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Productores enmarañados con los sellos de comercio justo

Productores enmarañados con los sellos de comercio justo

EFE

Roma —

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Los sellos de comercio justo nacieron para mejorar las condiciones de los pequeños productores en los países pobres y diversas multinacionales han terminado adoptándolos para certificar sus productos, aunque siguiendo criterios propios.

Hace ya casi tres décadas que una ONG holandesa introdujo en los supermercados de su país la primera etiqueta moderna con la que demostrar que los agricultores de países en desarrollo recibían salarios suficientes sin ser explotados.

Primero con el café, luego con los plátanos, el té, el chocolate y otros productos, el movimiento no ha dejado de crecer y actualmente existen numerosos estándares voluntarios para dar cuenta de la sostenibilidad económica, social y ambiental.

Muchas organizaciones se unieron en 1997 bajo el nombre de Fairtrade International, que domina el sistema estableciendo normas internacionales para los alimentos básicos, mientras que la empresa independiente FLO-CERT destaca por inspeccionar y certificar a productores y comerciantes.

“Queremos empoderar a los pequeños productores para que puedan tomar sus propias decisiones, que con el dinero que cobren puedan vivir”, asegura a Efe la portavoz de Fairtrade Laura Perona.

Para eso les garantizan un precio mínimo por sus productos y una prima o dinero extra para invertir “de manera democrática” en proyectos comunitarios mediante un sistema que les pertenece al 50 %.

Esos postulados son los que siguen 1,66 millones de productores y trabajadores repartidos en 1.240 organizaciones de 75 países, según Fairtrade, que niega haber notado un descenso en el número de licencias que otorgan (en la actualidad superan las 2.400).

Si antes más multinacionales estaban dispuestas a pagar por auditorías independientes, recientemente algunas se han alejado de Fairtrade y han decidido seguir otros planes de certificación, como en el caso de los supermercados británicos Tesco y Sainsbury's.

El gigante de la alimentación Unilever, por ejemplo, ha elaborado su propio código de agricultura sostenible, que los proveedores locales están llamados a cumplir con autoevaluaciones o controles externos como los de Rainforest Alliance, más centrada en la conservación de la naturaleza.

“No existen certificaciones aplicables de forma universal para todas las materias primas y geografías. No nos resulta práctico trabajar con cientos de esquemas nacionales diferentes”, justifica una portavoz de Unilever.

Steven Mann, portavoz del grupo estadounidense Mondelez (propietario de los chocolates Cadbury), explica que han puesto en marcha un programa a favor de la producción sostenible de cacao con un fondo de 400 millones de dólares, a lo que se han sumado Fairtrade y otras ONG.

Perona precisa: “Apoyamos a las empresas que quieran establecer sistemas internos y crear sus propios estándares, siempre y cuando compartan nuestros principios fundamentales y sean responsables ante nosotros y los consumidores”.

En su opinión, la información al consumidor puede salir perjudicada con esa nueva tendencia de las grandes corporaciones, pues “cuantas más certificaciones haya, más confusión va a haber”.

El presidente de la Organización Mundial del Comercio Justo (WFTO), Rudi Dalvai, considera que los distintos sellos han surgido aprovechando la falta de regulación pública.

“Al principio el comercio justo estaba más orientado a los productores, pero con las etiquetas se ha enfocado más hacia los consumidores” y a la venta de productos supuestamente “limpios”, apunta Dalvai, para quien antes era “más una herramienta de desarrollo para los pequeños agricultores” y, sin embargo, se ha vuelto “inviable” para muchos de ellos por el coste de los certificados.

Las grandes compañías se han visto también atraídas por ese mismo sistema, pero Dalvai no lo ve mal: “También los grandes productores tienen que cumplir ciertos criterios”.

Creada en 1989, la WFTO integra a unas 400 organizaciones con un modelo de garantías a tres niveles: una autoevaluación cada dos años, una revisión de otro productor y una comprobación de los estándares por parte de auditores internacionales.

Con toda esa maraña de procedimientos, resulta difícil sacar resultados en claro sobre su impacto en un mercado global como el agroalimentario, que Dalvai compara con el textil, con largas cadenas de valor.

“Necesitas una industria que siga estándares, pero si se compran pequeñas cantidades muchos productores no estarán interesados en adherirse y es complicado presionarlos si no ven una ventaja económica”, subraya.

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