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John Waters y “Carsick”: cómo portarse mal cuando tienes 66 años

John Waters y "Carsick": cómo portarse mal cuando tienes 66 años

EFE

Madrid —

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Ni estaba aburrido, ni quería una jubilación original, ni estaba muy seguro de lo que hacía. Entonces, ¿por qué el director de culto John Waters se lanzó a sus 66 años a viajar “a dedo” desde Baltimore a San Francisco? Quizá, como deja entrever en su libro “Carsick”, sólo porque quería portarse mal.

Cargado con un irónico cartel de cartón en el que escribió “No soy un psicópata”, Waters (Baltimore, EE.UU., 1946) cruzó su país haciendo autostop, y el resultado de su aventura se plasmó en “Carsick”, un relato delirante, subversivo y repleto de humor siempre con el inconfundible sello de la figura del “trash”.

Porque un viaje de carretera puede ser un relato sugestivo, pero de la mano de Waters se convierte en un texto descarado y libérrimo, en el que la primera persona del cineasta lo domina todo, hasta el punto que comparte con el lector sus miedos y dudas antes de partir.

“Vamos, John, lánzate al abismo”, escribe casi dándose ánimos, y, fruto de esa inseguridad, “Carsick” (editorial Caja Negra) acaba por ser tres libros en uno.

Al principio, Waters fantasea sobre cómo sería el viaje ideal, “Lo mejor que podría pasar”, un periplo en el que sólo encuentra a personas fascinantes, atractivas y divertidas que le proporcionan la aventura soñada.

Claro que los acompañantes ideales (e inventados) de Waters son tan extravagantes que podrían haber formado parte del “casting” de su película “Pink Flamingos”: un traficante de droga que le financia un filme, un apasionado de los choques de coches con curiosos deseos sexuales e incluso una actriz de sus primeros trabajos, que creía muerta pero que ahora regenta una farmacia de segunda mano.

Ese viaje idílico contrasta con la segunda parte, “Lo peor que podría pasar”, una “nouvelle” tenebrosa sobre todas las desgracias, infortunios y catástrofes que le podrían suceder cuando se apostara junto a la carretera.

Conductores suicidas, asesinos de cineastas de culto, homófobos y perversos sexuales de todo tipo se cruzan en esa oscura fantasía de Waters, rendido en esta parte al miedo que le atenaza antes de salir de su tranquila casa en Baltimore.

Pero estos juegos de ficciones y realidad desembocan finalmente en el viaje original de Waters, “Lo que realmente sucedió”, la parte en la que el cineasta se disfraza de cronista para relatar su aventura de principio a fin.

Tras las alucinaciones anteriores, aparece en este punto un Waters curioso, con ojo fino, interesado con cada descubrimiento y encantado de conocer a sus (ahora sí) terrenales y reales compañeros de viaje: desde un grupo de música “indie”, a una mujer que lleva a su bebé a la guardería pasando por granjeros, policías, fans de “Hairspray” y hasta un veterano de Vietnam.

Waters juega a ser un vagabundo simulado, busca “deshacerse” de ser famoso y en “Carsick” mezcla su singular y provocador universo creativo con la realidad de unos Estados Unidos al margen de los focos.

A toda velocidad por la carretera, Waters recuerda anécdotas de su trayectoria y obra, se deja llevar por el “rock and roll” y cita mil y una referencias fílmicas de serie B y “underground” que encantarán a sus seguidores más acérrimos.

Travieso hasta el extremo, juguetón indomable, siempre a contracorriente, tanto en su aventura como a la hora de contarla, parece evidente que Waters no podía sentarse en un sillón a los 66 años, regodearse en los éxitos de su carrera y dejar pasar el tiempo sin más: su particularísima versión de “On the Road” tenía que ser una gamberrada al “estilo Waters”, como “Carsick”.

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