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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Las bandas de narcos se hacen con el control de las prisiones brasileñas

Motín en la cárcel brasileña donde murieron 26 presos el fin de semana. Fotografía de presos en los tejados de la Penitenciaria Estatal de Alcaçuz, este 17 de enero de 2017, en Natal (Brasil).

Agnese Marra

“El olor de todos los presidios es una mezcla nauseabunda de heces, orina, cañería, sudor, enfermedades de piel, cuerpos sucios y comida pasada. (…) Pero para los presos lo peor es la tortura, la falta de expectativas y la posibilidad concreta de poder morir en cualquier momento”, decía el juez de Derecho de Bahía, Gerivaldo Neiva, en un artículo reciente de la revista jurídica Justificando.

Hay muchas formas de morir en una cárcel brasileña. Puede ser por inanición, por falta de medicamentos, por infecciones, y una de las más habituales: asesinado. En las primeras dos semanas del año se han batido todos los récords para esta última opción.

Un total de 123 presos de diversas cárceles del país fueron degollados y descuartizados, dentro de una guerra que comenzó el pasado otoño entre las dos facciones criminales más importantes del país: el Primer Comando de la Capital (PCC) con base en São Paulo, y Comando Vermelho (CV) con base en Rio de Janeiro. Ambas diseminadas por todo Brasil.

La primera gran matanza fue el 1 de enero en el Complejo Penitenciario Anísio Jobim (Compaj) de Manaos (Amazonas). Después de 17 horas de violencia murieron 56 presos. A los cinco días la misma escena se repitió en la penitenciaría agrícola de Monte Cristo (Roraima) en la que murieron 33 reclusos. Dos días después en otra cárcel de Manaos, recién reabierta para trasladar a parte de los sobrevivientes de la matanza del Compaj, mataron a cinco más.

El pasado viernes, un preso asfixiado y otro degollado fallecieron en la prisión de Tupí Paulista de São Paulo. Este sábado un motín en la cárcel estatal de Alacaçuz en Rio Grande del Norte acabó con la vida de otros 27. En 15 días han muerto un tercio de los presos que murieron en todo 2016, que daba una media de un recluso por día.

Según diversos expertos, la guerra entre facciones es solo la punta del iceberg del sistema penitenciario brasileño, que según el presidente de Jueces para la Democracia de Brasil, André Bezerra, está “completamente abandonado por el Estado”. Cárceles superpobladas, en ruinas, sin sistema de alcantarillado, con letrinas improvisadas dentro de las propias celdas donde pueden llegar a dormir hasta cincuenta personas en cuatro metros cuadrados.

Hacinamiento en las prisiones, factor clave

Brasil es el cuarto país con más población carcelaria del mundo, 662.202 presos, según datos del Ministerio de Justicia de 2015. Sólo está por detrás de Rusia (644.237), China (1.657.812) y Estados Unidos (2.217.000). Pero el International Centre for Prision Studies recuerda que los brasileños lideran el ranking mundial de hacinamiento de presos entre las naciones con más población reclusa.

Según datos del Sistema Integrado de Información Penitenciaria, en 2014 Brasil disponía de 376.669 plazas para 607.731 presos, lo que supone una tasa de ocupación del 161%. La cárcel donde ocurrió la masacre de Manaos tenía capacidad para 454 presos pero estaba ocupada por 1.224, tres veces más de lo permitido. En Roraima la ocupación duplicaba su capacidad.

Además de una política judicial punitiva que apuesta por detenciones masivas, la superpoblación de las cárceles también tiene que ver con las variadas interpretaciones que hacen las fuerzas del orden de la Ley de Drogas que implantó el expresidente Lula en 2006.

Más de un tercio de los presos cumplen su pena por tráfico de drogas, y según el International Drug Policy Consortium, desde que se sancionó esta ley el número de presos aumentó de 31.000 a 164.000, casi un 520% más en ocho años (datos de 2014).

