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El tótem del turismo

Un bus turístico en la Plaza de la Reina de Valencia con el Micalet al fondo.

Adolf Beltran

¿Hay que proteger el turismo de los ataques que sufre o de su propia dinámica? Como una serpiente de verano, las acciones marginales de grupos juveniles de extrema izquierda no menos marginales han adquirido en algunos medios de comunicación, gracias a un clima de tensión sin duda alentado por el referéndum unilateral convocado por los independentistas en Cataluña, el aspecto de un conflicto de orden público.

Por una parte se habla de “turismofobia” y por otra se emplaza a adoptar medidas judiciales extraordinarias como la intervención de la Abogacía del Estado en la denuncia de unos “ataques”perfectamente condenables aunque mayormente centrados en el pinchazo de algunas ruedas, la ejecución de pintadas y el uso y abuso de pegatinas.

La desproporcionada reacción apenas esconde su objetivo: delimitar una vez más dos bandos y poner bajo sospecha de complicidad con grupos violentos a todo aquel que se salga de la ortodoxia y ensaye una crítica de fondo al modelo turístico y sus axiomas. O peor aún, a todo aquel que se atreva a implantar políticas reticentes con la euforia hostelera, encaminadas a regular el desmadre y el abuso amparados en los “intereses turísticos”.

Como los toros, el turismo es un tótem de la derecha española y el PP, fiel a su origen de organización fundada por aquel ministro de la dictadura, Manuel Fraga, que en los años sesenta impulsó el turismo de masas desde la cartera de Información y Turismo, no tiene límites en la instrumentalización de esos iconos.

Los populares valencianos, por ejemplo, se despidieron en 2015 del poder en las instituciones autonómicas promulgando, con el argumento de defender unas “señas de identidad” supuestamente indiscutibles, una ley que castigaba sin subvenciones públicas a quienes criticaran la tauromaquia y los ‘bous al carrer’. Derogado aquel monstruo legislativo, hoy el debate sobre el trato a los toros en los festejos populares está en la calle y desde la política se adoptan medidas que limitan o prohíben la incondicional brutalidad de ciertas prácticas.

Con el turismo ocurre algo parecido. Cunde la necesidad de poner orden, de adoptar estrategias para amortiguar sus efectos sobre las ciudades, de civilizar sus repercusiones sobre la convivencia y conciliar su indudable potencial económico con otras exigencias sociales. Y la respuesta oficial tiende a sacralizar esa “máquina de crecimiento”que genera el 11% del PIB español para poner bajo sospecha conspiratoria a quienes la critican porque, todavía, en el imaginario de ciertos políticos y creadores de opinión, rige la vetusta idea de que 'Spain is different'.

En Barcelona, ciudad donde se plantean de forma radical algunos de los conflictos que genera el turismo cuando desborda lo razonable, el equipo de Ada Colau se ve abocado a adoptar medidas regulatorias que van de las licencias de hoteles a la circulación en patinete. En Baleares, el gobierno de izquierdas ha establecido por ley un límite de plazas (poco más de 623.000), que se reducirá paulatinamente en el futuro. La Generalitat Valenciana, a su vez, opta por no implantar una tasa turística, pero el Ayuntamiento de Valencia no lo descarta mientras adopta medidas para combatir la proliferación de apartamentos alquilados por días al margen de la ley (y su impacto sobre el precio de la vivienda), la última gran plaga causada por la irrupción de plataformas globales de oferta a través de internet que actúan como si tuvieran patente de corso.

En el sector hay coincidencias con unas acciones y discrepancias con otras, mientras se reconoce desde algún grupo empresarial internacional que España “está bastante llena de turistas”. La masificación descontrolada del turismo puede tener sobre la estructura social de las ciudades el mismo efecto devastador que tuvo en su momento, de la mano de la especulación urbanística, sobre el territorio. No hay tanta diferencia entre sacrificar el litoral en nombre del turismo y esquilmar mediante la gentrificación barrios o centros históricos por el mismo motivo. Los argumentos se parecen y los efectos son igual de irreversibles.

Desestacionalización, especialización, innovación, potenciación del patrimonio natural y cultural, apuesta por lo cualitativo frente a lo cuantitativo… El debate no es nuevo y, en el fondo, subyace el fenómeno de siempre: la expansión turístico-inmobiliaria, que ahora se ceba en el corazón de las ciudades.

“Los residentes apoyarán el desarrollo turístico siempre y cuando perciban que los beneficios esperados serán mayores que los costes”, sostiene la teoría del intercambio social que John Ap divulgó a finales del siglo pasado. Pero la generación de residuos y la contaminación, el gasto en energía, el impacto demográfico, el consumo de territorio y la sobreexplotación de recursos locales son efectos asociados al turismo de masas que se han ocultado o que, en todo caso, han quedado históricamente al margen del cálculo oficial hasta que se ha abierto paso otra mentalidad. Y he aquí la pregunta: ¿Es posible un turismo sostenible?

Hay muchos estudios sobre la actitud de los residentes ante el turismo, pero adolecen en general de un problema de enfoque, apunta el profesor Alejandro Mantecón, del Instituto de Investigaciones Turísticas de la Universidad de Alicante, que cita aquella idea de Bourdieu según la cual el proceso de creación de la opinión pública viene constituido por “grupos movilizados alrededor de intereses privados”. Por eso argumenta este sociólogo la conveniencia de una nueva orientación cuando advierte de que no existe un sistema turístico al margen de las influencias de diversos poderes y propone una “sociología política del turismo”que sitúe precisamente el poder en el centro del análisis.

Visto así, el gobierno del turismo nunca fue una cuestión técnica, aunque ha tratado de aparentarlo. El turismo no solo es una actividad económica sino también una ideología y una fuente de conflicto. En su negociación, dado que lo real ha acabado por desbaratar lo simbólico, además de los lobbies y las instituciones deben tener una voz relevante los ciudadanos.

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