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'Alicia en la España de las Maravillas': cuando Lewis Carroll conoció la Transición española

Imagen de 'Alicia en la España de las Maravillas'

John Tones

Este miércoles 27 de enero, la Filmoteca Española vuelve a abrir sus puertas para dejar que nos adentremos en lo más oscuro de sus archivos. Un experto en el cine más extraño a las filmografías convencionales como es Álex Mendíbil, organiza una vez al mes Sala:B, unas sesiones dobles que parten de los archivos de la Filmoteca, lleno de joyas que no han tenido la difusión merecida.

Sala:B entiende que la historia del cine de un país no está conformada solo por las películas de prestigio y por los premios internacionales, sino también por el cine de género, los estilos marginales, los creadores asilvestrados y las ideas poco afines al concepto tradicional de alta cultura.

En esta nueva entrega de sus sesiones, Sala:B propone un par de películas que son pura coyuntura (y cultura) de la Transición: Alicia en la España de las Maravillas y Caperucita y Roja, reunidas bajo el título de Cuentos verdes y rojos.

La segunda de ellas tiene sobre todo interés histórico: una Victoria Abril de 18 años lleva a cabo su primer papel con texto y fue la tercera y última película de Luis Revenga, que acudirá a la sesión a presentarla. Se trataba de un intento del director de hacer un cine más comercial, después de que sus dos primeras películas, Crisis mortal y Mañana en la mañana fueran muy maltratadas por la censura.

Caperucita y Roja está inspirada en la obra de teatro de gran éxito en la época ¿Quién teme al lobo feroz? y plantea una versión adulta, satírica, musical y picantona del cuento de Caperucita Roja: Juan Lobo (Patxi Andión), en busca y captura, se tropieza con una Caperucita no demasiado inocente (Abril) y una Abuela liberada (Esperanza Roy). La película también se las tuvo que ver con la censura a causa de las obvias connotaciones del título (que luego no se traducen en ningún mensaje político subversivo) y del desnudo de Andión.

Su interés es el del mero impacto coyuntural, pero es una sugerente propuesta para el rastreador de títulos extraños y poco vistos en un cine tan infravalorado y poco estudiado como son las producciones más abiertamente comerciales de nuestra Transición.

Mucho más sugerente y experimental es Alicia en la España de las Maravillas, que pese a su título y su hoy algo excesivo cartel (que tuvo una versión aún más extremada que llegó a verse en Francia, en la que a Mireia Ros, la protagonista, se le ve el pecho y está amordazada con la bandera de España), es una muestra de cine satírico altamente corrosivo, con espíritu experimental y muy conocedor de las fuentes que lo inspiran. Fue dirigida por el catalán Jordi Feliu, realizador especializado en cortos documentales con una fuerte carga de reivindicación del carácter distintivo de su tierra -algo que, como veremos, se repite en la película- y que firmó con su Alicia… su única película.

Estrenada solo un año después de la muerte de Franco, furiosamente contestataria, su existencia no solo es una auténtica muestra de valentía por parte de un Feliu que podría haberse visto en problemas muy serios si la película hubiera llegado a las salas solo unos meses antes. Además, vio premiado su valor -sin duda bien entendido fuera de nuestras fronteras, donde se veían los estertores de la Dictadura con comprensible estupor- participando en la Quincena de los Realizadores de Cannes en 1977.

Los orígenes de la película, su estética, sus excesos acordes a tiempos de repentina entrada de la libertad en lo audiovisual, no deben llamar a engaño. Por ejemplo, Mireia Ros fue descubierta por Feliu y su mujer en las revistas eróticas que por entonces plagaban los kioscos. Prácticamente esa era toda la experiencia como actriz de Ros que, tras la consabida ronda de fotos subidas de tono (por ejemplo, para la revista Fotogramas) para promocionar la película, decidió centrarse en su carrera de actriz convencional. Lo hizo en películas como La larga noche de los bastones blancos e incluso dirigiendo años después sus propias películas, como La moños.

La película cuenta, como la inmortal obra de Lewis Carroll en la que se basa, las peripecias de una niña perdida en un mundo de fantasía de notables claroscuros. La novedad es que esta niña está perdida en la historia reciente de España, en los proverbiales cuarenta años de paz desde la victoria franquista en la Guerra Civil hasta la ilusionante pero enigmática llegada de la democracia, llena de incertidumbres.

Por esa España se pasea Alicia, topándose con todo tipo de personajes y situaciones: de los poderes fácticos a la injerencia norteamericana, de los delincuentes comunes que aprovechaban la dictadura para obtener beneficios de todo tipo a los espectáculos del régimen que anestesiaban a la población.

