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Los años dulces de Nick Drake

Nick Drake: A skin too few

Jesús Rocamora

Hoy las cosas hubieran sido muy diferentes, pero en 1974 Nick Drake murió invisible a los 26 años, en el más absoluto anonimato, sin discos vendidos y sin que la prensa musical notase su ausencia. Un misterio que solo dio una docena de conciertos en vida, que no concedió casi entrevistas, del que no hay imágenes grabadas y cuyo legado se resume a tres álbumes oficiales para la prestigiosa Island, además de algo de material disperso. Después llegó la mitificación, las reediciones y el rescate de grabaciones perdidas, el peregrinaje de cientos de fans a la casa de sus padres, y con todo ello, su figura se despegó para siempre de la realidad como una pegatina vieja para convertirse en otra estampa mucho más atractiva, la del poeta romántico muerto joven y bello en la misma época de Jimi Hendrix, Jim Morrison y Janis Joplin.

Se impuso entonces el cliché y se dispararon las teorías que mejor se ajustan a la tradición de los malditos: abuso de drogas, enfermedad mental, posible frustración sexual, víctima inocente de una industria musical voraz, soledad, fracaso y suicidio. Todo ello bien alimentado por la imagen melancólica de un tipo habitualmente vestido de negro, de maneras tímidas y delicadas, mirada perdida, que siempre parecía desconectado de todo salvo de su propio interior. Y por la atmósfera hermética propia de un ataúd que se respira en sus composiciones, que nacen y hablan desde la soledad. Según el cantautor y guitarrista británico Robyn Hitchcock, “sus canciones son como mariposas encadenadas a anclas”.

Pero Drake no un fue siempre un triste, una figura ideal para alimentar el angst adolescente. Testimonios de amigos y familiares en cualquiera de sus dos biografías habituales (la canónica Nick Drake. The Biography de Patrick Humphries y Darker Than the Deepest Sea. The Search for Nick Drake de Trevor Dann, que se toma algunas licencias) coinciden en presentarlo como alguien consciente de la imagen que proyectaba en los demás y muy preocupado por la fama, alguien tímido pero feliz y sociable a su manera, sobre todo en determinadas épocas.

Su adolescencia fue una de ellas, especialmente los años pasados en el Marlborough College. Aquello era una tradición familiar: Drake procedía de clase media-alta británica y debía ser los pasos de su padre y de su abuelo, que también estudiaron allí. El músico entró en el colegio en enero de 1962 y salió en julio de 1966, cuatro años y medio después, camino de la universidad de Cambridge. Precisamente Tuck Box, la caja que ahora reúne todo el material que dejó grabado, es una réplica de la tartera escolar de aquellos días, usada para guardar los dulces que su madre le despachaba semanalmente, quizá un intento desesperado porque se le recuerde como un joven vital y alejarlo de la imagen monocroma que se ha impuesto.

Como dice Humphries en su biografía: “Nick sobrevivió solo ocho años después de dejar Marlborough, y gran parte de ese tiempo estuvo en las garras de una enfermedad que no hizo sino borrar su verdadero yo. Lo tentador es culpar a la insensibilidad del arcaico sistema educativo de la escuela pública británica, o el trauma de ser enviado lejos de casa a una edad tan temprana, pero teniendo en cuenta su destino final, todas las evidencias sugieren que estos días para Nick fueron realmente los más felices de su vida”.

Los años dulces

Un poco de contexto en lo referente a cultura pop de aquellos años. “En enero de 1962, cuando Nick entró por primera vez en Marlborough, los Beatles eran un grupo beat que sólo hacían ruido en los clubs de Hamburgo y en los sótanos de Liverpool; los Rolling Stones perdían el tiempo en su legendario y diminuto piso en Edith Grove en Londres; y Bob Dylan era un chaval de cara regordeta que apenas había comenzado a escribir sus propias canciones. En la época en que dejó el colegio, en julio de 1966, el mundo se había dado la vuelta: los días de gira de los Beatles estaban llegando a su fin, los Stones habían hecho de su rebeldía juvenil una marca registrada; y Dylan se había reinventado como el Mesías eléctrico”.

Fueron unos años en los que Drake dividía su tiempo entre los deportes (en actividades individuales, eso sí: prefirió la soledad del atletismo a compartir camaradería en el campo de rugby) y la música, y fue la época en que comenzó a desarrollar su interés por el folk, el blues y el R&B. Y no solo le gustaba escuchar discos, también tocaba música, algo que hacía de manera “rápida e instintiva”: durante su época en Marlborough Drake aprendió a tocar la guitarra (que compró entonces por trece libras), el clarinete y el saxo alto. Antes había tomado clases de piano. Y siempre que algún grupo de jazz iba a tocar al colegio, él estaba allí. También en aquellos meses formó parte del grupo The Perfumed Gardeners, donde tocaba el clarinete, el saxo y el piano y en el que también cantaba “porque era el único de nosotros capaz de cantar afinado”, recordaba uno de los colegiales miembros de la banda a Humphries, que reconoce, sorpresa, que de alguna manera fue forzado a ser el líder, de asumir el rol principal.

