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Nuevos y viejos rostros del fascismo

Gustau Muñoz

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“Prietas las filas”, “banderas enhiestas”, “nuestras escuadras van…”. Aquello hedía a tropel, a manada, a fratría agresiva y demoledora… Durante décadas se ensalzó como heroica esta narrativa de semántica inequívoca que se infiltró en el subconsciente de sucesivas generaciones, en el imaginario social. Un escenario lejano, remoto, que la sociedad europea, horrorizada, descartó hace décadas (en España, sintomáticamente, se mantuvo mucho tiempo más), que no goza de crédito alguno… pero que reaparece esporádicamente. En forma de “casos aislados”, pero con ímpetu y como casos no tan aislados en momentos de crisis social o política.

Un grupo de individuos imbuidos del culto a la fuerza se estimulan unos a otros, se amparan en la sorpresa y en la impunidad momentánea y golpean, derriban, violentan. Dan rienda suelta a instintos de destrucción y sadismo largo tiempo reprimidos. Es uno de los componentes del fascismo. Muy ligado a mecanismos patológicos, pero presentes en individuos por lo demás normales y corrientes, sobradamente conocidos y que la psicología social ha analizado de manera convincente. Es el comportamiento brutal de la horda que describiera también, hace ya mucho, EliasCanetti en Masa y poder.

Recientemente se han podido observar actuaciones escuadristas de este jaez en las concentraciones “unionistas” en Catalunya o en el ataque que sufrió la manifestación del 9 d’Octubre en València o en manifestaciones españolistas en Madrid y otros lugares. También en las reiteradas agresiones, a veces de gravedad extrema, protagonizadas por grupos de ultras identificados con equipos de futbol, ligadas o en simbiosis con las anteriores. El ataque a Blanquerna, la sede de la librería y centro cultural de la Generalitat de Catalunya en Madrid, revistió todas estas características de violencia de grupo, de escuadrismo fascista. Yo mismo hube de presenciar una escena de esta índole cuando hace ya años me encontraba en una librería de València y un grupo de anticatalanistas entró a derribar libros, a proferir amenazas y a exhibir su violencia. Pasado el primer desconcierto, el encararme con uno de ellos me rociaron la cara con un spray irritante. Fue un incidente relativamente menor, pero no por ello menos grave y evocador de este tipo de violencia fascista tan conocida y que tantos estragos causó en la Europa de los años veinte, treinta y cuarenta.

En España esta forma de violencia, amparada en el culto que durante décadas se rindió al estilo bronco del falangismo, no ha sido nunca verdaderamente desarraigada sino que, al revés, llegado el caso se crece en la impunidad que sus muchos apoyos tácitos o explícitos le garantizan. La inveterada impunidad de las agresiones anticatalanistas en València y la increíble lenidad con la que suelen ser tratados los violentos -como los condenados por el ataque a Blanquerna-, hablan de apoyos “respetables” que deberían alarmar. Porqueno hacen sino acrecentar una amenaza muy seria. La toma de conciencia de lo que significa la violencia verbal (“¡A por ellos!”) y la estigmatización o el insulto bárbaro como preludio del escuadrismo y lo que este, a su vez, tiene de simbolismo y presagio de ulteriores carnicerías más organizadas y legalizadas, deberían tomarse muy en serio.

El nuevo fascismo trata de disimular su origen y su trasfondo. Imposible presentarse con las viejas camisas cuando ya tanto se sabe acerca de adónde lleva el culto a la violencia. Cuando sabemos ya tanto del infierno que fue Europa en manos del fascismo. Cuando las visiones de horror de lo que fue la España de Franco con sus cárceles, cuartelillos y comisarías, o la Italia de las palizas y el aceite de ricino, retumban en nuestras mentes y nos avisan. Cuando tenemos presentes las raíces del mal, cuando sabemos cómo se incuba el huevo de la serpiente, cuando no olvidamos lo que fue el Holocausto y sus prolegómenos…

Pero las generaciones se suceden y lo viejo atrapa a lo nuevo. No hay nada irreversible. No estamos a salvo de una nueva brutalización de la política. Con otras formas, tal vez, con nuevos rostros. Pero con la misma barbarie despiadada de siempre.

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