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Basado en hechos reales

'Orange is the New Black'.

Lucía Lijtmaer

No dejes que la realidad te estropee un buen titular. La manida frase periodística podría pasar a mejor vida, al menos en lo que a tramas se refiere. En los últimos tiempos hemos comprobado cómo directores y guionistas se inspiran en historias reales que triunfan en la pequeña y gran pantalla: tanto Orange is the New Black como 12 años de esclavitud y El lobo de Wall Street parten de testimonios con nombres y apellidos. ¿La realidad supera a la ficción? Otra manida frase, pero no por ello menos cierta.

El testimonio como relato voyeur

voyeur¿Quién no ha fantaseado alguna vez con ir a prisión? Quizás fantasear no sea la palabra adecuada, pero al menos muchos han considerado las consecuencias de sus acciones no sólo por su valor ético sino también por el castigo que acarrearía. ¿Dejar de pagar una multa? ¿Qué van a hacer? ¿Encerrarme?

Sí. Piper Chapman es el ejemplo de lo que pasa cuando en vez de irte de Erasmus a crujirte a mojitos en alguna ciudad europea te tomas lo de la rebeldía un poco más a pecho, te enrollas con una chica mala y pasas unos billetitos de un país a otro sin que te pillen. Salvo que te pillan. Diez años después, cuando has rehecho tu vida y tienes que ir a la cárcel a cumplir más de un año en una prisión federal.

Esta es la premisa de Orange is the New Black, la afamada serie de televisión basada en la crónica de Piper Kerman sobre su propia vida que ahora publica Ariel. Lo original de la propuesta es que esta no ficción contada en primera persona está destinada a hacer sentir a todo hijo de vecino en qué consiste el día a día en una cárcel femenina, desde el yo más íntimo, pero también humorístico y descarnado.

“Desde que era una niña siempre quise estar limpia”, comienza la voz narradora, en un juego de palabras perfecto que combina la higiene personal con la confesión que la lleva a la cárcel. El relato costumbrista de la no ficción sirve aquí de abono para una de las series más celebradas de los últimos tiempos.

El testimonio como ejercicio de memoria

Decía el cómico Eddie Izzard que cuando matas a alguien te meten en la cárcel; cuando matas a tres personas, en Texas te dan con un ladrillo en la cabeza; cuando matas a quince, te encierran durante el resto de tu vida y te miran a través de un ojo de buey, y que, a partir de ahí, somos incapaces de asimilar cualquier cifra superior a esa. Simplemente, no podemos concebir la atrocidad a gran escala.

Esta puede ser una buena premisa para poder entender cómo, a lo largo de la historia, la narración de la experiencia de una persona nos sirve como ejemplo a extrapolar e intentar arrojar luz sobre los grandes horrores. A juzgar por el éxito de la narrativa en primera persona, parecería que solamente centrándonos en un caso seamos capaces de asimilar el mal: es el caso del diario de Anne Frank y Los diarios de Berlín (1940-1945) de Marie (“Missie”) Vassiltchikov para asomarse al Holocausto y ahora, el caso de Solomon Northup, llevado al cine en 12 años de esclavitud.

La historia de Northup nos muestra, a través de todas las degradaciones que sufre el protagonista, el entramado de perversiones morales necesarias para sostener todo un sistema de compra-venta de humanos, las consecuencias directas que esto provocó en millones de personas –según el historiador Eric Hobsbawm, el tráfico de esclavos alcanzó en el siglo XVIII los siete millones– y el espejo que eso devuelve a una nación que se concibe como la mejor democracia del mundo, pero está levantada sobre la sangre de otros. La autobiografía aparece, pues, como relato ante el horror que se nos antoja indescriptible.

El testimonio como ejemplo de que la realidad es insuperable

“Desde que tengo uso de razón siempre he querido ser un gánster”. La primera frase de la mejor película de Martin Scorsese –podríamos someter esta afirmación a discusión, pero para qué– destila todo lo que está por venir. Henry Hill, el narrador de Uno de los nuestros, juega a hacernos comprobar cómo el lado oscuro en realidad no lo es tanto, o al menos es, de entre muchas opciones, comprensible. En serio, ¿quién quiere ser un perdedor pudiendo obtener la mejor mesa en el Copacabana? ¿Quién desea realmente una hipoteca y unos macarrones con ketchup pudiendo disfrutar realmente de la vida con los buenos muchachos?

Lo mismo ocurre en El lobo de Wall Street, que toma otro testimonio real, el de Jordan Belfort y su libro The Wolf of Wall Street, para sumergirnos en la vida y milagros de un bróker corrupto en el sistema más corrupto del mundo. ¿Gastarse millones de dólares en una juerga de putas y cocaína? Increíble, pero cierto. ¿Desvalijar centenares de millones de dólares a clientes crédulos? Increíble, pero cierto una vez más. ¿Quemar billetes simplemente porque puedes? Sí, señor, sigan leyendo.

La historia de Belfort, y la de Henry Hill, o la de Sam Rothstein en Casino –basada en la vida de Frank Rosenthal–, sirven como pilares constantes en la obra de Scorsese. El caso real de un malo arrepentido –o al menos, penitente– es el material para ahondar en lo que más le interesa al director: presentarnos cuán seductora e inmoral es la vida en un sistema ilegal pero plenamente estadounidense.

La autenticidad de los casos, enfatizados narrativamente en todas estas películas a través de una primera persona que nos cuenta –directamente al espectador, dirigiéndose a éste en varios momentos–, no nos salva de la chaladura. El testimonio funciona aquí como un diamante bruto de locura en un mar de vidas corrientes. No es casual que todas estas películas acaben mostrando, precisamente, al protagonista horrorizado frente a lo cotidiano, siempre tan seguro y aburrido.

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