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Con uñas y dientes

Alfons Cervera

Escribían dos o tres novelas a la semana. Cien páginas justas. Cobraban los sábados y se juntaban en el bar de la esquina a celebrarlo. Inventaban mundos que nos resultaban ajenos. Personajes que tenían algo de sobrenatural. Con esos escritores, también se juntaban los dibujantes y guionistas de tebeos. Más mundos ajenos. Más personajes. Este país era la negrura, la cueva donde el franquismo almacenaba los tesoros de la inteligencia y les pegaba fuego para que de esa inteligencia sólo quedaran las cenizas. Leíamos entonces, los críos de entonces, esos tebeos y un poco después las novelas que llegaban en el autobús de línea al pueblo perdido en la montaña o al mercado de los jueves si el pueblo era ya de más envergadura. Las cambiábamos en esos mercados. Unas ya leídas por otras que esa semana devoraríamos como el huevo batido con leche o el calcigenol que reforzaba los huesos esmirriados de los años cincuenta en el pasado siglo.

En mi casa no había libros. Suerte que algunos colegas escritores tienen de haber disfrutado en las suyas esas amplias estanterías llenas de flauberts y balzacs, de tolstois, de faulkners o dostoievskis. Mi suerte literaria fue otra. Y me llena de orgullo sacar aquí a esas novelitas escritas en plan estajanovista por hombres y mujeres que nos metieron en vena el mejor amor a la literatura. Eran aquellas novelas llamadas “de quiosco” y también de “a duro” porque es lo que más o menos costaban en aquellos años. Eran aquellas novelas que no entran en ningún canon de la gran literatura. Eran cien páginas de acción o de romanticismo a ratos cursi que nos llevaban de Gestalgar a Arizona o Dodge City en un abrir y cerrar los ojos mientras los dos pistoleros desenfundaban sus Colt 45 o una nave espacial alcanzaba millones de kilómetros por hora cuando aquí lo más rápido que circulaba por las calles de la dictadura -lenta para todo menos para la crueldad- era el Biscuter.

Los nombres de esos escritores eran ficticios, como las historias que contaban. Según las reglas del mercado, poco fiable era un escritor que se llamara Pascual Enguídanos si escribía historias del FBI, del Oeste o de Ciencia-Ficción. Por eso se llamaba en las portadas de sus novelas George H. White. Y como él, había muchos más. Bastantes de esos nombres masculinos pertenecían a mujeres, unas mujeres que también contaban historias exóticas vividas por sus protagonistas a base de tiros y de investigaciones detectivescas al estilo de los duros americanos. También había otro motivo para esconder sus verdaderos nombres en seudónimos más o menos estrambóticos: muchos de esos escritores eran republicanos que habían sufrido la represión después de la guerra y no era cosa de seguir escribiendo a golpe de hostias y mendrugos de pan duro en cualquier rincón de las prisiones franquistas. Eran nuestros autores imprescindibles. En la escuela no existía la literatura. No existía nada. Sólo himnos, banderas, patrias vestidas con los correajes de la infamia. Para nosotros la literatura eran ellos y ellas, esos nombres camuflados para que las historias que contaban resultaran creíbles para una gente que aunque a veces pareciera que sí, en realidad no creía en nada. Eran nuestras novelas refugio, el cañizo que nos resguardaba de la intemperie y nos lanzaba por la rampa de unos paisajes y unos personajes que nos salvaban de esa rutina carcelaria que eran los años duros que siguieron a la victoria fascista de 1939.

Nunca olvido sus nombres, las novelas que ocupan todavía hoy un espacio fundamental entre los libros que más quiero. Ahí los tengo siempre: Alf Regaldie, A. Rolcest, Peter Debry, Keith Luger, Donald Curtis, Vic Logan (que era en verdad Victoria Rodoreda), Fidel Prado, Edward Goodman (uno de los numerosos seudónimos usados por Eduardo de Guzmán). Y con esos, tantos otros que me ayudaron a ver el mundo lejos de la miseria que llenaba las horas muertas de un tiempo más muerto que los barcos fantasmas de las películas de miedo. Y entre esos nombres, dos que siguen ahí, como pilares incrustados en la tierra de una memoria imprescindible: Silver Kane es uno de esos nombres. Lo conocí hace muchos años y no sabía que se trataba de Francisco González Ledesma. Fue un escritor inmenso, uno de los mejores novelistas que ha dado la literatura española contemporánea. Guardo dedicadas como un tesoro dos de sus novelas del Oeste. En una de ellas está su entrañable dedicatoria: “Alfons, aquí está mi juventud perdida”. El otro es George H. White. Nació y vivió en Llíria, un pueblo donde yo viví mucho tiempo en ese trasiego de vidas que mi familia llevó durante muchos años. Ese pueblo sigue siempre ahí, en mi cabeza, en eso que a veces los boleros llaman alma sin que los arrugue la melancolía, en lo más cercano de mi vida. Y en esa cercanía imprescindible viven conmigo las novelas de Pascual Enguídanos. Él y su familia vivían un poco más arriba del horno que tenían mis padres en la calle Mayor. Después de muchos años escribí algún artículo en que me preguntaba qué habría sido de su vida, si aún vivía, si aún seguiría, en la serie Luchadores del Espacio, con su inmensa Saga de los Aznar (nada que ver con quien ustedes están pensando) que nos transportaba a incógnitas galaxias llenas de mundos desconocidos. Y sí que vivía. En su pueblo de siempre. En su casa de siempre, cerca del horno donde me pasé todas las madrugadas de mi infancia y de mi adolescencia ayudando a mi padre a que la gente tuviera al menos pan a la hora de empezar el día.

Fui a visitarlo en esa casa. Con Carmen, su mujer, vivían lejos de aquella memoria literaria. Casi lejos de todo. Lo notaba cansado. Le pregunté si seguía escribiendo. No. Ya no escribía desde hacía muchos años. La literatura no le interesaba. Volví algunas veces más. Me gustaba hablar con él de aquella época, de cuando escribía dos o tres novelas a la semana, de los mundos tan lejanos que nos contaba en sus extraordinarias aventuras galácticas. Un día le hicieron un homenaje en su pueblo. Le dedicaron una calle. Ahora hace diez años que se ha muerto. Y se va a celebrar en su memoria otro homenaje más a lo grande. Lo tiene merecido. Más que merecido. El sábado 17 de septiembre. Mi celebración personal será muy sencilla: agradecer a George H. White que me llenara de libros la cabeza, de territorios imaginarios a los que no llegaba la cerrada barbarie de un tiempo desalmado, que siga ahora mismo llenando mi vida de ese amor a la literatura que nada ni nadie me van a arrebatar mientras pueda defenderme, con uñas y dientes, de un mundo lleno de cinismo y con la esperanza en bancarrota.

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