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Pedro, Pablo y los señores del régimen

Ignacio Blanco

Estaban acostumbrados a dictar sentencia desde sus despachos en la Gran Vía, a decidir leyes, reglamentos y concesiones administrativas a golpe de titular, a hacernos creer las ideas que nos inyectaban por vía editorial. Podían encumbrar o arruinar carreras políticas y construir el relato definitivo sobre la transición, el tratado de Maastricht o la situación en Venezuela. Suyo fue durante muchos años el monopolio de la opinión pública progresista. Tenían en nómina a columnistas de todo pelaje, reputados intelectuales del oficialismo y disidentes oficiales de la intelectualidad, de izquierda y de derecha, todos unidos en la defensa de un legado generacional. Creyeron que su poder sería eterno... pero quebró.

Aparecieron nuevos medios que compitieron por el fútbol y por el BOE, corporaciones empresariales favorecidas por vasallos que se rebelaron contra su destino y prefirieron pagar los diezmos a otro señor; una nueva hornada de presentadores, tertulianos y polemistas, de izquierda y de derecha, supo conectar con la audiencia, que quería menos rollos y más caña; nuevos diarios digitales se atrevían a hacer periodismo a pesar de todo. Y las redes, ese magma incontrolable en el que los señores del régimen se encontraban perdidos y vulnerables, a merced de mocosos a los que no podían comprar con dinero ni callar con querellas.

Los señores del régimen creyeron que aún podían escribir la historia cuando Pedro recurrió a ellos. Era débil, les tenía miedo y necesitaba su apoyo. Fue fácil convencerle para que abandonara la vía portuguesa y despreciara la valenciana. Le fijaron unas líneas rojas que no podría cruzar y unos socios naranja con los que no podría romper. Si seguía el plan previsto para asaltar la Moncloa, ellos le cubrirían con toda la artillería mediática. Su potencia de fuego les sirvió para ganar un comité federal del PSOE y cuatro encuestas de Metroscopia... pero no la investidura.

El guión estaba escrito. Los votantes progresistas reconocerían en Pedro al gran hombre de estado, al único que había intentado un pacto transversal y moderado, sin frentismos ni extremismos, y culparían a Pablo por su egoísmo, por su arrogancia, por la cal viva, por querer controlar el CNI, romper la unidad de España y condenarnos a vivir como en Cubazuela. Si no accedía a apoyar la investidura de Pedro en las condiciones impuestas, Pablo sería penalizado en unas nuevas elecciones, en las que la participación bajaría porque la gente estaba cansada de votar y quería que los políticos se pusieran de una vez de acuerdo -que para eso cobran- y a otra cosa, mariposa. En el peor de los casos para los señores de régimen, todo volvería a su cauce con un pacto de las derechas, la nueva y la añeja, que no lucen bonito pero mantienen la casa en orden.

Pero la gente se había hartado de pensar al dictado. La mayoría quería algo tan simple como un gobierno de cambio que acabara con la pesadilla de recortes y corrupción. No era una cuestión de Pedro o Pablo sino de simple y llana democracia. Necesitaban saber lo que cada uno de ellos haría con su voto. Pedro habló mucho de lo que había pasado semanas atrás pero no dio garantía alguna sobre el día después. Pablo supo rectificar, sumar y plantear alternativas realistas de futuro, con la mano tendida para un acuerdo progresista.

El 26 de junio de 2016 la gente votó masivamente, se rompieron todos los pronósticos y los señores del régimen supieron que su plan con Pedro había fracasado. Ya sólo les quedaba la baza de la Gran Coalición, pero tampoco funcionó. Las bases socialistas se rebelaron e impusieron el apoyo a un gobierno de izquierdas. El miedo, al fin, había cambiado de bando.

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