Trevor Dann es más aventurero (y literario) en varias hipótesis de su biografía, aunque apunta algunas cosas sobre el clásico sistema de educativo en el Reino Unido a tener en cuenta. En su opinión, en una institución como Marlborough, creada en el siglo XIX como una escuela para los hijos del clero, Drake entró en “un mundo de reglas absurdas, castigos físicos, monitores de escuela, bullying, dulces y postales enviadas desde casa [...]. Y si Nick Drake a veces parecía distante o superior ca la gente con la que se encontró en su vida posterior, podemos atribuir su comportamiento al simple hecho de que pasó mucho tiempo en un entorno escolar que fomentaba en los niños la idea de que eran realmente superiores”.

Posiblemente, como en otros tantos aspectos de la impenetrable vida de Drake, la verdad esté en algún punto intermedio entre ambas biografías. En cualquier caso, y sólo por curiosidad: en el registro de exalumnos del colegio Marlborough, Drake aparece descrito escuetamente como “guitarrista y compositor de música folk para guitarra”.

Las chucherías de la caja

Un aviso: no hay material nuevo de Drake en Tuck Box. Pero presenta con mucho cariño todo lo que durante estos años ha sido editado y rescatado de los archivos familiares. En principio, esta debería ser su obra definitiva, su Obra Completa. Y es, de nuevo, otra excusa perfecta para escuchar y celebrar a Drake, ya sea como el trovador privado que fue o como la gran figura en la que se ha convertido durante estas décadas.

Poco se puede aportar a lo ya escrito sobre su discografía. Su debut, Five Leaves Left (1969), título que hace referencia al aviso en los librillos de papel de fumar Rizla, es el favorito de sus fans y donde mejor se rastrea la idea del sonido que Drake quería para sí mismo: folk prácticamente desnudo, que parece cantado en la intimidad de su cuarto y tocado de su peculiar forma (con un tipo de afinación propia, con los dedos de las dos manos moviéndose como arañas), acompañado de arreglos orquestales que no subrayan ni protegen las canciones sino que sirven más bien como una ilustración en un texto, como un acento.

Es un disco misterioso (y así fue presentado por Island: acentuando el aislamiento de su autor) y maduro, a pesar de la juventud de Drake, con el mejor ramillete de canciones compuesto por el británico (Day Is Gone, River Man, Way To Blue, Time Has Told Me), colocados en una disposición perfecta: el disco parece un paseo de tarde del músico, borracho de melancolía y perdido en sus pensamientos, hasta desembocar en la tremenda Fruit Tree, en cuya letra muchos han querido ver su destino y su obsesión como malogrado:

“Fame is but a fruit tree / So very unsound / It can never flourish / Till its stock is in the ground / So men of fame / Can never find a way / Till time has flown / Far from their dying day”.

No hubo single de presentación ni tampoco gira, lo cual condenó sus cifras de ventas.

Drake siempre consideró que Bryter Layter (1970) era un disco sobreproducido, demasiado adornado: aquí sus arreglos orquestales podrían competir con el jardín que crece en Forever Changes (1967) de Love. De alguna forma, es el disco menos suyo, donde se pueden detectar más interferencias ajenas (ese latido jazz en Poor Boy), pero también una puerta ideal para el neófito: es accesible, el más animado dentro del canon y la paleta habitualmente ocre de Drake, y es en canciones como Hazey Jane II, One of These Things First y At The Chime of a City Clock donde se han mirado grupos contemporáneos como Belle & Sebastian. Los tres cortes instrumentales que se incluyeron, cercanos a la música ligera, siguen levantado suspicacias, pero lo cierto es que no desentonan y eran del gusto de Drake, que tanto se identificó con la chanson francesa.

Como rasgo de lo que podría haber sido la carrera de Drake, Bryter Layter cuenta con la colaboración de una estrella como John Cale e incluye la canción perfecta que le hubiera hecho despegar, la desarmante Northern Sky, que inexplicablemente no sólo no fue elegida como single sino que fue relegada al final del disco. Otra decisión más de tantas desafortunadas tomadas desde Island y por su productor y amigo Joe Boyd (productor de The Incredible String Band y Fairport Convention), que por otro lado, no hay que olvidarlo, tanto apoyaron al músico por motivos puramente artísticos. ¿Más problemas? El disco coincidió en el tiempo con los lanzamientos de Simon & Garfunkel, el Sticky Fingers de Rolling Stones, Rod Stewart e Imagine de Lennon. Sus dos primeros discos no se vendieron más de 5000 copias.

