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Un monstruo entre las fieras

La escritora, compositora y cantante Rita Indiana.

Iván de la Nuez

“Esa es La Mostra”. Así, en habla dominicana, me responde Junot Díaz cuando le pregunto por Rita Indiana. Y eso que lo hago por picarlo, para removerlo un poco del pedestal que ha alcanzado en Estados Unidos como 'el escritor antillano contemporáneo', premio Pulitzer incluido.

En la respuesta categórica del autor de La maravillosa vida de Óscar Wao no hay, sin embargo, atisbo de ironía, sino la reverencia absoluta ante una escritora cuyo registro literario es tan rico como su imaginación y el desparpajo es sólo comparable a la estricta economía con la que organiza sus recursos narrativos. En Indiana hay de todo (o casi todo) y al mismo tiempo no sobra nada (o casi nada). En su escritura cualquier cosa funciona, aunque cualquier cosa no vale por igual.

Bien como escritora, bien al frente de Los Misterios –en esa vertiente musical que siempre amenaza con abandonar para dedicarse exclusivamente a la literatura–, pocas cosas le son ajenas: el merengue o la poesía, el realismo mágico o la cultura urbana. En los libros de Rita Indiana (Santo Domingo, 1977), confluyen con naturalidad, casi siempre con virulencia, grafiti y performance, videoarte y folclore, Lezama Lima y Luis Rafael Sánchez, Jim Morrison y las religiones afrocaribeñas… Y un ritmo percutiendo sin tregua que, como en el blues del ping pong, se desplaza entre el texto y el lector al compás de ese electro-merengue-beat que ella ha certificado en el escenario.

Así, pues, el apelativo “monstruoso” con el que Junot define a Rita sobrepasa ligeramente la exageración caribeña. De hecho, no puede ser más pertinente a la hora de abordar su reciente novela, Nombres y animales, en la que bestias y humanos batallan por sus espacios de domesticación o libertad. Todo ello en un país “en el que los animales no tienen derechos y las gentes son animales”, tal como reflexiona la jovencísima protagonista de esta historia, ella también un pequeño monstruito, a la hora de pensar sobre la necesidad de un veterinario forense en la República Dominicana de 1992.

En cualquier caso, lo bestial no tiene por qué sugerir un matiz peyorativo en las Antillas, al menos las hispanas. Tan sólo en el campo de la música podemos encontrar a un Arsenio Rodríguez que edita un disco llamado Primitivo, o a un Pedro Luis Ferrer que lanza otro bajo el título de Rústico. Los dos referentes que Indiana esgrime con vehemencia son Benny Moré Y Luis Días. El primero era conocido como 'El Bárbaro'; el segundo, como 'El Terror'. Y esto por no mencionar esa mezcla de animalidad y travestismo con la que el habla popular dominicana puede describir a un tipo excepcional: “Ese tigre es un león”.

La paradoja de la supremacía humana

Es “la hora de volver” a Nombres y animales. A este libro en el que Indiana ensancha su mirada sobre la condición antillana, apuntada desde el Santo Domingo del V Centenario del Descubrimiento de América, pero a menudo articulada por códigos que encuentran su sentido en Nueva York o Cuba, Miami o Puerto Rico. Bajo todos ellos, una mirada directa a esa parte maldita que los caribeños han temido o esquivado durante siglos: Haití.

El de Rita Indiana, Haití incluido, es un Caribe en diáspora y al mismo tiempo un Caribe que actualiza una y otra vez la plantación de esclavos, que hoy parece haber mutado en el resort turístico, las bases militares, las utopías varadas. En medio de esa paradoja, colisionan la fragilidad de los balseros y la inmutabilidad de unas islas azotadas por todo tipo de contingencias naturales y políticas; cachalotes comprimidos entre diluvios varios.

Si los personajes de Nombres y animales evocan la lírica de The Doors o el desasosiego de El señor de las moscas, es porque de algún modo arrastran una adolescencia interrumpida o una crueldad inconsciente, propias de sociedades que no acaban de madurar (ni parecen tener prisa por hacerlo).

En lo que dura un verano, la protagonista despierta a la vida y al sexo, mientras va descubriendo, en tiempo real, que el arte de crecer no es otro que el de entregarse a los extraños, da lo mismo que hablemos de gatos sin nombre, un perro apaleado, un conejo envenenado (por cianuro o Tres Pasitos) u otras criaturas humanas, aunque no necesariamente semejantes. Un fauna variopinta que acaba cruzándose en la clínica veterinaria del tío Fin, hombre que ha escogido a Buda antes que al vudú en medio de un Santo Domingo clasista y a la vez promiscuo en el que no faltan relaciones de esclavitud o de incesto, según el caso.

Tal vez no sea casual que este libro de Rita Indiana coincida en librerías con El silencio de los animales, de John Gray, o con El mar interior, de Philip Hoare. Con el primero, coincide en su descreimiento de la superioridad humana sobre el resto de las bestias. Con el segundo –obsesionado por cetáceos inabarcables–, conviene en lo inaccesible que podemos resultar los unos para los otros.

De cualquier manera, Rita Indiana impone distancia y estilo propio con respecto a estos autores. A fin de cuentas, en el Caribe no hay costumbre de salir a cazar ballenas. Antes y después de Rubén Blades, por allí los tiburones han monopolizado las metáforas.

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