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La mujer ruandesa que llama a la puerta del genocida escondido

Dafroza Gauthier. / Fotografía: Diana Mandiá

Diana Mandiá / Diana Mandiá

Dafroza Gauthier pasa su mano por la espalda de Jeanne Uwimbabazi cada vez que esta se queda en silencio unos segundos. Enfermera de 36 años, Jeanne perdió a buena parte de su familia a balazos y machetazos en los cien días de la primavera más terrible de Ruanda, los del genocidio de 1994.

Todavía le cuesta volver a aquellas horas de horror vividas en la Escuela Técnica Oficial de Kigali. Los suyos buscaron refugio en este colegio salesiano pensando que la presencia de Cascos Azules en el recinto los protegería, pero las tropas internacionales fueron evacuadas y a los pocos días los fugitivos estaban a solas con sus asesinos.

No es la primera vez que Dafroza Gauthier (Butare, Ruanda, 1954), también hija, amiga y vecina de decenas de víctimas de la masacre de Ruanda, escucha un testimonio así. Parte de su vida consiste en registrar los recuerdos de los supervivientes para intentar llevar ante la justicia a los que 20 años después jamás han rendido cuentas de sus actos y viven un exilio sin sobresaltos en Francia.

A las dos las han invitado a un acto en el Camp des Milles, una vieja fábrica de tejas de Aix-en-Provence con su propia historia negra: fue campo de internamiento, concentración y deportación durante la Segunda Guerra Mundial, y hoy es el único intacto y visitable en Francia.

“La justicia es algo solitario pero noble”, afirma Gauthier, de 60 años, que no aparenta; alta y dueña de una sonrisa amigable que en cuestión de segundos puede convertirse en el gesto más triste. Junto a su marido, francés, Alain Gauthier, creó en 2001 el Collectif des parties civiles pour le Rwanda (CPCR), una asociación que desde entonces ha interpuesto 24 denuncias contra presuntos genocidas ruandeses refugiados en Francia.

Cuando el matrimonio Gauthier inició su búsqueda hace 13 años, Bélgica acababa de condenar a cuatro criminales hutus escondidos dentro de sus fronteras. En Francia existían ya denuncias de este tipo desde 1995, pero nunca llegaban a buen puerto. Faltaban pruebas, testimonios y, a juicio de Dafroza Gauthier, también mucha voluntad.

“No, el papel de Francia en todo esto no fue muy bonito”, reprocha, esbozando una media sonrisa. “Los políticos de entonces fueron cómplices de lo que sucedió en Ruanda, el Estado francés dio armas y apoyo político y financiero. La justicia francesa ha hecho todo lo posible por ganar tiempo. Los jueces no han buscado testimonios durante años, aunque era su trabajo, y lo hemos tenido que hacer nosotros”.

Un planificador de masacres

Un planificador de masacresDesde 2001, el Collectif des parties civiles pour le Rwanda ha denunciado a dudosos refugiados, unas veces en solitario y otras acompañado por otras asociaciones: el sacerdote Wenceslas Munyeshyaka, que siguió oficiando misa en varios pueblos franceses a la vez que era acusado de entregar a sus feligreses de la iglesia de la Sainte-Famille a los excitados milicianos que los esperaban con machetes; el médico Sosthène Munyemana, apaciblemente instalado con su familia en Burdeos; o a Callixte Mbarushimana, que consiguió pasaporte de refugiado a pesar de las investigaciones abiertas contra él por la Corte Penal Internacional por haber dejado supuestamente a sus compañeros tutsis empleados como él en Naciones Unidas a merced de los genocidas.

Pero ninguno de estos casos ha llegado por ahora tan lejos en Francia como el de Pascal Simbikangwa, excapitán ruandés y jefe de los servicios secretos hutus, condenado el viernes 14 de marzo en París a 25 años de cárcel por su instigación a las matanzas de 1994. Refugiado en la isla francesa de Mayotte, en el océano Índico, y arrestado casualmente por falsificación de documentos en 2008, es la primera persona juzgada en suelo francés por el genocidio ruandés.

Según el Tribunal de lo Criminal de París, el condenado fue uno de los planificadores del genocidio desde su condición de alto funcionario. Unas 800.000 personas, la mayoría tutsis, perecieron en tres meses. Los testigos que declararon a lo largo de las seis semanas de juicio lo acusaron de participar en los escuadrones de la muerte, de repartir armas entre los milicianos hutus y de haber financiado y participado en el nacimiento de los siniestros medios de comunicación que alentaban las masacres: el diario Kangura y la Radio Télévision Libre des Mille Collines (RTLM), desde la que se difundían las listas de inyenzi (insectos, cucarachas) que había que eliminar.

