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Barcelona muerta, putrefacta y exhumada

Fotograma de 'Barcelona Morta', de Xavier Artigas y Xapo Ortega

Lucía Lijtmaer

Pocas ciudades han generado un relato tan autorreferencial y triunfalista como Barcelona. Es un caso paradigmático en el mundo: la ciudad se narra desde la autoridad como mediterránea, abierta y amable y esto permea al ciudadano prácticamente inalterado. Barcelona gasta millones de euros en autopromocionarse, no únicamente en el extranjero, en campañas que atraigan inversores internacionales, sino a sus propios habitantes. Sus ciudadanos conocen todas las campañas al dedillo, las tienen delante de las narices desde finales de los ochenta: Barcelona, ponte guapa. Barcelona, la mejor tienda del mundo. Barcelona, inspira.

Pero -por parafrasear un poco el carácter catalán- nada sale gratis. La construcción gubernamental de ese imaginario de ciudad no es inmune a nadie, y mucho menos a la realidad. Pese a la cara oficialista internacional, dócil y grácil, Barcelona ha tenido también una historia de disidencia que va más allá de esa narrativa. La Barcelona anarquista que narraba “Vivir la utopia”, la Barcelona subterránea de “Barcelona era una fiesta”, la Barcelona yonqui, de “Morir de día”.

El documental ha sido siempre un excelente ejercicio de bofetada en la cara a un discurso que tiene réditos, pero también muchos detractores. En los últimos meses han llegado Ciutat Morta (Ciudad Muerta), reciente premio Biznaga al mejor documental en el Festival de Málaga, La dreta, l'esquerra i els rics (La derecha, la izquierda y los ricos) y ahora se estrena Bye, bye Barcelona. Los tres cubren tres patas del reverso tenebroso del discurso oficial de la ciudad. Los tres exhuman el cadáver de una ciudad que quiere ser y no es.

La ciudad muerta

La detención de cinco ciudadanos la noche del 4 de junio de 2006 tras un altercado junto a un edificio okupado en la zona del barrio de Sant Pere es la punta de lanza de Ciutat morta, dirigida por Xavier Artigas y Xapo Ortega que analiza el caso y destapa un sinfín de connivencias enraizadas en el sistema.

Los altercados entre policía y asistentes a la fiesta esa madrugada acaban con un policía herido de muerte por lo que parece haber sido el lanzamiento de una maceta desde lo alto del edificio, y la bola comienza a rodar.

Primer punto: detienen a varios viandantes, por lo que resulta materialmente imposible que hayan sido los autores del incidente, que debían haber estado en lo alto del edificio.

Segundo punto: tres de ellos son de origen latinoamericano, el resto no. Los latinoamericanos son los únicos a los que se les decreta prisión preventiva después de haber sido torturados en varias comisarías y habérseles tomado declaración.

Tercer punto: jueza y médicos asisten impertérritos a las declaraciones de tres jóvenes ensangrentados y aterrorizados.

Cuarto punto: por casualidad, mientras están siendo atendidos de las heridas en el Hospital del Mar, se cruzan dos chicos más, que están ahí por heridas causadas al caer de una bicicleta. También son detenidos por un crimen del que no conocen ni el lugar de los hechos. Una de ellos es Patricia Heras.

Racismo, impunidad policial, legal y administrativa. Manipulación de pruebas, falta de dispositivos internos en las fuerzas del orden para combatir la corrupción, jueces parciales... una vez esa bola comienza a rodar, es imparable. “Ciutat morta” demuestra que para lograr cabezas de turco es necesario que toda la maquinaria de la autoridad sea cómplice, y en Barcelona esa maquinaria está engrasada para que suceda sin tensiones. En palabras del abogado de uno de los detenidos, Gonzalo Boyé: “Habían preconcebido los hechos y el resultado. La apariencia de imparcialidad había desaparecido”.