La indefinición de las leyes contra el narcotráfico

Un informe publicado esta semana por Human Rights Watch (HRW) mantiene la misma teoría y señala la paradoja de ser una ley que se creó con el fin de no castigar a los usuarios de drogas del mismo modo que a los traficantes: “Aunque esta ley ofrece penas alternativas a la prisión para los usuarios, el problema es que es muy vaga a la hora de diferenciarlos de los traficantes. La decisión queda en manos de la policía y sus criterios subjetivos”, dice el informe de HRW.

Esta indefinición de la norma provoca que haya personas presas por llevar encima 1,5 gramos de marihuana, con penas de hasta cuatro años y dos meses de cárcel, como fue el caso de un joven de São Paulo. Según un trabajo de la investigadora Juliana Carlos, de la Universidad de Essex, si la ley brasileña se basara en el criterio de la ley española, al menos un 69% de los presos brasileños por tráfico de marihuana estarían libres.

Las políticas de privatización de los presidios y de gestiones semi-privadas aparecen como otro de los motivos del aumento de presos en las penitenciarías. En una carta al ministro de Justicia, el padre Frei Betto lo denunciaba hace dos semanas: “La empresa recibe del Estado según el número de detenidos que administre. Cuantos más haya, también hay más lucro”.

“Son depósitos de pobres, nada más que eso”

No hay horarios, ni actividades de ocio, apenas atención médica y nada de asistencia social, reconoce el juez sustituto de Ejecución Penal de Roraima, Marcelo Lima de Oliveira. “Son depósitos de gente, de pobres, nada más que eso”, sentencia el magistrado para hablar de las cárceles de Roraima.

Mientras cada año aumenta el número de presos, los jueces y defensores públicos del sistema penitenciario son los mismos. Hasta el mes de diciembre en el Estado del Amazonas había un único defensor público para 12.900 procesos. El juez de Ejecución Penal (encargado de revisar las penas, pasar los presos del régimen cerrado al abierto y firmar su libertad) también del Amazonas, Luis Carlos Valois, se encarga de 14.000 procesos.

La falta de funcionarios a cargo es la causa principal de que el 41% de los presos brasileños sean provisionales, es decir, que todavía estén a la espera de ser juzgados porque ni siquiera han sido condenados en primera instancia. Esa cifra en el Amazonas alcanza el 57%.

La demora en atender los procesos también provoca que presos que ya deberían estar liberados, sigan encerrados durante meses o incluso años. Uno de los supervivientes de la masacre de Manaos llevaba siete años cumpliendo pena, cuando tenía que haber salido hacía dos.

“Hay muchas cárceles donde los agentes ni se acercan”

Sin amparo judicial y estatal, los reclusos acuden a las bandas que controlan las prisiones. “En la cárcel hay tres poderes: la policía, los presos y las sociedad, y te aseguro que no son los agentes penitenciarios los que miran a los presos, son los reclusos los que vigilan a los agentes”, explica a eldiario.es, Greg Andrade, un abogado criminalista que estuvo preso durante 16 años en más de quince presidios de Minas Gerais.

El juez Valois lo confirma: “Hay muchas cárceles en Brasil donde las fuerzas del orden ni siquiera entran, las llaves de las celdas las tienen los presos, y los agentes penitenciarios ni se acercan”.

Greg Andrade reconoce que las bandas son las que dominan las prisiones, las que ejercen el control y las que deciden quién muere o no. También son las que protegen a los familiares de los presos, a quienes les pagan los viajes para poder acudir a las visitas, especialmente cuando viven en ciudades lejanas. Son las que organizan fiestas en el Día del Niño o en el Día de la Madre, las que evitan que haya robos o violaciones, pero también las que los provocan.

Por todos esos vínculos, Andrade dice que “el brasileño se hace verdaderamente delincuente después de pasar por una cárcel del país”. Lo mismo opina el periodista Denis R. Buergierman, especializado en política de drogas: “Cuanto más gente lleven presa, más poder darán al PCC y al CV. El sistema de presiones de Brasil es la mejor universidad para formar trabajadores del crimen organizado que se dediquen al negocio de las drogas, uno de los más lucrativos”.

