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80 retratos para reivindicar que Valencia es una gran ciudad para vivir

Cecilia Rodríguez, fotografiada por Tali Kimelman.

Voro Maroto

Cecilia Rodríguez (La Habana, 1976) ha vivido en Cuba, Uruguay y España y ha cambiado de domicilio en decenas de ocasiones tras 12 años de trabajo como azafata de vuelo. Llegó a España para 80 días pero, avatares del destino, ya lleva dos años afincada en Valencia. Su gusto por el detalle, y la necesidad de evitar “el aislamiento autoreferencial del viajante solitario”, transformaron su proyecto inicial en el actual tantas formas de respirar, un viaje a través de 80 retratos con sus correspondientes descripciones para acercarse a la ciudad con tranquilidad, sin aspavientos, con empatía.

“Decir que la gente no habla ni escucha suena un poco a cliché de abuela cascarrabias pero es así. Hacemos la pantomima del acompañante solícito que todo lo atiende pero en realidad estamos pensando en el mensaje que nos acaban de enviar al móvil o el tiempo que falta para poder enfrascarnos en mil y ningún asuntos nuevamente. Lo cierto es que son pocas las ocasiones en que realmente conectamos”. Rodríguez sí intenta conectar con sus personajes, muy variopintos: hay perros, ancianos, personas que no se identifican con sexo alguno (transgéneros) y gente que, con una mirada superficial, parece sin gancho.

¿Cómo los elige? “Una inflexión en el tono de voz, cierta vivacidad en la forma de mirar o simple afinidad. Pero lo que caracteriza a todos los que he elegido retratar es que están muy vivos, en el sentido más amplio y luminoso. Y ese pulsar se siente ya desde el hola. Ahí es donde me interesa meter la nariz”. 80 formas de respirar “es antes que nada, una reivindicación de la belleza humana. De su cualidad de cosa tangible, atemporal y auténtica, sin tanta pomposidad intelectual ni artilugio” dice Rodríguez.

Cristian, es uno de los retratados por Rodríguez

cristian nació con una alergia natural a las etiquetas, y sin embargo para hablar de él y que se entienda algo, es preciso soltar al aire una decena de rótulos.

es argentino de nacimiento, por empezar por algún sitio, español de espíritu, sicoterapeuta de profesión, masajista como complemento, gay y bisexual pero ante todo transgénero, o queer*, integrador del movimiento anti capitalista y del nudista por afán de libertad, y activista del poliamor* como estilo de vida.

cristian empezó con su utopía personal siendo muy pequeño. y dice que el imposible siempre es tangible a micro escala.

no se considera masculino ni femenino, -a veces habla en primera persona como mujer, a veces como hombre-, porque considera que la forma en que se encuadran los géneros, resulta pobre para muchos de los habitantes de este mundo.

cristian siempre lleva falda, con excepción del consultorio, donde usa pantalón, ya que se rige por un riguroso vínculo terapeuta-paciente. su hablar es sereno y firme, dulce y contemplativo, y, cada tanto, recuerda al interlocutor de turno que su verdad es solo suya, evitando así pecar de arrogancia.

mientras charlamos sentados al margen del río turia me cuenta que cree en una civilización donde la piel pueda desnudarse y no tengamos que temer ser agredidos por ello. un planeta donde las mujeres puedan emanciparse, los hombres sean menos violentos, el amor se viva en libertad, y las convenciones del matrimonio no sean la única forma socialmente aceptada.

“no soy un adolescente montando un numerito”, le dice al policía que viene a interrogarnos. su desnudez en vía pública ha provocado la denuncia de algún transeúnte, y luego del primer móvil policial llegan cuatro más. un séquito de máxima seguridad nos rodea durante media hora y cristian no duda ante la ley, no levanta la voz ni se inmuta, porque está acostumbrado a que lo señalen con el dedo.

escucha atento e interroga al interrogador con humildad -quiere saber sus derechos y deberes-. luego se viste, toma la bicicleta, y sigue camino, convencido de que el amor entre todos los seres humanos -un amor sin barreras ni juicios de moral sinsentido-, es posible.

y es que, al menos en su micro mundo, ciertamente lo es.

Josep, un conocido agitador de la vida intelectual valenciana, también ha sido retratado

josep, valenciano y doctor en ciencias económicas, pasa la eternidad de sus días en el centro de documentación de la facultad de economía.

el despacho, inserto en un páramo de vidrio y líneas rectas, está ocupado en su totalidad por objetos tan variopintos como una mandolina, una colección de lechuzas, los peluches de la infancia de su hija, una veintena de cuchillos y dagas, figurines de disney en versión plástico, corchos, esculturas hechas de piñas, juguetes de hojalata, varias docenas de bastones, y básicamente cualquier objeto que sea redondo o que simplemente le haya tocado en gracia ir a parar ahí.

pep camina casi siempre con bastón, desayuna en el bar, milita en contra del café con azúcar, el chocolate dulce, y el whisky con hielo, y escribe sin parar artículos periodísticos, documentos de investigación y libros.

escucharlo atentamente es mandatorio porque lo que dice siempre es interesante, gracioso, o ambos, y porque lo dice con un acento tan apretado que a veces hay que cerrar los ojos para seguirle el hilo.

a josep le gustan las torres de quart, el fútbol, hablar de la ciudad, guardarse frases que le llaman la atención, y ser un liberal bien entendido bajo el lema de “que cada uno haga lo que se le dé la gana”, pero lo que más le gusta, desde hace ya treinta años, es su hija julia, un ave de cuello largo que vive en inglaterra con su marido chino, y cuya mirada le hipnotiza día tras día desde un portarretrato con el que a menudo pep dialoga, cuando los pasillos se alargan y el mundo se marchita en su torpeza.

Belleza sin artilugio

Rodríguez no quiere denunciar con su relato los proyectos faraónicos de los últimos años. “Esto es, antes que nada, una reivindicación de la belleza humana. De su cualidad de cosa tangible, atemporal y auténtica, sin tanta pomposidad intelectual ni artilugio. Más que una denuncia contra las dimensiones y el ruido es una apuesta a la vulnerabilidad”.

Es más, reivindica Valencia con los ojos del recién llegado y la experiencia de una vida nómada: Es una ciudad “amable. El clima extraordinario, las distancias cortas, la luz en algunas calles, las abuelas sentadas en el café con peinado de peluquería y nieto en el regazo, el mundo a mediana escala, el cielo azul que contrasta con las edificaciones amarillas, el parque eterno y el mar cercano, ahí, en la punta de los dedos, entre otras cien o mil cosas, hacen de Valencia una ciudad entrañable. Supongo que podrían criticársele muchas cosas, pero de lo que he recorrido -y he recorrido bastante-, esta ciudad es de los mejores sitios que conozco para vivir”.

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