El relato trata también el ya conocido suicidio de Patricia Heras en 2011, incapaz de soportar la vida tras una condena injusta y reinsertarse en un mundo violento e implacable. Y apunta, también, a la perversidad del sistema: ¿cómo en una ciudad con unas fuerzas del orden y un gobierno obsesionados con frenar al movimiento okupa permanecía abierto un núcleo con fiestas que duraban hasta dos días? La respuesta que se da es que, además de tratarse de un edificio propiedad del gobierno, ésta era la mejor propaganda para sus intereses: en un distrito como Sant Pere y la Ribera, altamente gentrificado, es la mejor manera de que los vecinos se vayan. Entra, pues, la especulación.

La política cultural gentrificadora

MACBA: la dreta, l'esquerra i els rics, una iniciativa sin ánimo de lucro dirigida por la Societat U de Barcelona, premio de l'Associació Catalana de Crítics d'Art, relata la historia del Museu d'Art Contemporani de Barcelona, el cubo blanco, insertado quirúrgicamente en el barrio del Raval en 1987.

El documental recorre el nacimiento de un edificio destinado a actuar de puente entre dos polos aparentemente contrarios, aquellos que desean un edificio emblemático para el cosmopolitismo y la modernidad, y aquellos que buscan un símbolo acorde con la nación. Desde 1985, cuando se crea el Pacto Cultural -que hace honor a la actitud pactista de la idiosincrasia catalana- hasta su inauguración, contemplamos el periplo, orquestado desde la alta burguesía y las cabezas pensantes de la política cultural local para dotar a la ciudad de un emblema que sea europeo, culto y propio. En definitiva, que cree “marca”.

Algo cómicamente, no se acaba de comprender muy bien en ese momento de qué marca se está hablando hasta mucho más adelante, cuando comienzan a conocerse los réditos del edificio: la operación de patrocinio privado del museo repitió, en gran medida, los éxitos – con todas sus consecuencias- de los Juegos Olímpicos. Y para el barrio significó la transformación de una zona muy degradada para el consumo de una nueva clase creativa que disfrutará desde entonces de las ventajas de los nuevos emblemas de modernidad, que vendrá acompañada de un espacio nuevo de conquista para un número cada vez más amplio de turistas.

Avanti, turistas

Para la memoria del barcelonés hay una línea que separa la ciudad contemporánea de otra, anterior, que muchos no recuerdan. Es la línea que divide la época en que Barcelona se vaciaba entre julio y agosto y podías cruzar la calle Aragón con los ojos cerrados a cualquier hora del día, y el momento actual. En aquella otra época, el turismo se remitía a unos cuantos rubios quemados que pasaban un par de días en la ciudad antes de llegar a su verdadero destino: Mallorca, Lloret o Salou.

El barcelonés se queja de las actuales hordas de turistas recordando aquella otra época con cierta timidez, muchas veces algo culpable ante la propaganda oficial, que recuerda al ciudadano que el rédito es de todos y la urbe también. Pero Bye, bye Barcelona, de Eduardo Chibás, desmiente esta culpa, demostrando como la venta de un único modelo de ciudad -la turística- como motor de producción de riqueza produce, además de beneficio económico, tierra quemada a su alrededor.

La película se explica como un contrapunto dónde se comprueba que el ciudadano siente que va perdiendo espacios ante una invasión sin parangón del turismo low cost, del consumo rápido de la ciudad, en el que el urbanismo, las políticas públicas y los habitantes se entremezclan de manera perversa y, en ocasiones, implacable. La paulatina privatización del espacio público en favor de los deseos del turista muestran a una administración que entiende que el beneficio de la masificación es de 20 millones de euros diarios pero no admite cómo gestionarla. Atención: no se trata de un documental contra la industria del turismo y sus visitantes. El audiovisual advierte que se debe tomar nota ya que la ciudad se ha convertido en el cuarto destino del mundo más decepcionante por su masificación. Se trata, quizás, de una autopsia.

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