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'El rey escualo', la magia infantil de una leyenda hawaiana

Portada de 'El rey escualo'

Francesc Miró

Cuentan las gentes de la isla de Maui (Hawái) que hubo una época en la que los hombres se transformaban en tiburones. La leyenda de Kamohoalii, el rey escualo que reinaba en los mares de la Polinesia, ha anidado en la mente colectiva de muchas generaciones de isleños. Relatos y aventuras de un dios metamorfo que también fue un niño normal, con ganas de jugar y divertirse.

Se dice que una tarde de hace siglos, una joven llamada Kalei se asomó demasiado a un acantilado. Ella era una de las pocas osaba acercarse a la costa cuando había temporal, pero iba allí para recoger Opihi, un molusco marino de delicioso sabor. Valiente por naturaleza, se adentró en una gruta que la llevó hasta una piscina natural en la que el marisco abundaba, pero una ola la tiró y la arrastró a las profundidades del océano. Allí habitaba Kamohoalii, un dios que quedó prendado de la joven y no pudo menos que salvarla.

Desde entonces la visitó todas las noches en su forma humana y ambos vivieron un romance que aún hoy recuerdan los adolescentes enamorados de Maui a Moloka'i. Un amor del que nacería un niño: Nanaue, el protagonista de El rey escualo.

A R. Kikuo Johnson, ilustrador y autor del cómic, le contaron la historia de niño. Esta leyenda y muchas otras que hoy forman parte de su obra: pasó su infancia explorando la costa rocosa frente la casa de su abuela durante la marea baja y buceando con su hermano mayor. Caminó y jugó en el valle del río Waipio en el que Kalei y Kamohoalii se conocieron. Joven promesa, dio en el clavo recurriendo a sus orígenes en su primera novela gráfica, Pescador nocturno (La Cúpula, 2005), con la que se hizo con un premio Russ Manning y un Harvey.

Hoy es profesor en la Escuela de Diseño de Rhode Island y su trabajo como ilustrador puede verse en publicaciones como The New Yorker, The Wall Street Journal o Wired. El Rey Escualo es su segunda obra, una versión de uno de esos relatos que los abuelos cuentan a los padres que cuentan a sus hijos en Hawái.

El cómic como un juego

En uno de sus monólogos, el genial Louis C. K. se preguntaba si los tiburones, de tener consciencia, se ofenderían al saber que se les ve la aleta cuando se acercan a su presa con sigilo y rapidez. Es una duda que, de pura inventiva, resulta infantil pero no por ello menos curiosa. Una cuestión que un niño podría plantearse leyendo El rey escualo.

Cada viñeta del cómic, editado por Fulgencio Pimentel, invita a eso: al juego de plantear interrogantes, de recomponer historias, relacionar y descubrir. Un objeto que página tras página te dice, “ven, juega conmigo”.

Lo hace en la composición de sus escasas páginas, viñetas que hablan entre ellas para repartirse el espacio de tal manera que una epopeya de años pase en tres folios. En parte por la norma no escrita de la economización de espacio en ediciones infantiles, pero también por el profundo conocimiento del medio en el que se desarrolla: el cómic y la tradición cultural hawaiana. Ambas crean un vínculo que necesita de una narración acelerada y a su vez ligera. Como un cuento de los que llenaban las páginas de recopilatorios de fábulas “de la abuela” tan populares en los ochenta.

Cabe decir, eso sí, que el llamativo color y conseguido trazo del dibujo de Kikuo Johnson se impone al funcionamiento de su narrativa. Uno se olvida, por momentos, de la historia del pequeño Nanaue del puro hipnotismo ejercido por todo lo que envuelve al texto. Sin embargo, la historia del hijo del dios tiburón encierra más de un subtexto interesante.

Nanaue era un niño como cualquier otro, pero ser hijo de un dios le confería la habilidad de convertirse en escualo, amén de otras habilidades que le hacían incapaz de encajar en la sociedad que le rodeaba. Entre ellas ser presa de un apetito incontrolable. Creció como un niño repudiado por su naturaleza y, sin embargo, creció feliz.

Estamos pues, ante un cómic cuyo valor nace por la hábil reivindicación de la lectura infantil, pero que crece gracias a todos los elementos que lo componen: todo funciona y lo hace con un particular encanto, el de la fábula reducida al hueso.

Evocación y aprendizaje que nos hace imaginar cómo sería la vida en las tribus hawaianas de hace mil años. Algo parecido a un paraíso en el que los dioses huían de los hombres, y éstos de todo lo que no comprendían. Algo parecido al mundo de hoy, pero con la magia que hemos olvidado.

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