Enormemente metafórica, la Alicia de Feliu se pasea por plazas de toros en cuyas zonas más oscuras presos son torturados por los agentes del gobierno. O, en zonas desoladoras y casi abstractas del mercado del Born retratadas con un etstilo que recuerda a una distopía posterior, la de Brazil de Terry Giliam, se lleva a cabo una demoledora represión intelectual. En este escenario hay poetas que se lamentan por no poder componer en su lengua materna, en clara referencia a lo castigados que estaban los idiomas gallego, catalán o vasco durante la dictadura. También en esta zona hay un retrato demoledor de la censura y la burocracia española, que a veces funcionaban devastadoramente acompasadas.

Una adaptación fiel del espíritu de Carroll

Pero la gran sorpresa de Alicia en la España de las Maravillas es que como adaptación del libro original de Lewis Carroll funciona perfectamente. Por supuesto, ya no está destinada a niños sino a adultos (algo en lo que se le adelantó por poco el extrañísimo musical pornográfico de Bud Townsend Alicia en el país de las sexomaravillas solo un año antes), pero en muchos otros aspectos toma elementos del -ya de por sí bastante subversivo- libro de Carroll y le da forma de sátira antifranquista.

Por ejemplo, las reflexiones sobre el idioma que vertebran todas las aventuras de la Alicia de Carroll -y que adquieren un inusitado tono político en el encuentro de la niña con Humpty Dumpty en A través del espejo- tienen su equivalente aquí puntuando casi toda la película. Ya no se trata solo de la censura de los idiomas de la península que no son el español, sino de la manipulación de los nombres y las denominaciones para adaptarlos al falso paraíso de unidad franquista.

La sutil crítica que Carroll le dedicaba a las instituciones de su época (de la burocracia a la monarquía, pasando por el poder judicial) aquí se convierte en una protesta a volumen atronador de todas las intervenciones verbales y psicológicas que Franco llevaba a cabo en el día a día de los españoles.

No olvidemos que la de Alicia es, al final, la historia de una niña perseguida por un caótico grupo de adultos que la intentan agredir, que pretenden fiscalizar su voluntad y su cuerpo. Y de eso sabe mucho Alicia en la España de las Maravillas, con su heroína perseguida y acosada sin descanso desde el mismo principio de la película hasta su final, centrado en una Alicia adulta (ese desdoblamiento en múltiples edades se debe a que Mireia Ros se sumó a una huelga que afectó al rodaje). Ese acoso toma la forma de una repugnante condescendencia por parte de un par de señoras de la clase alta, enriquecidas gracias al mercado negro, pero también, cómo no, de un asqueroso estraperlista que llega a violar a la joven, en una secuencia extremadamente incómoda y de una rarísima expresividad visual, ya que tiene lugar en un corral lleno de gallinas.

El acoso continuará más adelante a manos de unos enanos uniformados que representan al ejército americano, criticado aquí por la continua injerencia que ejercía en los asuntos españoles durante la dictadura. Al final de su acoso, que se lleva a cabo en torno a una Casablanca de muñecas en la que apenas cabe Alicia (un jocoso reflejo de la Alicia que crece de tamaño en el interior de la casa del Conejo Blanco en la obra original), el ejército también manoseará a la pobre muchacha, en escandaloso equivalente institucional de la anterior violación.

Por cierto, que también en nada amable guiño a Estados Unidos, el Conejo Blanco, que aquí es conejita negra y de Playboy, resulta ser un agente de la CIA y protagoniza la única y necesaria secuencia de erotismo abierto y festivo, porque la coyuntura no dejaba otra opción. Hasta para eso la película tiene mala baba.

Hay más, muchos más paralelismos entre la obra de Carroll y la película de Feliu. Por ejemplo, en el juicio final, el veredicto está emitido casi desde el principio: lo que en Carroll era delicioso nonsense, aquí es deprimente realidad hispánica. En ese momento Alicia en la España de las Maravillas adquiere cierta cualidad metarreflexiva, y habla sobre sí misma como artefacto fílmico: una cabriola que el propio Carroll habría festejado por su agudeza, ya que demuestra entender perfectamente el sentido último de su libro.

Sala:B ofrece este miércoles una oportunidad única de encontrarse con dos rarezas monumentales de nuestro cine, imposibles de encontrar hoy en formato doméstico. De la ligereza comercial y vodevilesca de Caperucita y Roja a la contundente crítica experimental de Alicia en la España de las Maravillas: un buen par de oportunidades para reencontrarse con un cine y una época que exige arqueología inmediata y urgente. Sala:B es un primer paso extraordinario hacia ello.

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