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El Willy Fog pacifista que inmortalizó una bella raza en peligro de extinción

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Mónica Zas Marcos

“Comprendí que de ninguna manera es inútil viajar si un hombre quiere ver algo nuevo”, escribió Julio Verne en La vuelta al mundo en ochenta días. Con la misma filosofía que Phileas Fogg, el filántropo judío Albert Kahn (1860-1940) se embarcó en un viaje sin billete de vuelta para inmortalizar a la mayor especie en peligro de extinción del planeta: la humana.

Este banquero alsaciano no era solo una de las personas más ricas de Europa, sino que se propuso usar su fortuna con el fin idealista de evitar la Gran Guerra. Reunió todo el dinero que pudo y recorrió cuatro de los cinco continentes (excepto Oceanía) para crear el mayor archivo fotográfico sobre sus gentes, su cultura y sus paisajes.

Buena parte de este atlas formado por 70.000 autocromas se puede visitar hasta el 21 de enero en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. No son solo una muestra bellísima de lugares vírgenes que hoy han sido corrompidos por el hombre o explotados hasta la saciedad en revistas y cuentas de Instagram, sino que reflejan la inocencia de sus habitantes y la fascinación ante un instrumento, la cámara, que se convertiría más tarde en el peor de sus presagios.

Los archivos del planeta fueron la gran ambición de Kahn. Creía que si mostraba las similitudes de la especie humana, esta sería menos tendente a aniquilarse. Los que le conocieron le describían como un hombre excéntrico y maníaco, pero sus amigos más cercanos afirmaban que “su condición de desterrado” dio alas a esta obsesión, reforzada tras la anexión de Alsacia a Alemania y por la que tuvo que emigrar a París para mantener la nacionalidad.

Su maestro, el filósofo francés y Nobel de Literatura Henri Bergsóo, creía en el poder de la conciencia, y con esa espuela se decidió a dotar al mundo de memoria histórica y geográfica. A partir de 1909, e inspirado por las placas autocromas de los hermanos Lumièrè, Kahn organizó estas expediciones junto a un grupo joven al que equipó con cámaras y el conocimiento necesario para observar más el fondo que la forma.

De esto último se encargó el profesor Jean Brunhes, cerebro colaborador de Kahn en la aventura de archivar el planeta. No solo daba a los chicos notas técnicas sobre el uso de la Autochrome, sino que les preparó tanto en el ámbito científico y etnográfico como antropológico. Estas misiones se prolongaron durante 22 años y documentaron la realidad de más de 50 países, entre los que se encuentran Afganistán, Brasil, India, Israel, Cisjordania, China, Croacia, España, Vietnam y Grecia.

La grandeza de esta colección no se debe a su nivel técnico, bastante pobre por la complejidad de la cámara y por la falta de costumbre de los que posaban ante ella, pero sí a ser el mayor reflejo de la riqueza del planeta visto a principios del siglo pasado.

Lo que empezó como una misión casi bibliográfica, terminó siendo también una política, ya que Albert Kahn usó sus muchos contactos para asistir a importantes eventos como las negociaciones del Tratado de Locarno durante la Primera Guerra Mundial.

Como dicen en el Círculo de Bellas Artes, “los Archivos del Planeta constituyeron una empresa inmensa sostenida únicamente por la convicción de un banquero utópico y humanista que invirtió toda su fortuna personal en ello”. Es obvio que la intención de parar la guerra no llegó a buen puerto, así que su equipo se desplazó también al terreno de batalla, donde surgieron las imágenes más duras de la colección.

Es importante destacar que Albert Kahn no pretendía incidir en las diferencias de los ciudadanos de este mundo, sino en lo contrario. Es por eso que él y Brunhes dieron órdenes precisas a los fotógrafos de adentrarse en la vida cotidiana de las gentes, en sus cocinas, sus ritos religiosos, sus juegos al aire libre o sus trabajos manuales. Esa decisión venía inspirada por la idea de que esas comunidades iban a desaparecer -y en efecto así fue en el caso de algunas- y de que la cotidianidad era la mejor manera de rendir cuentas con ellas cuando no existiesen.

Esas ansías de verdad se confrontaban directamente con el discurso bélico de la época, siempre teñido de intereses económicos y geopolíticos oscuros. Algo que Kahn conocía bien.

Cuando estalló la Gran Guerra, el banquero, hostil al régimen prusiano, ofreció su experiencia y todos sus dispositivos a los órganos de propaganda oficial del estado francés. Puso su infraestructura y todos sus colaboradores al servicio del ejército, también durante el periodo posbélico de la reconstrucción del país.

“La neutralidad, por tanto, ha sido sustituida durante estos años por el compromiso. Así, a la defensa de la causa patriótica le sustituirá, tras la guerra, la del servicio por la paz”, admiten los propios documentos de la exposición.

Al final, el crack de la bolsa de 1929 llevó a la ruina al Gran Kahn, como le conocían entre los círculos de élite, y le obligó a abandonar su labor filántropica y de mecenazgo artístico. Por suerte, murió meses antes de que los nazis entrasen en Francia y la Gestapo obvió el valor histórico de su colección, así que la dejaron tal cual la habían encontrado.

Gracias a esa ceguera artística, hoy podemos disfrutar de un relato de lo mejor y de lo peor del mundo. Desde ritos vudús en el África subsahariana hasta mujeres en la Mongolia de 1913 condenadas a ser encerradas en un cajón por adulterio. Desde las primeras expediciones polares hasta soldados franceses deformados por la metralla.

Un viaje a los rincones que un día fueron recónditos y a las vergüenzas políticas de nuestra especie que, sin embargo, nació para apoyar el diálogo intercultural. Algo de lo que hoy en día andamos escasos.

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