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El cadáver de Murnau no fue el primero en ser profanado

Un fotograma de la cinta 'Nosferatu', dirigida por el cineasta Friedrich Wilhelm Murnau

Joaquín Torán

Madrid —

La de Murnau no ha sido la única cabeza insigne en ser separada póstumamente de su cuerpo. Goya perdió la suya cuando trasladaban sus restos mortales de Burdeos a España. Haydn y Mozart fueron pasto de frenólogos. Incluso Descartes padeció en sus restos la codicia macabra: su cráneo fue tatuado con las iniciales de sus distintos propietarios clandestinos.

La profanación de cadáveres ha sido una constante literaria. Particularmente, en la obra de Edgar Allan Poe: su tapefobia, su miedo a ser enterrado vivo, se tradujo en relatos macabros y casi vampíricos, como Ligeia o Berenice, en los que amantes desquiciados exhumaban a sus queridas.

Tampoco hay que desdeñar las aportaciones de otros maestros, como H. P. Lovecraft. Herbert West, reanimador (1922) es el relato más ejemplificador de su querencia necrófila. West era un moderno Victor Frankenstein. Mary Shelley, por cierto, creó al más famoso saqueador de tumbas de la historia.

El cine ha inmortalizado los amores edípicos y necrófilos de Norman Bates (Psicosis) o de Jason Voorhees (Viernes 13 parte 2) por sus madres, así como innumerables ejemplos de vampirismo. ¿Acaso no se exhuma el cadáver para comprobar si éste sigue fresco y maldito cuando tendría que estar descomponiéndose? La impactante cacería de Lucy Westenra en Drácula impide que olvidemos esta desviación de una práctica tan bárbara.

Exhumaciones famosas y reales

Entre 1827 y 1828, actuaron en Edimburgo los dos salteadores de tumbas más siniestros de todos los tiempos, William Burke y William Hare. Burke y Harke fueron dos inmigrantes irlandeses que asesinaron a 17 personas para proveer de cadáveres al famoso anatomista Robert Knox. El médico los necesitaba para sus clases de anatomía. La universidad no podía hacerse con cadáveres para las clases porque, por ley, sólo los cuerpos de los condenados a muerte podían utilizarse para ese fin. En 1823, un edicto parlamentario había reducido drásticamente las condenas capitales, de manera que a las aulas de medicina llegaban dos o tres cadáveres anuales para formar a miles de doctores.

El caso Burke y Hare tuvo un impacto tan grande que inspiró a Robert Louis Stevenson el relato El ladrón de cadáveres (1884), posteriormente llevado al cine por Robert Wise en 1945.

Truculento, pero verídico, fue el suceso que protagonizó el radiologista alemán Carl Tanzler o Carl von Cosel. Obsesionado con la muerte hasta el punto de afirmar que recibía la visita de una familiar difunta, Tanzler se enamoró de una paciente cubano-estadounidense enferma de tuberculosis, Helena Hoyos. La joven murió en 1931, con 21 años, y Tanzler costeó los gastos de su funeral.

Dos años después, sacó su cadáver del mausoleo familiar y lo llevó a su casa. Con la momia de Elena Hoyos, a la que dispensaba todos los cuidados de una pareja, vivió siete años. Un escritor español, el valenciano Vicente Muñoz Puelles, escribió un relato titulado El amor de ultratumba de Carl Von Cosel. La editorial Valdemar lo publicó en la antología La cabeza de la Gorgona y otras transformaciones terroríficas (2011).

Más amable, en comparación, fue el secuestro de los restos de Charles Chaplin. El genio del cine murió el día de Navidad de 1977 a los 88 años, dejando una fortuna estimada en 25 millones de dólares de la época. Dos meses después, dos mecánicos de automóviles de origen búlgaro y polaco respectivamente, sacaron el ataúd de Chaplin del cementerio suizo en el que reposaba y pidieron un rescate a la familia. Al ser detenidos, meses después, revelaron que el sarcófago había vuelto a ser enterrado en un trigal cercano. El episodio es el motor de la película francesa de 2014, El precio de la fama, de Xavier Beauvois.

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