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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

¿A qué Estado decimos federal y a cuál, plurinacional?

Bartolomé Clavero

El singular sistema de autonomías territoriales en España hace aguas. Por una parte, hay dos Comunidades, el País Vasco y Cataluña, a las que les estallan las costuras sin tener a mano una sastrería, ni propia ni española, que sepa reajustarlas. Por otra, el conjunto de las autonomías sigue sin contar con un espacio de encuentro e interlocución. El Senado nació inútil y no hay a la vista otro foro intercomunitario capaz de mediar. El Tribunal Constitucional se ha incapacitado. La puntilla la ha dado la crisis por habérsele aprovechado para una recentralización cada vez más alejada del “derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones” proclamado por la Constitución.

El aprovechamiento se produce doblemente en direcciones contrarias, la ensimismada de “la gran nación” por supuesto española (Felipe VI de Castilla, V de Aragón y I de España dicit) y la insolidaria de “la unitat dels de casa” (con algo más de circunloquio, Artur Mas diu), compartiendo ambas efectos sensibles de exclusión aun en línea diversa. Como remedio por parte de posiciones no ventajistas, se ofrecen dos fórmulas, la del federalismo por el Partido Socialista Obrero Español y la de la plurinacionalidad por Podemos. Ambas miran al ajuste del autogobierno. La segunda reconoce la existencia interna de naciones por derecho propio no dependiente.

Comencemos advirtiendo que no se trata de planteamientos incompatibles, sino complementarios. Bastaría con mirar a un caso bien a la vista en el corazón de Europa, el de la Confederación Helvética, mal llamada Suiza. Se ha consolidado garantizando e institucionalizando una plurinacionalidad, aunque así no se le llame, sólo que de comunidades muy cerradas entre sí. Hacia esta dirección camina la Bélgica igualmente plurinacional, aunque tampoco se proclame tal. Otros federalismos europeos adolecen de una inferior capacidad para la asunción de plurinacionalidad. Los Países Bajos, mal llamados Holanda, no han integrado, por su diferencia religiosa, al Flandes católico, la actual población flamenca de Bélgica, con la que comparten lengua. Por sus métodos de incorporación sumamente autoritarios, la Alemania federal tiene hoy un radio político bastante inferior al que culturalmente aspiraba. Y en todo caso se trata, en ambos casos, el neerlandés y el alemán, de proyectos de integración monoculturales, esto es mononacionales, a través, eso sí, del federalismo. El Reino Unido de la Gran Bretaña no acaba de definir un modelo ni federal ni plurinacional.

La imagen imperante de lo que sea o deba ser el federalismo no se ha formado en Europa, sino en los Estados Unidos de América, por su sistema que nació incluso abierto a la incorporación de nuevos Estados bajo la fórmula constante de la federación. Pero es a su vez un federalismo que se origina y reproduce, no mediante la incorporación de comunidades plurales, sino de forma clónica y expansiva, sobre una base de homogeneidad cultural a efectos políticos entre la pluralidad de pueblos indígenas, población afrodescendiente, territorios anexionados (parte del mexicanos y otros no contiguos: Alaska, Hawai, Puesto Rico, algunas de las Islas Vírgenes, Guam…) e inmigraciones varias desigualmente integradas en la ciudadanía. Con la reducción a reservas de los pueblos indígenas resistentes al exterminio, se trata de un federalismo que nació y se mantiene como forma de colonialismo. Lo es de fuerte presencia plurinacional, pero de no menos enérgica vocación mononacional, pese a todos sus problemáticos acomodamientos, inclusive el de la autonomía constitucional de un centenar de pueblos indígenas.

Por lo general, el federalismo por las Américas tuvo y mantiene la función colonial de reproducción interna de Estados, con este u otro nombre, para el dominio del territorio. No son excepción ni México ni Venezuela ni Brasil ni Argentina. Hay un caso de constitucionalismo de fondo plurinacional aunque así tampoco se reconozca. Es el de Canadá, que en cuanto tal se limita a la articulación entre matrices europeas, la anglófona y francófona, con postergación igualmente colonial de los respectivos pueblos indígenas. Y últimamente, entrándose en el nuevo milenio, se producen novedades de primer orden. Las actuales Constituciones del Ecuador y de Bolivia se declaran expresamente plurinacionales en función precisamente anticolonial, por consideración ante todo a la presencia de pueblos o naciones indígenas, unos pueblos o naciones que se consideran ahora como sujetos de un derecho constituyente a la propia autonomía. Concurre un derecho internacional, asumido en ambos casos, que hoy les reconoce el derecho a la libre determinación como fundamento del autogobierno.

