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Rufus Wainwright seduce al desnudo en el Real

Rufus Wainwright seduce al desnudo en el Real

EFE

Madrid —

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Pocas veces se alzó el telón del Teatro Real ante un escenario tan parco y lleno a la vez: un piano, una guitarra, una voz de tenor cálida y ondulante y el dominio escénico de su propietario, Rufus Wainwright, que así, al desnudo, ha terminado por seducir al público con su honestidad desarmante.

“Lo siento, he tenido un momento Celine Dion, he olvidado 'le parole'”, se disculpaba el músico estadounidense-canadiense durante su actuación hoy en Madrid, ante un público cómplice que llenaba el aforo del recinto, algo más de 1.700 personas, y que, lejos de penalizarle por su olvido a mitad de “California”, le jaleaba hasta coronar la canción con aplausos.

Pocos podrían salir victoriosos de un descuido así, pero es que el músico siempre ha gozado del favor del público madrileño, no en vano, ningún otro artista pop ha protagonizado dos actuaciones en su coliseo operístico, que ya probó cuando en 2013 (se) regaló aquí un concierto por su 40 cumpleaños.

Fue aquel un espectáculo muy diferente a este, con dos sopranos que en la primera mitad desgranaron su primera ópera, “Prima Donna”, y una segunda en la que pisó las tablas para adornar junto a la Orquesta Sinfónica de Madrid canciones de su repertorio, entremezcladas sin pudor con partituras de genios clásicos como Berlioz, una filosofía musical que hoy ha vuelto a defender.

Su último disco, “Take All My Loves: 9 Shakespeare Sonnets”, en el que se prestaba a seguir esa dinámica, pero para su nueva incursión en Madrid ha preferido cortes de toda su carrera y en un formato inédito: solo, con el piano (como su madre, Kate McGarrigle) y la guitarra (como su padre, Loudon Wainwright III).

Parece más que lógico que Wainwright formara parte de esta segunda edición del Universal Music Festival, que se suma a la celebración del 200 aniversario del Real, de cuya historia siempre formará parte como uno de los primeros artistas que “colorearon” su programación lírica.

Puntual a la cita, vestido con una camisa blanca y unos pantalones algo más estrafalarios en tono encarnado, Wainwright ha caminado hasta el centro del escenario para saludar y sentarse después ante el piano, al que ha dado vida con el ritmillo de carrusel de “Montauk”.

En sus canciones está su vida. Allí en Montauk fijó la casa que compartía con su marido y su hija (nieta de Leonard Cohen), mientras en “Danny Boy”, la segunda de la noche, habla sin tapujos de sus complejas relaciones con los hombres de su vida.

Y lo que no cuenta en sus descarnadas letras, lo filtra en sus intervenciones al respetable, donde hace gala de una innegable vis cómica (se ha referido por ejemplo a su “crisis de Cuba”, por los problemas de sudoración que padeció en una reciente visita a la isla).

No se ha dejado tampoco su parte más mordaz cuando ha dedicado al virtual candidato republicano a la presidencia de EE.UU., Donald Trump, su sobrecogedora “Going to a town” (“Voy a una ciudad que se ha quemado / a un lugar que ha caído en desgracia (...) / Estoy tan cansado de América”) o como cuando ha señalado que se había jurado no hablar del bréxit.

“Lo único que diré a ese respecto es que esta es una canción muy escocesa”, ha señalado antes de interpretar la citada “California”.

A falta de que Wainwright aprenda español, como ha prometido que intentará en su nueva residencia en Los Angeles, no importa si el público que asiste a su concierto no entiende una palabra de inglés, porque su sola voz, modulada como el principal y más importante instrumento de la velada, constituye su gran arma de seducción.

Así se ha visto en la imprescindible “Hallelujah”, ya en los bises“, o en ”Vibrate“, al principio del repertorio, piezas recibidas con aplausos y en las que sostiene notas sin aparente esfuerzo, expandiéndolas por el aire y deslizándolas de nuevo hasta el susurro, especialmente bonitas al acariciar los tonos agudos.

El término intimidad adquiere un nuevo sentido al observar cómo se desenvuelve sobre las tablas e interactúa con su propia música, ajeno a las miradas, cerrando los ojos y dejándose llevar, como un miembro más del público, imbuido por la melodía que él provoca, en medio de un silencio reverencial que al espectador puede provocarle incluso cierto pudor por infiltrarse en un momento privado.

Wainwright, que no se ha olvidado de ninguno de sus nueve discos de estudio, ha abordado dos de los sonetos de Shakespeare (“A Woman's face” y “When Most I Wink”) y dos piezas de su ópera “Prima Donna”, que, al desarrollarse en Francia, ha dedicado a las víctimas del atentado de Niza.

“Francia, Italia y España han desarrollado una gran cultura de la calle y es algo que no deben quitarnos”, ha pedido el músico como ruego frente al terror, antes probablemente de hacerse caso a sí mismo y rematar esta noche, según dijo en su anterior visita, “con una gran fiesta como sólo en España es posible”.

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