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Prefabricando la enseñanza

Javier Caro

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Recuerdo mis años de escolar con cariño. Iba a un colegio público normal, con amigos normales y con profesores comunes. Nada se escapaba de la lógica de aquellos años: semana cultural, con teatro hecho por los alumnos y padres que aplaudían cualquier cosa, y semana deportiva, donde algunos demostrábamos al resto nuestra incapacidad para el fútbol o el baloncesto. En aquella época incierta pensaba que el colegio que me había tocado era la repanocha, el mejor de Valencia, pues teníamos de todo, hasta logopeda y fisioterapeuta. De hecho, habían clases de refuerzo, para aquellos que no iban muy bien en alguna materia. En mi generación todos íbamos a colegios como el mío, colegios que al menos eran edificios.

Desde hace varios años existen en la Comunitat barracones, aulas prefabricadas, algunas debían ser temporales, por reparaciones en sus colegios de origen y otras para poder acoger al exceso de alumnos en centros que se han quedado pequeños. La idea no parecía mala, de hecho parecía muy coherente, si no hay sitio habrá que realojar a los alumnos, pero siempre con un carácter temporal, lo malo es que ese “carácter temporal” se ha dilatado en el tiempo. Tanto es así que parece que los que mandaban aquí se habían olvidado de ellos.

Muchos chicos y chicas que han salido del sistema educativo o cursan algún estudio superior, lo hacen sin saber lo que es estudiar en un colegio en condiciones, incluso algunos desde infantil. No es raro que alguien diga que no sabe lo que es estudiar en un colegio de esos con paredes de ladrillos. No es extraño que los padres no deseen ver a sus hijos en semejantes condiciones, sabiendo que otros alumnos, con los mismos derechos que sus vástagos, están haciendo lo mismo pero en colegios “de verdad”. Ese agravio comparativo no es normal, es ilógico y hasta denigrante.

El profesorado, que también son los que tienen que aguantar trabajar en condiciones peores que muchos de sus colegas, también están afectado por éste trato. ¿Quién se puede imaginar dar clases o asistir a ellas, en condiciones más parecidas a otros lugares del mundo menos afortunados que éste, pero sin salir de la Comunidad Valenciana?. Existe una treintena de centros íntegramente instalados en barracones. Centros que son colegios por la nomenclatura y por el espíritu que consiguen impregnarle sus profesores y alumnos, pero que en realidad, no dejan de ser cajones de hierro pintados de colores con mesas y sillas en su interior. Algo más propio de la ayuda internacional a la educación en países en vías de desarrollo, que a un territorio enclavado en la cuarta economía de la Unión Europea.

Existen cientos de jóvenes que siguen en compartimentos, como si estuvieran en latas de latón barato, 1.700 módulos prefabricados, aulas que están en desventaja de otras de hormigón. Colegios e institutos donde salir de una clase en el edificio, y meterse en un cuchitril oxidado es una constante. Un ritual que sucede en todo el curso: dejar el centro normal y meterte en aulas de plástico, donde por ejemplo, el golpeo de las gotas de lluvia en el techo se puede transformar en irritante. Por si todo esto no fuera ya un disparate, la Generalitat gasta en mantenimiento para estas aulas, más parecidas a contenedores del puerto que a lugares de enseñanza, la estrambótica cifra de 5,5 millones de euros. ¿No se podrían construir o rehabilitarlo colegios o institutos con ese dinero, en vez de tirarlo por el sumidero?

Ya tenemos suficientes problemas en éste país con la educación, por ejemplo el absentismo o el bullying, como para hacer más complicado el acceso a la educación haciéndoles a los estudiantes meterse en cajones de metal. Respecto al problema con mayúsculas del absentismo escolar hay que recordar, cuando algunos políticos conservadores dicen que nos sobran universitarios, que en 2014 la Fiscalía de Menores, recibió 173 denuncias e informes sobre casos de alumnos que no iban a clase entre seis y 16 años, una auténtica barbaridad.

Sin duda la política de los barracones, esos que tenían una fecha para dejar de usarlos, que se ha vuelto indefinida, puede llegar a generar desafección por parte del alumnado y de los padres y madres. Al lado de la casa de mis padres está el colegio 103, un centro prefabricado que lleva en funcionamiento desde 2008. Un lugar que al pasar cerca de su valla notas algo extraño: barracones pintando de colores, frialdad en su patio y escasa vida en su interior. Solo el nombre ya indica poca esencia, la esencia de un colegio construido para ser derribado en cuanto se tuviera el de verdad, el que tendría el nombre de un pintor, escritor u otro oficio que nos evocaría a alguien digno de ser el estandarte de un colegio, el que recordarían sus alumnos cuando echaran la vista hacia atrás. ¿Quién querría acordarse del colegio 103 con ese nombre mecánico, frío, simple, que nos inspira más a un regimiento militar que a un centro de enseñanza?.

Viendo como el PP ha deshumanizado la educación haciendo que cajones de metal sean aulas en el primer mundo, y que existan dos tipos de centros en su territorio, como son las “escuelas y clases de verdad” y las “prefabricadas con fecha de caducidad”, recuerdo con unas mejor sonrisa mi colegio. Un colegio normal, sin grandes cosas, lo justo para ir y no sentirte menos que otros. Un colegio con paredes que no eran de hierro.

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