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Carlos Acuña asegura que “la química del gusto crea ilusiones perceptivas con la comida”

Carlos Acuña asegura que "la química del gusto crea ilusiones perceptivas con la comida"

EFE

A Coruña —

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El catedrático y académico de Medicina Carlos Acuña Castroviejo asegura que el funcionamiento de los sentidos del gusto y olfato, junto con el cerebro y los avances en gastronomía molecular, están revolucionando la cocina porque se ha logrado que los procesos químicos creen ilusiones perceptivas al comer.

Acuña Castroviejo (Compostela, 1942) ha colaborado durante este último año con el chef Alberto Lareo, del restaurante compostelano Manso, en la aventura de adentrarse en los procesos químicos y cerebrales relacionados con la recompensa y el placer a la hora de comer y que convierten cada día más la cocina en un saber científico.

Todo un reto a Platón, que creía que no se podría saber la causa de los sabores de los alimentos, ironiza este referente en Fisiología de la Universidad de Santiago en una entrevista con Efe.

“Alimentarse -afirma- es una necesidad metabólica imprescindible para el hombre, que además nos proporciona placer y una recompensa, y por eso, desde el punto de vista científico, nos interesa estudiar los procesos físicos y químicos que ocurren cuando cocinamos” a través de la gastronomía molecular, surgida en los años 80.

De hecho, muchos restaurantes cuentan con laboratorios asociados para estudiar estos procesos y ser más creativos en la presentación de las comidas o los sabores, como hizo El Bulli y siguen haciendo el británico The Fat Duck, en Bray; Alinea, en Chicago, o Noma en Copenhague, que “han revolucionado la gastronomía por ese enfoque de estudio de todos esos procesos”, asegura.

Pero además, a la gastronomía molecular le interesa qué hace el cerebro con esa información que recibe de la comida, pues con el olfato o la vista se activan zonas que van a producir anticipación y deseo de comer, y al mismo tiempo recibe información de los tejidos adiposos acerca de la situación nutritiva en cada momento.

“Con todo ello el cerebro elabora la necesidad de alimentarnos y activa los mismos circuitos para proporcionarnos placer que con las caricias”, defiende Acuña Castroviejo.

A este científico gallego le interesa la parte del cerebro que trata estos procesos cerebrales y, de sus investigaciones, da ideas desde este punto de vista del gusto al mundo de la cocina.

Ejemplo de ello, cita, son las últimas creaciones de ilusiones perceptivas surgidas de la utilización del mentol en un postre, que podría ser yogur con melón impregnado en menta, ingrediente éste que estimula los receptores del frío en la boca y produce precisamente una sensación aparente, sin que haya cambio alguno de temperatura.

Igualmente ocurre con el manitol, un sustituto del azúcar, que causa una especie de dulzor y, además, de calor, también sin que varíe la temperatura exterior; así podía ocurrir con este atractivo plato: huevo de manitol relleno de yema y setas de otoño.

Estas ilusiones perceptivas se dan por los receptores químicos de la lengua -como en la piel-, con cinco del gusto: dulce, umami -sabroso en japonés-, amargo, salado y ácido, que sugieren un “recorrido por los sentidos del sabor y textura de los alimentos”.

Sin embargo y dado que la comida es una necesidad metabólica, no es el dulzor de un alimento lo que nos atrae, sino su valor nutritivo“, concreta con otro ejemplo: preferimos un postre con azúcar de mesa, que es muy calórico, que otro igual pero con un edulcorante artificial seiscientas veces más dulce que el anterior.

“Nos sentimos más atraídos por las calorías” del azúcar, en este caso, añade, porque “su valor nutritivo es importantísimo y produce una sustancia química, la dopamina, relacionada con los circuitos de recompensa de nuestro cerebro”, que también se generan con las caricias o con ganar en el bingo.

La grasa, igualmente, tiene mucho valor nutritivo y provoca placer, continúa Acuña Catroviejo, para quien “un alimento sin grasa no tiene chiste alguno”.

En este sentido, advierte de alimentos y bebidas con edulcorantes artificiales a los que se añaden sustancias de alto valor energético que sabotean este centro de recompensa y del control de ingesta, pues inducen un incremento de glucosa en sangre y “son los responsables de la epidemia de obesidad” por su contenido calórico.

Por su parte, el olfato, con una “capacidad evocadora enorme de experiencias que hayamos tenido”, es “junto con el gusto en la lengua lo que determina el sabor de los alimentos”, puntualiza al indicar que es por ello que, cuando estamos acatarrados, el sabor desaparece, porque se bloquea el flujo de aire por la nariz.

En cambio, cuando éste llega por la boca, se denomina sabor retronasal, que percibe muy bien las cualidades frutales del vino o las especias.

Un ejemplo podría ser el supuesto sabor a corcho del vino, que no es tal sino que se debe a una sustancia química que bloquea el olfato, por lo que cuando éste disminuye su actividad se produce una ilusión perceptiva causada por esa sustancia presente en el ambiente o en las bodegas y que “es muy difícil deshacerse de ella”, indica.

Otro sería por qué se bebe vino blanco y no tinto con el pescado o el marisco, y es porque este último puede tener un contenido de hierro elevado que forma unos compuestos volátiles debido a la oxidación de ácidos grasos polisaturados que actúan sobre el olfato y alteran la percepción del sabor.

El tiempo podría ser el ingrediente menos innovador y más clásico en la cocina para conseguir el rico aroma de un caldo, hecho poco a poco para lograr un líquido viscoso con una concentración de aromas elevada, producida por el paso de sustancias volátiles de la carne, a las legumbres o al agua del propio caldo.

“Todo lleva tiempo en todos los procesos de la cocina”, opina el académico gallego, quien concluye que “desde un punto de vista científico, comer provoca tanto placer como el amor”.

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