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Larraín sube el listón de la Berlinale con su “Club” de demoníacos sacerdotes

Larraín sube el listón de la Berlinale con su "Club" de demoníacos sacerdotes

EFE

Berlín —

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El director chileno Pablo Larraín subió hoy el nivel de la Berlinale con “El Club”, un filme sobre sacerdotes enredados en la pederastia y otros crímenes no atajados ni por la justicia católica ni por la civil, que anuló al resto de filmes a concurso en la jornada, incluido el del alemán Andreas Dresen.

Un día después de que Patricio Guzmán escalara posiciones hacia el Oso de Oro con “El botón de nácar”, Larraín dio la siguiente lección de buen cine procedente de Chile escarbando en las vergüenzas de la iglesia, en todos sus aspectos y niveles, y dejando que sea el humor negro el encargado de resolver lo peor.

“En mi país, como en otras partes, la iglesia no rinde cuentas a la justicia civil. Lava sus atrocidades con el sacramento de la confesión. La pederastia o la complicidad con los torturadores quedan impunes y a lo sumo se recluye a sus culpables en tranquilos retiros”, explicó el realizador, tras el estreno de su filme.

“El Club”, el segundo título chileno entre las 19 películas a competición de la 65 edición de la Berlinale, llegaba avalado por la buena recepción internacional a “Tony Manero” (2007) y, más especialmente, “No” (2015), el filme sobre la campaña por el referéndum contra Augusto Pinochet de 1988.

Le acompañaron a Berlín dos de sus actores -Alfredo Castro, habitual en su filmografía, y Roberto Farías-. Uno interpreta a un miembro del “club” de sacerdotes que viven en uno de esos retiros junto al mar y el otro a una de las víctimas.

Se establece una confrontación entre pervertidores y pervertido, bajo la mirada aviesa de una monja-carcelera y un intruso de la llamada nueva iglesia que teóricamente debe aplicar correctivos, pero de movimientos tan oscuros como el resto.

Es una suerte de infierno poblado de sacerdotes, hostiles ante todo y también entre sí, en un retiro tal vez tranquilo, donde lavar sus culpas de puertas para adentro, pero que en la práctica es un infierno, por definición, a perpetuidad y encima “in crescendo”.

Una constelación demoníaca, que Larraín resuelve con negrísima ironía y algo de denuncia, por mucho que él rehuya este término.

“No es un alegato. No quiero denunciar verdades atroces o confrontar a la iglesia con sus pecados. Pero eso les tienen a ustedes, los medios, cuyas revelaciones es lo único que realmente teme y hace moverse al Vaticano”, aseguró.

El resultado es un filme que elevó el nivel de la Berlinale, tras el impacto positivo dejado ayer por Guzmán con su documental que va de los genocidios a los indígenas a los crímenes del pinochetismo.

“El botón de nácar” se disparó tras su estreno a la segunda posición en las preferencias de la crítica internacional recogidas por “Screen”, el diario que edita el festival, solo superada por la británica “45 Years”.

El reverso de la medalla fue “Als wir träumten”, el tercer filme de Dresen a competición en una Berlinale, desde que en 2002 presentó a concurso “Halbe Treppre”, que recibió un Oso de Plata.

De nuevo, Dresen traza una película con rasgos de “Ostalgie” -nostalgia por el este de Alemania-, por supuesto sin saltarse las normas de lo políticamente correcto en su país y sin caer en el enaltecimiento de esa dictadura.

La cinta va y viene de la infancia en la extinta Alemania comunista al Leipzig (este del país) a los caóticos y salvajes años de un grupo de adolescentes tras la reunificación del país.

Son muchachos que rompen retrovisores, saltan sobre las carrocerías de los coches y rompen escaparates, entre excesos de alcohol casi diarios, pero en el fondo son buenos chicos, ya que los auténticos malos son los neonazis.

Era la tercera -y última- película en la sección a competición por parte del cine anfitrión, tras “Victoria”, de Sebastian Schipper, y “Queen of the Desert”, de Werner Herzog.

Hasta ahora, la única que ha triunfado es la de Schipper por su valeroso ejercicio exploratorio de nuevos lenguajes en una película de 140 minutos y una secuencia única, cuyo epicentro es la actriz española Laia Costa.

Herzog decepcionó y a Dresen se le reprochó falta de orientación y abuso de escenas violentas -las palizas de los neonazis a los chicos, propias de un Quentin Tarantino-, como si quisiera dogmatizar hasta lo innecesario sobre qué muchachos son gamberretes simpáticos y cuáles elementos peligrosos.

El tercer filme a competición hoy era la polaca “Body”, de Malgorzata Szumowska, una comedia negra entre muchachas anoréxicas, muertos vivientes y una médium que debe poner en comunicación al mundo de los mortales con el de los inmortales.

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