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El cine que celebra la eutanasia

Los protagonistas sin prejuicios de 'La fiesta de despedida'

Pedro Moral Martín

Aunque Akira Kurosawa todavía rodaría un par de películas más, 1990 fue el año en el que el maestro japonés se despidió del gran cine. Los sueños de Akira Kurosawa es una especie de alegato onírico, un epílogo fantástico teñido de realismo mágico y también un repaso a la historia de Japón y a la vida de un director fastuoso y terriblemente perfeccionista. El último de los ocho relatos que componen esta película es El pueblo de los Molinos de Agua. Un viajero que es Kurosawa se encuentra con un anciano que trabaja arreglando una rueda de molino. Al final de esta fábula con discurso naturalista, el anciano, que también es un sabio, le explica por qué un montón de personas disfrazadas cantan y bailan alegres por los caminos del pueblo.

Es un cortejo fúnebre, sin embargo y al contrario que en la vida moderna, la muerte es un motivo de alegría, el final correcto para una buena vida.

Esto es impensable en Occidente donde la muerte es un tema tabú. El mayor y único enemigo. La muerte causa tanto miedo que muchas personas solo se atreven a nombrarla con eufemismos: palmar, estirar la pata, pasar a mejor vida… La ciencia ha sido determinante en la evolución de nuestro concepto de la muerte. Cada día la ciencia avanza en su lucha contra las peores enfermedades porque lo importante es sobrevivir. Da igual cómo, lo que importa es cuánto se seguirá viviendo.

Morir es un fracaso. El historiador Pierre Chaunu decía: “Al no poder expulsar a la muerte de nuestra vida se ha decretado que es vergonzosa, que es indigna de nosotros y que debemos arrojarla de nuestra mente”.

Los médicos son como superhéroes que luchan contra lo inevitable y la consecuencia de esta batalla es que se llega a considerar al ser que agoniza como alguien loco, sin razón y sin capacidad de decidir. Hay momentos en un hospital que la muerte sólo ocurre cuando el personal sanitario falla. Los pacientes no tienen derecho a decidir su forma de morir, a elegir el modo en el que quieren despedirse de sus seres queridos. Contra esta idea, Tal Granit y Sharon Maymon han escrito y dirigido La fiesta de despedida, una maravillosa e inteligente comedia negra que poco a poco se va ensombreciendo hasta convertirse en un drama duro, durísimo, pero también entrañable.

Mi dulce eutanasia

En una residencia de Jerusalén unos cuantos vecinos de habitación deciden construir una máquina para practicar la eutanasia a un amigo en estado terminal que desea acabar con su vida antes de ser anulado por su propia enfermedad. El dilema de los personajes y también del público llega cuando otros ancianos preguntan sobre la dichosa máquina. La película de los israelíes no guarda ningún mensaje luctuoso, aquí no se prefiere la vida a la muerte. Y en ningún caso aparece la siniestra mano de Michael Haneke colocando la almohada encima de un anciano.

A pesar de la crudeza con la que se retrata la demencia, menos endulzada que en la argentina El hijo de la novia pero igual de certera que esa proeza española de animación titulada Arrugas, La fiesta de despedida guarda un mensaje de esperanza, un mensaje muy cariñoso y tierno a todos esos abuelos y abuelas que se siguen sorprendiendo a sí mismos en el último capítulo de sus vidas. “Siento que esta película va sobre lealtad, amistad y sobrevivir… Lo importante es elegir cómo vivir tu vida y también elegir cómo ponerle fin. Para nosotros está todo en el título, es una fiesta”, cuenta su directora.

En el guión la ópera prima de Granit y Maymon se titulaba My sweet euthanasia, que no hubiera sido demasiado para un público que se ha tomado el tema del filme riéndose cuando tocaba y llorando cuando tocaba, sin sacar de quicio la lógica y muy humana reivindicación de esta pareja de realizadores. Las reminiscencias de Las invasiones bárbaras son evidentes, esa película canadiense que a principios de los 2000 se convirtió en un título de visionado obligado sí que finaliza con una dulce eutanasia a base de heroína sobre el enfermo de cáncer interpretado por un inmenso Rémy Girard. Su exmujer y examantes, sus amigos e hijos le acompañan en sus últimos momentos rodeados de vinos y frutas, el mejor final para un tipo que solo supo disfrutar del exceso.

La indecente idea del suicidio

Pero la fatalidad que conlleva el gran abuso de los placeres ya lo filmó Marco Ferreri desde un guión de Azcona en La gran comilona, una película irreverente, moderna, experimental, provocadora y nauseabunda que era una sátira del consumo, una divertida y escatológica descripción de la decadencia y también una oscura apología del suicidio.

Marcello Mastroianni, Ugo Tognazzi, Philippe Noiret y Michel Piccoli, hartos de sus aburridas existencias o borrachos de nihilismo, según se mire, deciden suicidarse en una mansión comiendo sin descanso. El engullir obsceno de sus personajes se mezcla con las prostitutas. Genitales, cabezas de cerdo y muerte. Lujuria, gula y el castigo, consecuencia del pecado, que es la muerte. O mucho peor, el suicidio.

Que la muerte sea un castigo dentro de la cultura occidental es extraño puesto que la tradición judeocristiana promete una vida mejor después del fallecimiento. Pero con el suicidio no hay duda, las sagradas escrituras lo califican de materia grave puesto que la vida humana es el bien más preciado y custodiado por los mandamientos de la ley natural y la ley divina. Y a pesar de que la sociedad (al menos la española) cada vez es menos laica y más agnóstica, el suicidio sigue siendo un tema tabú, un acontecimiento negativo y nefasto, en el que no se toman en consideración las circunstancias del individuo.

Aunque la bacanal escrita por Azcona para Ferreri pudiera considerarse una impúdica eutanasia de cuatro almas condenadas al aburrimiento, seguiría siendo rechazada por unas leyes demasiado piadosas que de momento no toleran que unas personas ayuden a otras a morir con dignidad y por qué no, celebrando la vida, como el anciano que dibujó Kurosawa y como los protagonistas de La fiesta de despedida.

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