Si su primer disco reflejaba la tranquila vida en el campus y el segundo capturaba la atmósfera de la gran ciudad, Pink Moon (1972), grabado en dos noches con el único acompañamiento de su guitarra y un micro por un Drake que ya mostraba síntomas de derrumbamiento, es el testamento de un artista en aislamiento. Hay apenas un elemento editado (el piano en la canción que da nombre al disco, añadido posteriormente), pero el resto es tan frágil que parece a punto de romperse con solo apretar con el dedo. A día de hoy sigue siendo un disco insobornable: dura 28 minutos y no necesita más. “Aquí está. Esto es todo lo que tengo. Así es como quería que fuera. Sin overdubs. Sin nada. Voz y guitarra”, dijo cuando dejó la grabación en las oficinas de Island. Ni siquiera muestra al músico en portada, un riesgo teniendo en cuenta que Drake seguía sin ser conocido popularmente (en la docena de conciertos que dio ni siquiera presentaba las canciones) y que su imagen era uno de sus ganchos de cara al público. En su lugar, se optó por un cuadro surrealista obra de Michael Trevithick, amigo de Gabrielle.

Pink Moon le salió a Island tan barato (¡500 libras!) que todo el presupuesto de promoción se destinó a un único anuncio a página completa en la prensa musical, un texto penosamente sincero donde se reconocía, entre otras cosas, que “sus dos primeros discos vendieron una mierda”. De nuevo, el mes de su lanzamiento (febrero de 1972), Island estaba muy ocupada con la promo de otros discos de más peso de Emerson, Lake & Palmer, Jethro Tull, King Crimson y Fairport Convention, entre otros. La luna rosa a la que hace referencia el título es un elemento conocido en la cultura popular: según The Dictionary of Folklore, Mythology & Legend se suele identificar con el mal y con la llegada de una catástrofe, con una luna teñida de sangre. No es el favorito de su familia, pero las dos líneas de su epitafio fueron cogidas de su última canción, From The Morning: “Now we rise / And we are everywhere”.

Grabaciones encontradas

A día de hoy se puede considerar Made To Love Magic (2004) como el cuarto disco oficial de Drake porque entre descartes, grabaciones de dormitorio de su época de Cambridge y versiones alternativas se incluyen las últimas canciones que grabó con tal intención en 1974, antes de morir: Black Eyed Dog, Rider on the Wheel, Hanging on a Star, Voices y Tow the Line. Fue un milagro que pudiera grabarlas. Los últimos meses de Drake parecía un Nosferatu del folk, alto y delgado, con las uñas larguísimas y llenas de roña, la misma ropa durante varios días, el pelo grasiento. Según sus amigos, en realidad parecía una versión folk de Howard Hughes. Y lo que es peor: la medicación impuesta por el psiquiatra, la depresión o la combinación de ambas estaban haciendo mella en un músico que es considerado como un virtuoso de la guitarra, un hombre dueño de dos manos increíbles de dedos fabulosos. Con frecuencia, Drake tenía que parar la grabación y repetir.

Family Tree (2007) es el disco más interesante para analizar desde esta óptica optimista y alegre que pretende legarnos la caja. Estamos realmente ante el primer material propio (Bird Flew By, Strange Meeting II) y algunas primeras versiones de canciones que luego verían la luz en su debut ya convenientemente producidas (Day Is Gone, una estremecedora Way to Blue tocada solo al piano). Otras están grabadas durante el que se presupone otro de los periodos más felices de su vida, el verano en Aix-En-Provence 1967, donde sus amigos ya le recuerdan componiendo y tocando día y noche, y también hay versiones caseras que ayudan a entender la importancia del blues en el aprendizaje de Drake así como su formación clásica (Mozart). También sirven para imaginar la infancia feliz que su hermana insiste en transmitir, escuchando canciones en la radio, en una familia donde la música siempre estivo muy presente. De hecho, Family Tree incluye una pieza cantada junto a su hermana Gabrielle (All My Trials) y un par por Molly Drake, la madre de Nick, que tocaba el piano y que llegó a componer canciones. En su estilo cristalino y frágil puede verse reflejado el de su hijo.

Según Gabrielle, Nick escribía canciones desde los tres o cuatro años, canciones entonces centradas en dos sus dos temas favoritos: cowboys y comida. Lo que pasó después, el progresivo oscurecimiento del músico, puede que no tenga nada de misterioso ni traumático: se llama adolescencia. Lo cierto es que sus letras conectan mejor con el aislamiento propio de estos años, cuando se produce el gran choque entre el idealismo juvenil y el mundo adulto y la sensación de soledad e incomprensión se dispara hasta lo insoportable. El gran misterio es en qué se hubiera convertido Drake si aquella noche de noviembre de 1974 en casa de sus padres no hubiera tomado, en principio por accidente, más pastillas para dormir de las que debía. ¿Tendría sentido que hubiera seguido escribiendo canciones torturadas sobre sentimientos inmaduros, atrapado en su imagen de eterno adolescente? ¿Hubiera madurado de haber superado la depresión? ¿Y sobre qué hubiera cantado entonces?

Mejor damos un paso más allá de Hendrix, Morrison y Joplin, que en vida gozaron del reconocimiento y la popularidad que merecían, y traemos aquí a Syd Barrett y Tim Buckley (e incluso a su hijo, Jeff Buckley). Genios malogrados que, por unas u otras razones, no pudieron desarrollar su talento y pasarán a la historia como personajes permanentemente frustrados, músicos que fueron prematuramente abortados. Como en ellos, algo se rompió en algún momento dentro de Drake y nunca más pudo ser arreglado.

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