lugar sin nombre no era el paraíso, y que su supuesta belleza tendría que ser pensada o sentida de una manera libre, acaso como extrañamiento de una falta o ausencia, más que como una presencia. Todo era extrañamente bello lejos de T. Allí los días parecían expresarse con una luz dulce y la claridad que envolvía el lugar dejaba el cenit del mundo a sus pies. No quiso ponerle nombre al lugar, sintiendo de alguna manera que así lo profanaría abriéndolo al mundo con una herida innecesaria, y que al cabo del tiempo habrían llegado a este lugar más veraneantes con su estulticia y su plástico. A pesar de que aquel lugar era atravesado por el cauce seco de un riachuelo que bajaba de las montañas, le bastaba ahora en este mundo febril de la canícula, un sencillo baño de aire para sentirse limpio y desnudo.

Apenas hacía un mes que el veraneante había regresado a T. después de un viaje por el sur de Francia. De vuelta a su país nada más cruzar la frontera, se detuvo en Port Bou para visitar el pequeño cementerio donde se encuentra enterrado Walter Benjamin en una fosa común y donde el artista israelí Daniel Karavan levantó el memorial Passaget en el 94 en homenaje al pensador y escritor alemán. El pasaje de Karavan está construido con láminas de acero corten encastradas en la roca que abocan al vacío del acantilado, protegiendo la caída únicamente gracias a un paño de vidrio grueso. Una alegoría constructivista de los Passagenwek de Benjamin, que taladra el acantilado asomándose al mar azul. El veraneante quiso esta vez que la mampara de cristal que cierra el paso al final del pasaje de acero corten encastrado en la roca no estuviera allí impidiendo el paso hacia el azul profundo del mar que un día vio Hannah Arendt para recordar y homenajear al amigo. Un cristal que deja ver al final del pasaje el mar azul, y que interrumpe el paso, quizás y sin saberlo, el sellado de cristal de todo discurso. El veraneante bajó por la escalera, pegó su rostro al cristal, y mientras se empañaba, habló con alguien que estaba al otro lado del cristal empañándolo también con sus palabras. Tendríamos que leernos los labios, no oiríamos lo que nos decíamos. Los Passenwek de Benjamin, su obra inacabada e inacabable por su infinita naturaleza, como si toda obra o escritura fuera necesariamente una construcción sin final, más que el final, y cuyo acabamiento fuese sólo una interrupción orgánica de la escritura,  de la propia existencia.

El veraneante pasó todavía algunos días en esos pueblecitos bucólicos del Baix Ampordà, entre Vergés y el Montgri, muy cerca del mar, donde ahora hay más banderas que hombres, o una bandera por cada hombre; vivos y muertos tienen ahora su bandera ondeando al viento. Paseando como un extranjero por allí, sintió el reflejo glacial de otros tiempos ya pasados, tiempos de nieve negra los llamó el escritor francés de origen judío Max Leiruc. Aquel tiempo de banderas en cada pueblo o ciudad alemana en el año 38. Entonces en el retrete de cada buen alemán había colgada una banderita nazi con una foto de Kniebolo.  El veraneante antes de volver a T. hizo noche en Girona. En la ciudad hacía un calor terrible,  se dio una ducha fría en el hotel y salió a dar un paseo por las calles del viejo Call judío. Tampoco este lugar, que debería permanecer sagrado y limpio de todo  signo de fascismo, por simbolizar ahora a pesar de la historia, un espacio de tolerancia y convivencia, y  que a veces el hombre se da a sí mismo para volver a engañarse, se libraba de los trapos y las banderas que asfixiaban en esos días cualquier lugar de ese país llamado Cataluña.

Allí, en corazón viejo de la ciudad se podía oler ya muy bien quien era buen y mal catalán, pues pronto una hoguera mal apagada incendiaba el sueño. El veraneante se sentó en un banco en el  Carrer de la forca, abrió al azar el libro de Stefan Zweig que llevaba consigo y leyó un fragmento en voz alta: “A lo largo de siglos, milenios no hubo entre ellos unión alguna, sólo orgullo separador y labor egoísta”. Después se internó por las estrechas calles del Call, siguiendo acaso la sombra del ángel de la historia, que a su vez eran pasajes de un tiempo hacia otro, pasajes estrechos y oscuros  que le llevaban muy lejos de él hacia él mismo. De pronto se vio sintiendo de alguna manera que a la salida de uno de esos passagenwek del viejo Call, de pronto aparecería la sinagoga del Tránsito en Toledo.

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