La denuncia contra Simbikangwa se presentó en 2009, pero el trabajo de Dafroza y Alain Gauthier empezó mucho antes. Sólo la recopilación de los 30 testimonios contra este sospechoso les llevó cuatro años. Ella, química. Él, profesor. Usan sus vacaciones para viajar a Ruanda con sus abogados y encontrarse con las víctimas.

En ocasiones también visitan a presos “arrepentidos” que cuentan lo que saben a cambio de una rebaja en sus penas. “Ellos nos dan los mejores testimonios. Han trabajado para los criminales y han visto lo sucedido. No suelen ser los grandes planificadores, sino los ejecutantes, gente de la Administración”, explica Gauthier.

Con el tiempo, Dafroza ha aprendido hasta qué punto los recuerdos de las víctimas pueden ser material delicado. “No podemos usar todos los testimonios. Yo soy la traductora, porque hablo kinyarwanda, y veo que hay personas muy cansadas. Tenemos que ver si el testimonio está bien construido. Hay gente muy traumatizada y no se pueden usar sus palabras. Es una desgracia pero en estos casos la justicia sólo puede llegarles a través de otros”.

Muchas de las víctimas que ha conocido durante su búsqueda de testigos son mujeres, como las supervivientes de Gisagara, claves en la denuncia contra el subprefecto Dominique Ntawukuriryayo en 2007. El colectivo dio con él en Carcassonne, donde había rehecho su vida después de las masacres y colaboraba con una ONG de ayuda a niños ruandeses. Fue extraditado finalmente a Arusha (Tanzania) y condenado por el Tribunal Penal Internacional para Ruanda a 20 años de cárcel.

Una falsa etnia en el carné de identidad

Una falsa etnia en el carné de identidadLa idea de buscar justicia no llegó de inmediato. Cuando el 8 de abril de 1994 asesinaron a la madre de Dafroza, Suzanne, la hija se sumió en un duelo de años. Había estado en Ruanda dos meses antes de la tragedia y durante su estancia apenas había salido en una ocasión de casa, tanta era la tensión y el medio que se respiraba ya en las calles de Kigali.

La hoy perseguidora de genocidas estaba exiliada desde 1973; el hostigamiento a los estudiantes tutsis hizo que muchos se marcharan a los países fronterizos o a Europa. Dafroza se fue a Bélgica y un día, de visita en casa de unos amigos en el sur de Francia, coincidió con Alain, antiguo seminarista y profesor en Kigali. Se casarían en 1977. Reflexionar sobre aquellos años en los que el genocidio se fue gestando le ensombrece el tono. “Mi generación ha conocido todo, el exilio, la violencia de los años 60, los campos de refugiados, el retorno”.

La última vez que vio a su madre, en febrero de 1994, muchas mujeres tutsis vestían siempre con pantalones porque pensaban que eso las libraba de ser violadas. En la pequeña y montañosa Ruanda, tutsis y hutus vivían juntos en los mismos barrios, se casaban entre ellos, usaban el mismo idioma y tenían las mismas costumbres y creencias religiosas.

Pero desde 1931, el colonizador belga impuso la distinción en los carnés de identidad y las instituciones empezaron a fichar como etnias a la vieja casta privilegiada tutsi y al campesinado hutu. Así seguía siendo 60 años después, pero la buena relación de los tutsis con los belgas era ya historia; la descolonización los colocó, a ellos y la Iglesia, del lado de la mayoría hutu. Los otros empezaron a ser vistos como extranjeros y traidores, cucarachas que había que exterminar, como ordenaba la radio que emitía al mismo tiempo amenazantes soflamas racistas y exitosa música popular.

“Sólo la justicia puede acercar a víctimas y verdugos”

“Sólo la justicia puede acercar a víctimas y verdugos”Durante seis semanas, los Gauthier asistieron expectantes al proceso en Francia del excapitán Simbikangwa. Para ellos, a los que sus detractores acusan de querer suplantar a la justicia o incluso de estar a las órdenes del Gobierno actual de Ruanda, ya es una victoria.

“Este proceso es muy importante para nosotros. Primero, porque tiene el papel pedagógico de mostrar qué sucedió en Ruanda. Este proceso es para las víctimas. Nuestra lucha es por ellas. Y después están los supervivientes, como Jeanne, que espera desde hace muchos años que los asesinos, toda esa gente que nunca ha admitido el genocidio, los organizadores de la máquina de matar, sean juzgados. No podemos reconstruir nuestro país de otra forma. Sólo la justicia puede acercar a las víctimas y a los victimarios”, defiende Gauthier.

Dafroza conserva la esperanza de que la condena de Simbikangwa sea sólo la primera. “Hay otros dos acusados en prisión preventiva y espero que sean juzgados pronto, creo que para 2015 será posible”, asegura.

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