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¿Es 'El resplandor' una película o un oráculo?

Jack Torrance y el laberinto

Rubén Lardín

Desde que el 23 de mayo de 1980 se estrenase la película en la que Stanley Kubrick adaptaba la novela más desasosegante de Stephen King, El resplandor ha ido sumando afiliados. Adoradores y exégetas, más allá de la cinefilia, que no se han limitado a disfrutar su calidad manifiesta como cine de terror, sino que han vislumbrado en sus imágenes significados ocultos, soluciones internas a problemas universales o acaso el enunciado de problemas mayores, más complejos.

Simon Roy, un profesor de literatura de Quebec, ha aprovechado el lapso de una huelga estudiantil para escribir su primer libro, un somero tratado que se apropia de la película para desentrañar los macabros enigmas de su árbol genealógico.

El cine como espejo

Las teorías conspiranoicas en torno a El resplandor y las sobreinterpretaciones propiciadas por la personalidad neurótica de Kubrick, siempre remiso a explicar su arte, llevan tres décadas multiplicándose. Algunas se recogieron en Habitación 237, el documental de Rodney Ascher donde cinco testimonios exponían sus miradas especulativas. Ninguna de ellas era novedosa para el aficionado a la literatura sobre cine, un territorio a menudo estéril que Simon Roy logra vadear mediando una aproximación íntima y caprichosa.

Simon Roy vio El resplandor por vez primera con 10 u 11 años y desde entonces se sintió vinculado a la película. Su biografía tal vez le ayudó a cultivar la obsesión: una madre suicida y una tía desaparecida para siempre, ambas gemelas y las dos testigos, a los cinco años, del asesinato de su madre por parte de su esposo. A martillazos.

Las analogías con la tragedia acaecida en el hotel Overlook son unas cuantas, y en Mi vida en rojo Kubrick se dedica a dosificar los detalles. Lo hace en capítulos breves y efectistas en los que pretende explorar sus circunstancias, de manera emotiva en varios pasajes, pero sin ceder nunca terreno de más a la pornografía sentimental que hoy es moneda de cambio. Y sobre todo sin establecer conclusiones.

¿Te apetece un helado, Doc?

El alcoholismo y sus consecuencias domésticas son un asunto velado en la película de Kubrick que, sin embargo, surca toda la novela de King. Simon Roy nos hace ver que de alguna manera esotérica el tema comparece, como también lo hacen, a lo largo de su libro, los asesinos adolescentes de Columbine, la banda francesa Noir Désir, el pececillo payaso Nemo, Blancanieves y los siete enanitos o el industrial alemán Heinrich Ludwig Kleyer, que entregó a los nazis el emblema de su compañía de máquinas de escribir Adler, uno de cuyos modelos pulsa desquiciado Jack Torrance en la película.

Mi vida en rojo Kubrick es un ensayo transversal, lejano a la academia pero erudito a su manera, a menudo intuitiva. Es un retazo de biografía novelada que navega al pairo apelando a hermenéuticas freudianas, casuales, ocultistas, sociológicas y filológicas. Y es sobre todo un intento de sistematizar la propia obsesión conectando datos que apelan a la memoria y a las experiencias propias.

Un ejemplo: ¿recuerdan cuando el camarero fantasma del salón dorado sirve al personaje de Jack Nicholson un Jack Daniel's previo a la masacre? La marca une en su nombre a padre e hijo, Jack y Danny Torrance, una minucia de Kubrick que Roy celebra y pasa a complementar con otra que le incumbe: su abuelo psicópata ahogó sus primeras penas en whisky escocés, lo que en EEUU llaman ron rojo. Es decir, “red rum”.

Las dimensiones del mito

Mi vida rojo Kubrick es una dolorosa carta de amor a una obra laberíntica que se mantiene radiante e inescrutable como aquel 23 de mayo de 1980, tal vez porque está conteniendo claves y pulsiones atávicas mucho más profundas que las que se le presuponían a una película de miedo.

Ya apuntó Bruno Bettelheim que el cuento popular, en su capacidad de externalizar y dar a comprender los procesos internos, puede alcanzar cualidades alumbradoras e incluso curativas vetadas al realismo. Como en algunas medicinas milenarias o en la misma psicomagia acuñada por Jodorowsky que hoy la estrechez de miras condena, Mi vida en rojo Kubrick remite a esas terapias que entregan historias a sus pacientes, fábulas, metáforas y relatos a cuya luz reflexionar la propia identidad y localizar la raíz de los más profundos conflictos.

Simon Roy, sin embargo, no cicatriza sus heridas en este libro que acaso es bálsamo y por encima de todo una batalla contra los propios demonios. Sabe que los traumas llegan para quedarse y la mayoría de las respuestas que ha conquistado escribiéndolo se enuncian como nuevas preguntas. Colisiones entre realidad y ficción que demuestran que la vulgaridad de la primera no podrá superar nunca en generosidad y clarividencia al resplandor de la segunda.

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