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Sabiduría política para el día después del referéndum

Mariano Rajoy, ante el Congreso, con los millones de firmas que recogió el PP en 2007 contra el Estatut catalán.

Adolf Beltran

“Lo que vivimos fue una especie de sabiduría política que permitió en 2014 que los escoceses pudiesen tener un referéndum bien organizado y en un buen ambiente con el resto de Gran Bretaña”. Así explicaba hace unos días Timothy Garton Ash la experiencia escocesa en una entrevista con mi homónimo de Catalunya Ràdio Adolf Beltran (que alguien se llame como tú y tenga el mismo oficio da pie a equívocos tan curiosos como gratificantes si el otro resulta ser un buen periodista).

Garton Ash pasó por el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona para hablar de la libertad de expresión pero era inevitable, en una Cataluña en estado de excitación independentista, que le preguntaran sobre la cuestión. El historiador británico se curó en salud al señalar que “obviamente, es importante el respeto a la Constitución, a las leyes del país”, pero dejó entrever su actitud favorable a los referendos pactados. No sin advertir, usando el Brexit de contraejemplo, que si no son fruto de un amplio consenso pueden “dejar el país perfectamente dividido”.

Como referente de esa “historia del presente” que combina el periodismo en vivo con el análisis de procesos históricos de mayor alcance, en la línea de Tony Judt, que fue amigo suyo, Garton Ash ha vivido procesos de autodeterminación en tiempo real que se plasmaron en las revoluciones de finales del siglo pasado contra regímenes comunistas en Ucrania, Letonia o Lituania. No hace falta explicarle, pues, qué es una nación, porque las ha conocido en persona y en momentos de especial dramatismo, como en Kosovo. Por eso no hay que echar en saco roto tampoco su elogio de la “sabiduría política”.

Sea lo que sea lo que quiera decir con ello (una cierta capacidad de entender las corrientes de fondo que confluyen en un conflicto, supongo, y de gestionar razonablemente su negociación), es evidente que la sabiduría política resulta un bien escaso en la vida pública española, en general, y en el proceso catalán, en particular.

Mariano Rajoy, ese señor que se fotografió en 2007 ante el Congreso de los Diputados rodeado de palets cargados de firmas contra el Estatut fruto de una infame campaña anticatalana del PP, no ha hecho más que confirmar que era la persona menos adecuada para resolver el reto de un independentismo convertido, por una cada vez más doctrinaria formulación, en el mejor aliado de su incapacidad. La paradoja radica ahí, en la retroalimentación de dos posturas intransigentes cuya dudosa victoria queda emplazada al resultado de una especie de pugilato más que al desenlace de un enfrentamiento político civilizado.

El referéndum que el gobierno de Carles Puigdemont se empeña en celebrar a toda costa el próximo 1 de octubre, con la inverosímil ley de desconexión unilateral como corolario, parece perseguir un escenario que emula los hechos del 6 de octubre de 1934, en los que tras la declaración del Estat Català, acabó encarcelado Lluís Companys y se suspendió la Generalitat. Parece evidente que busca escenas de represión, esta vez sin muertos, que justifiquen de alguna manera la exacerbación de las posiciones que han llevado hasta aquí.

Pero el conflicto, a estas alturas, no tiene marcha atrás y hay que ir pensando cómo afrontar ese tiempo posterior en el que no habrán desaparecido los independentistas, ni se habrá esfumado la abrumadora voluntad de los catalanes de votar, ni habrá declinado el descontento mayoritario con el estatus autonómico actual. Para entonces tendremos que suplir el vacío existente hoy por hoy de una alternativa practicable al choque subido de tono y a la demagogia de ida y vuelta entre el secesionismo catalanista y el españolismo centralista. La izquierda, hasta ahora incapaz de articular una propuesta que facilite al menos la negociación –ya que nadie puede pensar que desaparezca el problema sin más ni más–, tendrá que asumir la gran responsabilidad de forzar una vía política para salir del callejón.

La decisión adoptada en su momento por los socialistas catalanes de abandonar su apoyo al derecho a decidir, además de ser un error, contribuyó a que el partido de Ada Colau ocupara, con las incomodidades que conlleva, su espacio político y electoral. El nuevo PSOE de Pedro Sánchez sabe que su federalismo tiene que pasar de la retórica a una acción efectiva y ha dado un paso adelante con el reconocimiento más o menos tibio, más o menos confuso, de que España es un Estado plurinacional. Las medidas recientes acordadas con el PSC en la denominada Declaración de Barcelona obedecen a la conciencia de que no habrá un Gobierno de cambio si no sabe encauzar con valentía el problema territorial.

Podemos, por su parte, asume la celebración de un referéndum dentro de cauces legales, pero deja en una bruma todo lo demás. Dicho de otra manera: ¿qué hacer para que los catalanes puedan algún día expresar su voluntad y tengan argumentos suficientes, como ocurrió en Escocia, para decidir quedarse?

Reconectar Cataluña implica seguramente reformar la Constitución para reconocerla como nación y evolucionar el modelo autonómico hacia una estructura federal más asimétrica en lo simbólico y cultural, más transversal en lo político y más justa en el reparto de las inversiones y la financiación. Un camino que el PP y Ciudadanos se resistirán a transitar.

Precisamente la reforma de la financiación, aplazada una y otra vez por el gobierno de Rajoy, alcanza su zona cero coincidiendo con el clímax del desafío independentista catalán. Ha señalado Ximo Puig al anunciar una “gran movilización” en torno al 9 de Octubre que el problema territorial de España “no es solo Cataluña”. La Comunidad Valenciana, que resulta la peor financiada por el sistema vigente, calienta motores para reivindicar con contundencia, en cuanto se conozca el informe del comité de expertos, su propuesta de cambio de paradigma (veamos cuánto cuesta sostener los servicios esenciales del Estado del bienestar de manera equitativa en todo el territorio, plantea, y asignemos después a las competencias de cada autonomía los recursos necesarios, creando a la vez un fondo de contingencia que garantice su suficiencia). La propuesta implica escapar del corsé actual para reformular la distribución de recursos de todas las administraciones, también de la Administración central. Al ministro Montoro no le va a gustar.

Como Baleares o Aragón, el País Valenciano puede ser importante –lo será para la izquierda sin ninguna duda– en la compleja operación de un nuevo encaje de Cataluña dentro de una estructura federal, aunque solo sea porque corre el peligro, remoto pero crucial, de ver cómo a orillas del Mediterráneo un vecino se convierte en otro Portugal. Y digo que es importante para la izquierda porque la derecha valenciana se descarta de cualquier actitud constructiva, anclada como sigue en el exabrupto y la descalificación del gobierno autonómico apoyado por los socialistas, Compromis y Podemos, al que acusa de catalanista y proindependentista sin más elemento objetivo que una vieja obsesión.

Así las cosas, ya que no ha habido sabiduría antes, sería bueno promoverla a partir del día después. Para ello es fundamental dejar de confundir la política con una trituradora y la ley con una patente de la involución.

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