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La izquierda que no amaba a las mujeres

Raquel Miralles

Cuando Rixard Nixon ganó las elecciones presidenciales de Estados Unidos en 1969, los nuevos movimientos sociales salieron a la calle para manifestarse en contra de su elección. Ese día fue el elegido por un grupo de mujeres para anunciar a sus colegas de los colectivos estudiantiles, pacifistas, antirracistas y socialistas que tenían su propio movimiento. Marilyn Webb, la encargada de dar la buena nueva, subió al escenario y cuando intentó pronunciar su discurso, solo escuchó abucheos, silbidos y gritos que le impidieron alzar la voz. Los hombres de la nueva izquierda que participaban en aquella protesta exigieron que alguien la sacara de ese escenario. “¡Folláosla en un callejón oscuro!”, llegaron a bramar. La propia protagonista, en el documental She's beautiful when she's angry de Mary Dore, define este episodio como “una locura”.

Las mujeres descubrieron de esta manera que el feminismo no suele ser bienvenido. La “cuestión de la mujer” siempre ha sido, además de demasiado compleja para los hombres, aplazable. También para la izquierda. Cuando ellas intentaban hablar, ellos las mandaban callar. El papel de la mujer era el de azafata: pasar a máquina los discursos de los líderes -siempre hombres-, servir el café, fotocopiar panfletos y atender el teléfono.

Fue así desde el principio. Ya en la Ilustración, Olympe de Gouges y Mary Wollstonecraft defendían solas los derechos de las mujeres, enfrentándose al mismísimo Rousseau, que consideraba que la exclusión de las mujeres era deseable. En el siglo XIX, el movimiento obrero también entró en contradicciones con el feminismo. Ni Marx ni Engels vieron el patriarcado. Analizaron la opresión en base a la cuestión económica, sin hacer distinción de género. Creían que la emancipación de la mujer llegaría automáticamente cuando ésta tuviera independencia económica. El intelectual August Bebel sí consideró que la mujer tendría un papel importante en la sociedad socialista, pero “adaptado a sus capacidades”, es decir, el clásico rol de madre y esposa.

Con el comunismo, más de lo mismo. Lenin sostuvo que el feminismo era una distracción en la lucha por la transformación de la sociedad. ¿Y el anarquismo? Uno de sus padres, Pierre J. Proudhon, lo dejó muy claro: “no hay otra alternativa para las mujeres que la de ser amas de casa o prostitutas”. En España, este sexismo lo sufrió en primera persona Clara Campoamor, cuando ninguno de sus 50 compañeros de partido votó a favor de su propuesta por el voto femenino.

La historia nos ha enseñado que solo se han conseguido avances en los derechos de la mujer cuando ellas se han independizado de los hombres. La igualdad siempre ha sido aplazable para los líderes intelectuales y políticos. Primero, lo importante. Y lo importante siempre es lo que afecta a los hombres. Por ello, ni el derecho al aborto, ni la conciliación familiar, ni la brecha salarial son cuestiones prioritarias en la agenda política. El feminismo ha aprendido que siempre sale perdiendo si se integra en otros movimientos, partidos o ideologías. Es fundamental, por lo tanto, que se mantenga independiente, nítido y lo suficientemente fuerte para conseguir los avances que seguimos necesitando.

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