“Como una empresa capitalista más”

El Comando Vermelho (CV) fue la primera organización de crimen organizado brasileña que nació en la cárcel y comenzó a crecer dentro de ella para después expandirse por las favelas. Surgió en Río de Janeiro en los años setenta, en plena dictadura, y nació como un movimiento de presos que se unía para reivindicar sus derechos. Pronto se dedicaron al tráfico de drogas.

El Primer Comando de la Capital (PCC) hizo su presentación oficial en 2001, en la cárcel de Carandirú de São Paulo. En esta misma prisión se había producido en 1992 la mayor matanza en un presidio del país, con 111 presos asesinados por la Policía Militar. A partir de esta masacre los reclusos paulistas comenzaron a unirse para “defenderse de la opresión del Estado”, como dice uno de los eslóganes del PCC.

Esta facción se hizo fuerte a través de asesinatos (fueron los primeros que empezaron a ejecutar con decapitaciones) para generar miedo y que la población carcelaria se uniera a ellos y abandonara a las pequeñas bandas. Entrados los 2000 el PCC ya era el mayor grupo de crimen organizado del país y había llegado a un pacto de no agresión con CV, cada uno tendría sus territorios e incluso se ayudarían si hiciera falta. A partir de entonces comenzó la época con menos muertes en los presidios del país.

El pasado otoño ambas facciones se declararon la guerra, después de que el PCC supuestamente asesinara a un narcotraficante paraguayo que distribuía drogas tanto a ellos como a CV.

Según los expertos, ese habría sido el detonante, pero el verdadero motivo tendría que ver con el control de las fronteras del norte del país para adueñarse de la cocaína de Perú y Colombia. Hasta el momento el CV junto a la Familia del Norte (FDN) controlaban esas fronteras, y ahora los paulistas quieren hacerse con ellas.

“El PCC funciona como una empresa capitalista más, quiere expandirse, tener más lucro y ser cada vez más fuerte en el mercado internacional, ese es uno de los motivos de esta nueva guerra”, explica la socióloga Camila Nunes, investigadora especialista en esta facción criminal.

Las relaciones entre el Estado y estas bandas han sido polémicas. El juez Bezerra recuerda que tanto el PCC en São Paulo, como el CV en Río de Janeiro han donado dinero en diversas ocasiones en campañas de diputados. “Al Estado no le conviene acabar con estas bandas porque cumplen un papel en las prisiones que ellos no ejercen y les consiguen votos de la población más pobre”, dice el presidente de Jueces para la Democracia.

La reacción del Gobierno ante la oleada de asesinatos en las cárceles del país ha sido liviana. El ministro de Justicia negó la influencia de las bandas y el presidente, Michel Temer, lo definió como “un pavoroso accidente”. Ambos anunciaron un Plan de Inversión en Seguridad para crear más presidios, la fórmula de siempre: más encarcelamientos y más penitenciarías.

Pero lo que más llamó la atención estos días fue la actitud de diversos representantes políticos que justificaron e incluso apoyaron las matanzas de las cárceles. El gobernador del Estado de Amazonas, José Melo, justificó la masacre de Manaos asegurando que “entre los muertos no había ningún santo”. Días después el secretario nacional de la Juventud, Bruno Júlio (PMDB) dijo que “debería haber una matanza de éstas por semana”. Dos días después de sus declaraciones, tuvo que dimitir.

Después le tocó el turno al diputado federal, Major Olimpio, que publicó en su cuenta de Facebook: “Manaos 56/Roraima33. Vamos Bangú (cárcel de Rio de Janeiro), vosotros lo podéis hacer mejor”, animando a los de la penitenciaría carioca a superar el número de muertos. Investigadoras como Camila Nunes aseguran que las masacres continuarán porque esta guerra no ha hecho más que empezar.

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