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El arte de ir al cuarto de baño

El arte de ir al cuarto de baño

EFE

París —

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Tan prosaico como universal, el cuarto de baño inventó la intimidad, arropó los misterios de la higiene femenina y enfrentó al individuo a la tiranía del espejo, un espacio ineludible que desde hoy protagoniza la muestra “El aseo” en el Museo Marmottan de París.

Entre grabados, lienzos o dibujos, el cerca de un centenar de obras que despliega la pinacoteca parisiense rastrea la presencia del aseo en el arte, un recorrido a través del rol histórico del agua.

Al menos hasta el siglo XVI, el baño era una fiesta, un suntuoso trajín colectivo que sirvió de pretexto a los artistas del Renacimiento para detenerse en una desnudez femenina hasta entonces proscrita por el yugo medieval. Antes que de higiene -sugiere el Marmottan- se trataba de erotismo.

Del majestuoso tapiz de Cluny que abre la muestra a los bocetos de Picasso, pasando por Georges de La Tour, Manet o Degas, lo cierto es que el aseo acabó recobrando su valor artístico sin renunciar al tono erótico, una evolución que alude a la construcción del “espacio privado”, explica el comisario de la exposición Georges Vigarello.

“Nuestro objetivo es narrar la generalización de la higiene personal -apunta a Efe-, los gestos que ésta integra y, sobre todo, cómo el baño se asocia progresivamente a lo íntimo y proscribe los voyeurs”.

Para este veterano historiador, la cronología de la higiene íntima empieza mal y ni siquiera es íntima: Pilatos se lavó las manos ante una multitud, aunque más tarde y progresivamente, la Edad Media liquidó las termas romanas.

Durante el Barroco, además de escasear, el agua era una fuente de desconfianza, un foco de enfermedades y contagios, y de ahí que su representación no cobrase fuerza hasta que el siglo XVIII, iluminado por Sade: había nacido el individualismo.

“El baño constituía la afirmación de un individuo que necesitaba un tiempo y un espacio para sí mismo, que exigía reivindicarse como tal”, reflexiona Vigarello, quien alude a la reveladora presencia del espejo en la construcción de la subjetividad.

“Sin el aseo, ¿qué sentido tendría la vida entre mediodía y las nueve?”, se preguntaba entonces un irónico Rousseau.

El siglo de las luces consagró la Ilustración y, lo que es más importante, inventó el bidé, símbolo de una higiene íntima que, como demuestran los curiosísimos óleos de François Boucher, “apenas toleraba la presencia de terceros, a excepción de los criados”.

Con la llegada del XIX, el agua llegó a las viviendas mientras la burguesía institucionalizaba lo privado y, a través de la obra de Degas, descubría la bañera como forma de escapar a lo social, de estar solo y, puntúa Vigarello, “encontrarse consigo mismo”.

Era el descubrimiento de la soledad y, en cierto sentido, acuerda el comisario, de la modernidad.

El baño abrigaba así los secretos de la desnudez, una obsesión ilustrada en la bellísima tela de Eugène Lomont, “Jeune Femme à sa toilette”, o una mirada sobre el anonimato de una espalda femenina frente a un aseo vacío.

Pronto los “ismos” se lanzaron a la conquista de una “verdad íntima” que Toulouse-Lautrec o Manet, por ejemplo, atribuyeron a la mujer ante el lavabo, a todas aquellas mujeres peinándose, estirando una pierna, doblando levemente la nuca.

“Estaba cambiando la representación del cuerpo, seguramente porque hacía tiempo que la fotografía había suprimido del arte la necesidad de naturalismo”, concluye Vigarello, quien señala a modo de ilustración los bocetos a carboncillo de Pablo Picasso.

Es la historia de una exigencia, resume, de la necesidad de “reservar tiempo para uno mismo”. Y de paso, de un gesto universal, el humanísimo ritual de ir al excusado.

Carlos Abascal Peiró

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