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Grey contra Grey

Las escritoras Sasha Grey (a la izquierda) y E. L. James (a la derecha).

Rubén Lardín

“¡Madre mía!”, se dice Anastasia cuando Christian Grey descalza por primera vez su erección de magnate. “Ay, por favor...”, resuena en su cabeza poco después, cuando el potentado le bombea el corazón. Y así todo el rato.

Cincuenta sombras de Grey es un estanque de tormentas adolescentes pero es también un zapatero que remienda virtudes. La táctica de su héroe, que podría ser argentino y está guapo hasta recién levantado, es tratarlas a todas por igual: como a niñas. A las lectoras mocitas les promete la emoción del primer beso, a las otoñales se la retribuye. Y ambas dos se van a la cama tarde y soñando con el príncipe azul turquesa de toda la vida.

El éxito de la saga de E. L. Jones, que ya vive su resaca, ha sido desolador pero incontestable, y lo único que podemos cuestionar es si aquello era o no era literatura erótica.

La literatura erótica es la que habla de lo que no habla la literatura. Su secreto es el abandono y la despersonalización, y una de sus características constituyentes es el secreto y la clandestinidad. Se trata de un género que se sirve de una humildad falsa y sibilina, que para mantenerse musculado pide ser vilipendiado por la crítica, transcurrir en los márgenes, evolucionar dejado de la mano de dios y comerciarse bajo cuerda.

Pero ocurre que, cada cierto tiempo, por accidente, se activa de forma masiva. Por tradición, había sido en periodos de bonanza cuando los libros se habían entregado al júbilo de los cuerpos, pero los últimos años, tan lejos de esa circunstancia, han visto brotar el fenómeno en coincidencia con la beatificación de los cocineros. Placebos para tiempos de recesión. Como sea, el vulgo siempre va a estar dispuesto a encajar entre sus lecturas ese lenguaje de la intimidad, y la literatura erótica pasa entonces a ser la literatura de la que habla todo el mundo.

El sí de las niñas

Formalmente, Cincuenta sombras de Grey es una redacción de colegio. En la prosa es paródica, sus personajes “fruncen el ceño” un mínimo de tres veces por página y se llega a describir la estabilidad de un pene como “acero recubierto de terciopelo”. Su motor es económico, su fantasía mayor es la aspiración de clase, y su idea de voluptuosidad se limita a que todo en ella sea “ultramoderno” y “carísimo”. Y aunque en pleno siglo XXI, en sus páginas no comparecen chochos ni pichas sino “sexos” y “miembros”, no nos deben doler prendas en reconocer Cincuentas sombras de Grey como literatura erótica en el sentido estricto, el que trata del amor y de la galantería.

Como tal, deberíamos agradecerle a James el alboroto del sistema hormonal que ha logrado en capital y provincias, pero si, pese a todo y en defensa propia, queremos ser precisos, su folletín debe ser catalogado como novela rosa y puritana, ya que en todo momento guía a su lector para que, mientras disfruta de una lectura licenciosa, no pierda pie en el pensamiento conservador y políticamente correcto.

Pero el erotismo es un género transversal, que a menudo se instila en otros y que sólo llega a ser puro en piezas líricas y subversivas de autores de arrojo que lo maridaron con la muerte. ¿Cómo se les habría quedado el cuerpo a las lectoras si, en su iniciación a la iconografía sadomasoquista de sota, caballo y rey, Christian Grey le hubiera pedido a Anastasia que le arrancase a un cura un ojo?

La saga de James no es literatura blasfema pero, de algún modo equivocado, hay que convenir en que sí está ungida de la obscenidad y el diabolismo que se le requiere al género en su detestable loa del statu quo y en su avaricia motora. Y, al fin y al cabo (si bien se cura en salud sin saberlo, atribuyendo otras edades a los protagonistas), la novela va de lo que va: de un viejo pervirtiendo a una cría inope.

Grey versus Grey

El fenómeno Grey, propiciado por la discreción de los dispositivos electrónicos, todavía genera listas de espera en todas las bibliotecas públicas, pero su furor comercial ya remite y los editores permanecen a la espera de una inminente adaptación al cine, confiados en que se animen los indecisos y, con suerte, se amplifique su influjo a ambos sexos.

Entretanto, las “sobras” de Grey coinciden en las librerías con La sociedad Juliette, primera novela de la que fuera estrella del porno Sasha Grey, que escribe con más corrección que James, no se anda por las ramas e incorpora el resabio para apelar a un lector que se quiere más inquieto que obsesivo. Así, mientras James se ponía en bucle Pretty Woman y leía a Barbara Steele y a Stephenie Meyer (Grey nació como esqueje apócrifo y fanático de la saga Crepúsculo, no lo olvidemos), Sasha (que se arrancó a escribir su novela motivada por el éxito comercial de James, no lo olvidemos) mira pelis de Godard y de Buñuel y cita a Sade y a Foucault, olvidando el axioma de otro pope del negociado erótico: que la carne ha de vencer siempre a la inteligencia.

Sasha Grey se ha sentado a escribir un libro en tiempos extraños en los que, por lo que sea, las inquietudes intelectuales han pasado a valorarse como parte del cuerpo humano. E. L. James es una persona sin brillo y de talento muy breve que un día empezó a plasmar fantasías rusticanas en su teléfono móvil, yendo al trabajo en metro. Cuando hablan de sexo, la primera sabe de lo que habla, la segunda tiene una remota idea. Sasha va sobrada de experiencia, a la vista está, mientras James, según traslucen sus novelas, querría tenerla. La una ha forzado sus vivencias en una novela juvenil mecánica, la otra puso en valor su deseo, pidió auxilio. Y a la hora de escribir, una cosa es haber vivido y otra muy distinta estar viviendo.

No hay relevo. Las muchachas vuelven a estar huérfanas.

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