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El cambio, año I

Ignacio Blanco

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Hace justamente un año andábamos de campaña electoral con la expectativa puesta en desalojar de las instituciones valencianas al Partido Podrido. Una campaña que se polarizó entre ellos y nosotros a cuenta del escándalo de corrupción más grave de la historia democrática valenciana: el caso Taula, entonces conocido como Imelsa. Durante esos días la ciudadanía pudo escuchar cómo sus desvergonzados gobernantes le robaban y se jactaban de ello, contando billetes de mil en mil. Nada que no supiera ya quien quisiera saber, tras Gürtel, Nóos, Brugal, Fabra, Blasco, Terra Mítica, Valmor... y sus equivalentes en cada Ayuntamiento, Diputación o empresa pública gobernada por el PP como su cortijo. Finalmente cayó Rus, cayó Rita y cayó Fabra. El poder institucional del PP, que había teñido de azul el mapa durante veinte años, quedó reducido a las Diputaciones de Alicante y Castellón y a contados municipios de más de 40.000 habitantes. ¿Cómo fue posible? ¿Qué había pasado?

Mi teoría es que, una vez más, las condiciones materiales de vida de la población fueron el elemento determinante del cambio político. Si fuera por la corrupción, el PP habría perdido el poder en 2011, cuando ya eran perfectamente conocidas todas sus corruptelas y presentaba como candidato a un imputado Francisco Camps, del que todo el mundo había escuchado sus conversaciones con los “amiguitos del alma”. Tampoco fue la pena pagada por el ataque a nuestro territorio, asolado por promotores y constructores que financiaban ilegalmente al partido que les procuraba tan suculentos beneficios; si fuera así, el PP habría caído al menos en 2007. Ni mucho menos el desprecio a la lengua y a la cultura del pueblo valenciano; si fuera por ello, la derecha cavernícola que sufrimos no habría pasado de la primera legislatura. El PP consolidó su mayoría electoral a partir de un discurso muy primario que caló hondo en la mayoría social, generando hegemonía. Una eficaz propaganda al mismo tiempo triunfalista -contra toda lógica y contra toda estadística- y victimista -frente a enemigos imaginarios, internos y externos- inoculó en mucha gente la identificación del PP con los intereses valencianos. Todo ello aderezado de una red clientelar que repartía las migajas del festín entre amigos y familiares, que siempre encontraban un terrenito, un contratito o un puestito en el Ayuntamiento donde censaban familias enteras para que la democracia no torciera sus planes.

“¿Cuándo se jodió el PP?” Cuando la crisis y las recetas neoliberales que se aplicaron al dictado de los mercados para supuestamente combatirla -en realidad, aprovecharla- hicieron que el paro, los desahucios y la emigración económica se convirtieran en la realidad cotidiana de cientos de miles de familias que se habían creído “clase media feliz” en la época de la burbuja inmobiliaria. Y cuando los recortes afectaron también a los suyos en forma de despidos o de impagos, no pudiendo sostener su entramado de favores a costa del presupuesto público. Fue entonces cuando la corrupción empezó a hacer daño electoral y el repudio al PP se extendió de una minoría crítica a una mayoría cabreada, cuando Rita Barberá dejó de ser vitoreada en el balcón o Juan Cotino tuvo que dejarse barba para no ser reconocido por la calle.

El resultado del 24 de mayo de 2015 no fue, por tanto, un acto de justicia. De haberlo sido, EUPV no habría quedado fuera de las Cortes Valencianas sino que participaría del cambio que contribuimos a traer con nuestras denuncias y nuestras propuestas. El 24M fue más bien un acto de venganza contra los responsables de un saqueo que ha arruinado nuestro presente e hipotecado buena parte de nuestro futuro. El 24M, del que pronto se cumple un año, se produjo un cambio histórico pero no irreversible. Sólo hace falta recordar la experiencia de los gobiernos progresistas en las Islas Baleares -legislatura sí, legislatura no- para darse cuenta de lo efímeros que pueden ser los vuelcos electorales si no van acompañados de transformaciones sociales y de cambios culturales. Por eso, lo primero que deben conocer quienes gestionan la Generalitat y los Ayuntamientos son sus propias limitaciones, pero no para aceptarlas resignadamente sino para tratar de superarlas. Fijarse no sólo en lo que han conseguido en este primer año -devolver la dignidad a las instituciones, cambiar las prioridades políticas y presupuestarias, garantizar la sanidad universal, practicar la transparencia- sino especialmente en lo que queda pendiente: el cambio de modelo productivo, la creación de empleo de calidad, la recuperación y regeneración de los medios de comunicación públicos, la vertebración territorial de un país de comarcas...

Sería peligroso que nuestros gobernantes cayeran en la autocomplacencia o, peor aún, en la resignación, que un año después pensaran que ya está casi todo hecho o que no se puede hacer mucho más. Como dijo Martí i Pol, tot està per fer i tot és possible, pero para ello es fundamental que no dejemos toda la política en sus manos, que la sigamos haciendo desde la sociedad. El 24M no es un día para celebrar sino para continuar exigiendo. ¡Larga vida al cambio!

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