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“Los santos inocentes”, la “película de catetos” que se convirtió en clásico

"Los santos inocentes", la "película de catetos" que se convirtió en clásico

EFE

Santander —

Una novela “brutal y descarnada”, un elenco de actores en estado de gracia y un tándem productor-director empeñados en sacar adelante lo que para muchos era sólo “una película de catetos”. Así resume Mario Camus las claves del éxito de “Los santos inocentes” treinta años después de su estreno.

“Cuando me planteo por qué sigue ahí, pienso en la sensación que tuve al leer la novela de Miguel Delibes, el terrible comportamiento de las personas, unas con otras, y esa especie de esclavitud consentida”, señala el realizador cántabro (1935) a Efe.

Una lectura que, en su opinión, tiene plena vigencia, aunque el “señorito” de hoy “no está en el cortijo, sino en el banco”.

“Esa misma subordinación, humillación, sometimiento, los tenemos nosotros hoy. No hay gobierno, sino una serie de corporaciones. Y lo que defienden es el dominio del capital frente a todo Cristo”, asegura. “Es como una maldición. Sobrevivimos y convivimos con esas monstruosidades, pero, si lo piensas un poco, te quedas asustado”.

En aquella España rural de los años 60 que retrata la película, los sometidos eran los campesinos, el matrimonio de Paco y Régula -Alfredo Landa y Terele Pávez- y el cuñado retrasado, Azarías -Paco Rabal-. El poder, altivo e insensible, residía en “el señorito” de la finca, encarnado en Juan Diego.

“Los santos inocentes” se estrenó un 4 abril de 1984. Ni siquiera Camus, que venía de triunfar con la adaptación de “La colmena” y de la serie “Fortunata y Jacinta”, ni tampoco el productor, Julián Mateos, daban un duro por ella, pese a que sabían que allí había “una película formidable”.

Pero resultó que no sólo aguantó casi un año y medio en cartel y batió récords de recaudación -casi 500 millones de pesetas de la época-, sino que también sedujo ese año al jurado del Festival de Cannes, donde se llevó una mención especial y el premio compartido al mejor actor para Paco Rabal y Alfredo Landa.

“La película fue un bombazo, todo el mundo nos felicitaba”, recuerda Camus. “Pero yo lo que quería era irme. Siempre me molestó mucho estar bajo la atención de todo el mundo y tener que decir cosas inteligentes y más con los franceses”.

Durante la entrevista, en un hotel junto al mar, a un paso del piso de la capital cántabra en el que vive desde hace tres años, el cineasta, compañero de generación de Carlos Saura o José Luis Borau, subraya una y otra vez que el mérito de esta película es “muy compartido”, empezando por el magisterio del propio Delibes.

“Es grotesco que uno presuma de hacer una película. Eres tú y otros 80. Qué hubiera sido de nosotros si no hubiera habido un tío que amaestrara los pájaros y otro que pusiera la luz”.

Pero, sobre todo, a Camus le cambia la cara cuando habla de los actores: “A mí siempre me dejan alucinado. Ese vigor que tienen cuando les dan un papel bueno, como si estuviesen justificando una vida entera. Todavía hoy veo la película y digo, '¡qué barbaridad!'. Me impresionan mucho los actores, siempre me han impresionado”.

Un Rabal, que ya era casi leyenda gracias a Luis Buñuel, cuando se entregó a ese tonto de Azarías que adiestraba pájaros y se meaba en las manos para que no se le agrietaran, o un Landa, que con su mansedumbre patética aprovechó la ocasión para bordar el papel de su vida.

En el caso de Juan Diego, fue más que nada intuición. “Yo le había visto un poco en televisión y pensaba que podía tener ese registro déspota. Y lo tenía, ya lo creo que lo tenía”, subraya Camus. Y también menciona a Mary Carrillo, a Agustín González, a Terele Pávez.

“A mí Terele me parecía una actriz genial, aunque nunca había trabajado con ella. Recuerdo que, cuando la contratamos, nos llegaron ecos de que era un desastre, de que nunca se sabía el papel”, señala.

“Un día la convoqué para la prueba del pelo. Faltaban dos semanas para empezar a rodar. La peluquera la peinó. Cuando yo llegué, no dije una palabra, no me dio tiempo. Terele se miró, puso una cara de vinagre terrible y le dijo a la peluquera: 'Déme usted las tijeras'. Se metió en el baño y al rato salió y dijo: 'Esta es Régula'”.

“Ante eso, uno sólo puede pensar, '¡Vaya regalito que me han hecho!'”, exclama.

El rodaje en general transcurrió con fluidez, pese a las limitaciones presupuestarias -Camus llegó a avalar la producción con su casa-. “Todo fue muy sencillo, como cortar mantequilla al sol con un cuchillo afilado”.

También ayudó el hecho de que se rodara en el momento adecuado. “Seguramente, si la hacemos antes o después, nada hubiera pasado o hubiera pasado muy poco, pero la hicimos justo en el momento en que un partido en el poder (PSOE) necesitaba tener sus maneras, y esta película les vino muy bien”.

Y por supuesto, la naturaleza, y esa “milana bonita” que se convirtió en un mantra.

“Sin los pájaros, no hubiera sido igual. El pájaro tiene algo de desvalimiento, de libertad. Un pájaro que vuela, que va y viene, y además amaestrado. Es algo como divino, pertenece a otra categoría. Toda esa mezcla es explosiva”.

Por Magdalena Tsanis

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