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Los figurantes silenciosos

Fernando Castelló Sirvent

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Debía de tener unos cuarenta años, quizá algo más. Su hijo no llegaría a cuatro. No corría, iba jugando alegremente. Ambos caminaban. La acera tenía una amplitud considerable; al menos, tres metros.

Puede que fuesen ya las ocho y media de la tarde porque andaba pensando en preparar la cena mientras le bañaba. Él entretanto, muy ilusionado, jugaba con el nuevo muñeco que acababan de comprar. Un perro muy simpático de su serie de dibujos animados favoritos. Confiados los dos. Había sido una tarde bastante agradable.

La acera por la que caminaban confluía con una pequeña calle peatonal. Justo al llegar al cruce, en la misma esquina, de repente, dio un fuerte respingo. Una bicicleta que circulaba a gran velocidad por poco les atropella. Afortunadamente caminaba apenas un paso por delante de su hijo y logró evitarlo. De casualidad.

Pasó muy cerca del edificio, casi rozando la persiana de un bajo comercial que hacía meses se anunciaba en alquiler sin mucho éxito. Sólo hubiera bastado un segundo más para que les embistiera. Eran dos personas las que llevaba esa bicicleta. La adolescente montaba aparatosamente encaramada al manillar de la bicicleta y el imberbe pedaleaba.

Todo ocurrió muy rápido, pero a la vez demasiado despacio. Imagino que comprendéis lo que quiero decir. Pero era real. Muy real. Tan real que con el exabrupto soltó todas las bolsas de la compra que portaba y gritó, protectora, a su hijo: “¡cuidado con con ese gamberro!”

El niño apenas se inmuto, abstraído como iba con su nuevo juguete; el grito sí sirvió, en cambio, para que detuviese el paso... y afortunadamente no prestó gran atención a todo lo que ocurrió a continuación.

El individuo que circulaba en la bicicleta había proseguido por la acera, a gran velocidad, esquivando viandantes. Justo en ese instante, al oír cómo ella gritaba, frenó la bicicleta en seco, se giró y comenzó a insultarla. Gritaba mal. No hablo de su potencia, no. Por alguna circunstancia, no conjugaba bien algunos tiempos verbales, pero desde luego sus gritos eran mejores que los de ella, mucho más profesionales.

Así, llamó la atención de los viandantes que tenía frente de sí, y de los que en afortunado eslalon había logrado sortear segundos antes. La agradable tarde de primavera se había vuelto fría. Poco amable. En apenas un instante. Escuchó estupefacta cómo el ciclista temerario la insultaba, retador, agitando los brazos con ganas de pelea, bajándose de la bicicleta. Su joven amiga funambulista se vio obligada a descender desde aquel elevado hábitat que ya dominaba. De no hacerlo, hubiese caído con la bicicleta, a plomo.

Los ciudadanos miraban impasibles. Eran como figurantes silenciosos. Se habían quedado bloqueados en su posición. Con el tronco ladeado, la cabeza girada. Todo ocurría como a cámara lenta. Curiosamente todos parecían ser incapaces moverse. Algún tipo de magnetismo les mantenía fijados al tablero. Tampoco hablaban.

De pronto, la agradable tarde primaveral se había convertido en un hipnótico capítulo escrito por Paul Auster. Lástima que nadie pudiese cerrar el libro. Ni despertar.

Adrenalina. Rabia. Impotencia. Violencia. En un instante, le pasaron varias ideas por la cabeza. Ninguna agradable, puede que sólo una buena. Entre tanto, el ciclista gritón se le acercaba. Los figurantes seguían a lo suyo. Nadie decía nada.

Por suerte, en un destello, asumió que todas sus ideas aparecían recogidas, de un modo u otro, en el Código Penal, y al fin y al cabo no había llegado a ocurrir nada. Por suerte. En aquella acera.

Trató de sobreponerse mientras el individuo se acercaba gritando, braceando y con el puño derecho cerrado.

En un calculado gesto de indiferencia miró al individuo con cierta lástima y achinando los ojos agitó repetidamente la cabeza, mostrando claramente su desazón. Y su desgana.

Nadie increpó al malaje. Su violencia fluía libre, cobarde. Al poco, aturdido ante la indiferencia de su mirada, dejó de avanzar. Pero no depuso su actitud hasta que ella hubo reanudado la marcha, dándole la espalda. Sólo entonces cesaron los insultos. Nadie dijo nada.

A partir de ese momento, algunas noches, ya en la cama con su marido, al cerrar los ojos se proyectan en su mente retorcidas escenas propias de un metraje de Quentin Tarantino.

Por suerte, la imaginación no surte efectos procesales. Al menos, por ahora. El futuro resulta para mí, también en esta cuestión, difícilmente predecible.

Lacónica, cogió la mano de su hijo. Siguió caminando con él. Quizá en última instancia llegó a influir el aplomo que vio en el ejemplo de sus padres pero lo que sí os puedo asegurar es que en ese momento recordó, a Marco Aurelio: si no los educas, padécelos.

Y fue entonces cuando llegaron al portal de su casa. Ya anochecía. Ella amarga. Su hijo sonriente, jugando con Chase en otra aventura de la Patrulla Canina. No sentía el dolor de la lucidez. Todavía.

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