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Richard Evans retrata en “Lucha por el poder” el tránsito del siglo XIX al XX

EFE

Madrid —

El duelo, en vez de con armas con salchichas infectadas con larvas con el que el patólogo alemán Rudolf Virchow replicó al desafío del canciller Otto Von Bismarck, es uno de los múltiples episodios con el que el historiador Richard J. Evans ilustra el tránsito de la Europa decimonónica al siglo XX.

En su último libro, “La lucha por el poder. Europa 1815-1914” (Crítica), el historiador británico traslada al lector a la época en la que el combate de miserias y epidemias como el cólera o el tifus es uno de los ejes del progreso, ese en el que el ser humano trata de lograr el control de la naturaleza.

Ahí está uno de los diferentes enfoques de la lucha por el poder en Europa en la centuria que comienza con la derrota de Napoleón en Waterloo y finaliza al comienzo de la Gran Guerra en 1914.

En una entrevista hoy con Efe, Evans no duda al ser preguntado sobre quién sufriría más: alguien de hoy trasladado a aquella época o al revés.

“Por supuesto alguien de nuestra era. Por el estado de la medicina”, aclara para recordar las enfermedades y el dolor, “sin olvidar la odontología”, añade con una burlesca sonrisa.

También se lucha por someter el dolor, recalca al tiempo que sostiene que el XIX “es un siglo olvidado. Queda fuera del radar”.

Es el momento en el que la burguesía urbana decide domeñar a los animales y hacer de ellos mascotas domésticas.

Al mismo tiempo proliferan espectáculos con animales salvajes “detrás de las rejas”, pero el maltrato comienza a suscitar reproche social, pues “debemos comportarnos civilizadamente”, recuerda.

Pero los desastres naturales continúan con terremotos e inundaciones que, junto al intenso ritmo de deforestación y la subsiguiente erosión, sirven al etnógrafo ruso Vadim Vasilievich Passek para alertar, ya en 1836, que provocan “cambios climáticos”

Las innovaciones tecnológicas en el proceso de industrialización significan una verdadera globalización en el tráfico de mercancías, pero también la aceleración de su transporte y consecuentemente de la difusión de la información.

Y cita al escritor húngaro Max Nordau, quien en 1892 escribió: “el aldeano más insignificante pudiera tener ya un horizonte más amplio que el que había podido tener un jefe de Gobierno un siglo antes”.

El dominio de los mares acrecienta la industrialización y capitalización del Reino Unido, que aventaja a sus competidores continentales.

Pero la Alemania saliente del proceso de unificación de los estados germánicos, que narra magistralmente Evans junto al de la Italia garibaldiana, acabará por delante gracias a la investigación universitaria.

Higiene y educación se convierten en las locomotoras de ese progreso que deja atrás los lacerantes escenarios de mísera explotación que están en el origen del surgimiento de las nuevas fuerzas sociales, con un proletariado enrolado en sindicatos y partidos frente al anterior sistema de dominación de los siervos.

Son algunos de los tránsitos que Evans, rector del Gresham College y presidente del Wolfson College en Cambridge, retrata e identifica en ciudadanos, algunos de ellos completamente desconocidos, pero que sirven como hilo conductor para comprender la mentalidad de la época.

También sus respuestas, como el activismo de la escritora francoperuana Rosa Tristán, pionera en la defensa de las mujeres y la clase trabajadora.

Con la regulación del tiempo, antaño muy variable, lograda con la adopción de una medida universal y la proliferación de relojes, el reputado historiador británico completa gran parte del mosaico de adelantos e innovaciones ahora tildados, tal vez con menosprecio, de decimonónicos.

“Haríamos bien en recordar” -insiste Evans- el prolongado período de paz que supuso en términos generales la segunda parte del siglo XIX, en plena construcción nacional de los estados modernos y pese a la carrera imperialista.

“El congreso de Viena” estableció un “sistema de relaciones internacionales” que resolvía pacíficamente y con “cooperación” los conflictos, cuya mayor mortalidad era causada por las “enfermedades, no por las armas como ahora”, explica.

Discrepa con Donald Trump cuando recomienda “que las naciones pongan por delante sus intereses. Es un desastre”, remarca al reivindicar así la obra del príncipe de Metternich, cuyo principal desvelo, el trono austrohúngaro, no sobreviviría a la guerra que inició el 28 de julio de 1914.

Birmarck, más prudente, retiró su desafió a Virchow, el incansable higienista que devendría en su gran oponente liberal mientras la producción porcina aumentaba la contribución de proteínas de la dieta germana, a salvo, eso sí, de la temida triquinosis.

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