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'The Florida Project', la mejor película del año es un puñetazo envuelto en papel de golosina

The Florida Project, de Sean Baker

Mónica Zas Marcos

Contaba la directora Carla Simón que no le fue necesario hablar de la muerte a las niñas de Verano 1993 para despertar en ellas una reacción de tristeza. Los más pequeños perciben la realidad a través de una membrana de protección y no hace falta hacerles partícipes del lenguaje adulto. La inocencia no es falta de conciencia, sino de dolor innecesario.

Si plasmásemos en imágenes lo que ven los niños cuando están rodeados de pobreza, malnutrición, drogas y prostitución, el resultado se parecería mucho a The Florida Project. El director Sean Baker ha pintado toda esta miseria de color lavanda chicle para amortiguar el golpe en el espectador y transmitir la alegría de tres niños que se pasan el verano en la residencia de protección oficial The Magic Castle.

Moonee y Scooty le hacen un tour guiado por el motel donde viven a su nueva vecina Jancey. “Nadie coge el ascensor porque huele a pis. Aquí vive una que se cree que está casada con Jesús. A este hombre le viene a buscar la policía todo el rato”, le va explicando la pequeña de seis años a su amiga, que observa atentamente como si le estuviesen contando la más divertida de las historietas.

Los tres son críos que viven por debajo del umbral de la pobreza en un barrio lleno de edificios de bonitos colores, casi todos moteles reservados para aquellos que no pueden permitirse una casa. Sean Baker lo sitúa precisamente en Florida para incidir en la paradójica desigualdad de este estado, donde decenas de familias pobres residen al lado del mayor imperio vacacional del país: Disneyland Orlando.

Lo hace a través de la inocencia infantil y con una estética wesandersoniana para no abusar de la pornografía emocional. Pero así resulta incluso más desgarrador.

Los críos crecen en un entorno corrupto donde aprenden a robar para comer casi antes que a leer. En la superficie no hay drama. Ellos ríen, se entretienen con lo poco que tienen y dicen tacos más grandes que sus diminutos cuerpos. Son maleducados, cochinos, deslenguados y adorables granujas que sacan de quicio y revitalizan con su energía a cada inquilino del motel.

Baker, además, se centra en tres familias donde la figura de responsabilidad es una mujer. Moonee vive con su madre Halley, una chica tatuada de 22 años que está en el paro y se pasa el día fumando porros. Scooty también vive solo con su joven madre, una camarera negra que siempre roba gofres en su restaurante para dar de comer a sus vecinas. La última, Jancey, fue acogida por su abuela cuando su madre dio a luz a los 15 años y se quiso deshacer de ella.

Todas estas mujeres luchan ante la adversidad mientras crían a sus hijos solas. Nos puede parecer que lo hacen mejor o peor, y es ahí justo donde el director nos hace conscientes de nuestra propia arrogancia.

La maldita realidad

La película funciona como un documental agudo y lleno de grandes momentos que brillan por su cotidianidad. La actuación de los chavales es fresca, casi amateur, pero creíble gracias al trabajo de Willem Dafoe como conserje del motel y de la intérprete de Halley, Bria Vinaite, a quien el director encontró a través de las redes sociales.

De hecho, ella y la pequeña Moonee son el alma de la cinta y a la vez la relación que más conflictos genera en el espectador. Es fácil juzgar a una veinteañera drogadicta e iracunda, a la que no le importa atiborrar a su hija de seis años de golosinas durante meses o dejarla en la habitación sola para irse de fiesta. Lo difícil es lo contrario, y por eso existe el personaje (nominado al Oscar) de Willem Dafoe.

Él se encarga de reprender a Moonee si estafa a los turistas fingiendo que tiene asma para que le compren un helado, o si prende en llamas una casa abandonada. A la vez, ayuda a regañadientes a Halley porque es el único que sabe que quiere a su hija por encima de todas las cosas y que sin ella no sería capaz de vivir. Pero casi nunca lo que queremos es suficiente. Y eso no lo dicta un guion retorcido; es la realidad.

“Son buenos niños”, dice el conserje sobre la pandilla indómita de Moonee. “Al menos la mayoría de las veces”. Todos los días amenaza con echarles a ellos y a sus progenitoras del motel, aunque en el fondo sabe que nunca lo hará.

Los pequeños han creado su microcosmos de pillaje en medio de la violencia a gran escala que viven sus mayores, y no se les puede culpar por ello, tan solo desearles un futuro mejor. Una solución agridulce que pasa peligrosamente cerca cada vez que algún vecino llama a los de servicios sociales.

Si bien Sean Baker nunca lanza un alegato firme en contra de la desigualdad, sino que lo pincela con ironía, sí que nos hace reflexionar de forma más clara sobre la pérdida de la custodia. Una decisión que, en uno y otro caso, transforma a los niños en un paquete intercambiable sin voz ni voto.

Por eso The Florida Project funciona como un altavoz a su servicio. Al de la inocencia de quienes han visto siempre los fuegos artificiales desde la barrera y no han sentido la necesidad de acercarse para apreciar sus brillantes colores.

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