La Constitución de Bolivia resulta la de mayor interés por hacer además el intento de articular dicho derecho de los pueblos indígenas y el acceso a la autonomía de las regiones o Departamentos, esto es, dicho al modo español y guardándose las distancias, por atender a un mismo tiempo el derecho de “las nacionalidades” y el de “las regiones” como supuestos de autonomía distintos entre sí en fundamento y en alcance. Nacionalidad también es denominación adoptada por la zona para los pueblos indígenas, aunque la diferencia con el uso español resulta relevante por causa del reconocimiento internacional y constitucional de su derecho de base a la libre determinación. Ahí está el reto, común con España, de la organización de autogobierno de nacionalidades y autonomía de regiones. Aquí, en nuestro caso, se viene en cambio eludiendo esa distinción de supuestos justamente marcada por la propia Constitución.

En el caso más desafiante del Estado Plurinacional de Bolivia, como así oficialmente ahora se identifica, la puesta en práctica no es alentadora. De forma incongruente, la autonomía departamental se sitúa por encima del autogobierno indígena y la misma resulta a su vez bastante inferior, por hacer la comparación, a las autonomías regionales en España. Y falta mediación para articular lo uno y otro, una mediación que sólo puede ofrecer el federalismo, si quiere decirse, asimétrico, justificadamente tal por haberse de distinguir, en la terminología española, entre nacionalidades y regiones. El federalismo con vocación de simetría, como a menudo se le predica en España, es el mononacional. En dicha línea, pese a su profesión de plurinacionalidad, la Constitución de Bolivia declara al Estado descentralizado, no federal. Y no se está allí acudiendo al federalismo para esa difícil articulación entre sujetos constituyentes de diverso derecho.

Existe un impedimento adicional para adoptarse en España modelos originarios de América. El derecho internacional reconoce hoy el derecho a la libre determinación de los pueblos indígenas como base del autogobierno. Naciones Unidas reconoce muchos en las Américas, pero uno solo por Europa, el pueblo saami, mal llamado lapón, que se extiende entre Noruega, Suecia, Finlandia y Rusia, en esas antípodas europeas de España. Aquí, en España, no se cuenta con dicha base de derecho internacional para la distinción entre nacionalidades y regiones. Lo que se tiene es la evidencia y el reconocimiento de existencia de las primeras. El dato de la pluralidad constitutiva es común. Catalanes no son solamente “els de casa” ni nación es tan sólo España. Entre referencias federales y plurinacionales, reconozcamos que no contamos con modelos ni americanos ni europeos en los que mirarnos y a los que mirar. Tampoco la Unión Europea es un ejemplo. Se forma en exclusiva por Estados sin espacio apropiado para regiones, ya no digamos para nacionalidades.

Tenemos casos de federalismo no plurinacional y de plurinacionalidad no federal junto a singularidades ni federales ni plurinacionales como la española fallida. Ante la necesidad de reformularla, poco se ofrece si se habla sólo de federalismo o sólo de plurinacionalidad, aunque tampoco se añadiría mucho si se propone la conjugación de un federalismo plurinacional sin concretarse qué naciones concurren y cómo se articulan entre sí y con las regiones. No basta con el conjuro de la logomaquia. Si la referencia de la plurinacionalidad fuera Bolivia, podrá resultar peor el remedio que la enfermedad. Y no digamos de las referencias usuales para el federalismo.

Entre federalismo y plurinacionalidad, hay mucho que inventar, pero mejor que el invento no quede confiado a expertos o expertas en sus laboratorios a cubierto, en tribunal o en universidad, en fundación o en gabinete, ni a cúpulas de partidos hechas a políticas no participativas y al control de la representación. Que unos y otras participen en el debate, cómo no, pero no permitamos que monopolicen propuestas ni, aún menos, decisiones. Procedamos al aire libre. ¿Podemos? Mi palabra no es más que un voto. Y son muchos los votos necesarios para que la situación no siga degradándose.

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