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Máquinas de delinquir partidistas

Adolf Beltran

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El caso de Alfonso Rus era una bomba de relojería. Todo el mundo sabía que explotaría en un momento u otro después de que hace nueve meses trascendiera una parte del contenido, especialmente las grabaciones, de la denuncia llevada un año antes a la Fiscalía por la diputada provincial de Esquerra Unida Rosa Pérez Garijo. El otrora poderoso dirigente provincial cayó en desgracia en plena campaña electoral al hacerse evidente que había liderado una red de cobro de comisiones ilegales. Y aquí paz y allá gloria.

Desde entonces, el PP valenciano ha hecho vida normal, es decir, ha mantenido su típica hibris de altanería, instalado ya en la oposición en las Corts Valencianes, el Ayuntamiento de Valencia y, también, la Diputación. Esa pose desmesurada a la que tienen acostumbrada a la opinión pública se reproduce en los populares una y otra vez tras cada escándalo de corrupción. Y son muchos. Hay un instante de desconcierto en el que los dirigentes apelan a la presunción de inocencia, a la prudencia. En esos momentos, se aparta a aquellos cargos que han caído de forma irreversible en las redes de la justicia... Y a otra cosa.

O a la misma cosa. La flamante presidenta del PP en la Comunidad Valenciana, Isabel Bonig, enmudeció mientras detenían a un puñado de significados políticos de su partido, envió a la coordinadora general y al presidente provincial a dar la cara ante la prensa, y buscó el cobijo de una emisora afín para decir algo a última hora de la jornada. Dijo que se sentía “avergonzada”, presumió de haber actuado con contundencia al apartar a los detenidos, cuyos trapicheos atribuyó al pasado, y cargó contra la izquierda por utilizar políticamente la corrupción.

Mientras estallaba el caso Rus, el caso Imelsa o como se le quiera llamar, seguía en el Tribunal Superior de Justicia el juicio de una de las ramas del caso Gürtel, la que afecta a las adjudicaciones del pabellón valenciano en Fitur a la trama de Francisco Correa. Justo la víspera de la Operación Taula, Rafael Betoret, condenado por dejarse sobornar por esa trama con regalos de trajes en la misma causa en la que Francisco Camps fue absuelto, evitaba que el expresidente de la Generalitat compareciera al renunciar a llamarlo como testigo. Habría resultado muy curioso escuchar los argumentos exculpatorios de Camps (respecto a la responsabilidad de su gobierno y su partido) con el ruido de fondo de una gran redada en la enésima operación judicial contra cargos del PP por supuestos delitos cometidos cuando él era el enfático líder de una comunidad enfebrecida y de su todopoderoso partido.

No hay nada peor que convertir lo inaceptable en un sistema, considerar que la democracia es compatible con el funcionamiento de máquinas de delinquir partidistas. Y debería resultar sospechosa la apelación a que Rita Barberá “no está acusada de nada” de alguien como Mariano Rajoy, líder de un partido acusado, no solo de usar una caja B para financiarse, sino de destruir pruebas que podrían probarlo (los discos duros de los ordenadores de Bárcenas), con varios de sus tesoreros imputados en casos de corrupción.

En efecto, a día de hoy la exalcaldesa de Valencia no está acusada, pero a su alrededor proliferan los sumarios: Nóos, Emarsa, Feria Valencia y este caso que ha llevado al calabozo a algunos de sus más directos colaboradores. En eso se parece a Rajoy, que ve cómo pasan por los tribunales antiguos gestores del partido y cargos de las instituciones sin darse por aludido.

Un escalofrío recorre estos días la piel de algunos insignes defensores de la democracia española ante la posibilidad de que se forme un Gobierno pluripartidista y de izquierdas en el que participen “partidos antisistema”. Poderosos portavoces del poder y hasta exministros y expresidentes invocan la necesidad de generar “confianza” para justificar que se deje seguir gobernando a un partido que no ha hecho la catarsis de sus casos de corrupción ni tiene intención de hacerla.

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