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Enredados en el “guasa”

enredador guasa

José Jerónimo Rodríguez Carrasco, profesor de Secundaria

Parece un embuste diabólico que en la era digital actual cuando disponemos de los medios más potentes para comunicarnos, jamás imaginados antes, tanto por su rapidez e inmediatez, por la posibilidad de llegar a cualquier rincón de la Tierra y por su capacidad de transportar ingentes cantidades de información, se den fenómenos de incomunicación, de maledicencia y de malentendidos entre las personas, y que esos poderosos instrumentos en vez de acercarnos sirvan, en ciertas ocasiones, para separar, dividir o sembrar la manzana de la discordia.

 Contemplamos atónitos como una burla del destino el manto negro de confusión babélica que ha venido a nublar nuestro entendimiento justo en el instante de alcanzar la cima, ese cielo prometido e ilimitado de perfección tecnológica.

La expansión vertiginosa reciente de los sistemas de comunicación instantánea, a través de los populares medios de mensajería rápida o de las redes sociales, está provocando la sustitución, a pasos agigantados, de la comunicación directa interpersonal y, con un aparente disimulo y de forma tácita,  condena al ostracismo, al anonimato y a la disolución en la nada cósmica a quienes tienen el atrevimiento de no dejarse atrapar por los sutiles hilos de esta telaraña invisible.

Hace pocos días he vivido varias situaciones con una conocida plataforma digital de comunicación que, por increíbles que parezcan, pueden sucederles a cualquiera en el momento menos pensado.

La primera se dio al de enterarme, en el Instituto donde  doy clases, que varios alumnos de 4º de ESO estaban enzarzados en un embrollado entuerto, que había degenerado en enfrentamientos dialécticos personales a causa de ciertos comentarios burlescos o con doble sentido vertidos en el grupo de “Whatsapp” de la clase. Para zanjar el asunto y evitar que la bola de dimes y diretes se hiciera cada vez más grande a medida que circulaba sin control, hemos tenido que intervenir profesores y padres para aclarar la situación y llevar de nuevo las aguas del entendimiento a su cauce natural.

La segunda ha ocurrido en torno a una comida de confraternización que íbamos a celebrar entre antiguos compañeros de la carrera y para la que teníamos  ya fijados una fecha y un lugar celebración. Al final ha tenido que ser cancelada una semana antes de su realización debido a determinados mensajes vertidos en otro grupo de “Whatsapp”.

Por desgracia, estos fenómenos que aunque suelan presentarse como un teatro del absurdo o aparezcan con el envoltorio de lo esperpéntico no dejan de tener, en mi opinión, un carácter preocupante.

Juan Manuel de Prada en un reciente y lúcido artículo de opinión sobre estos temas (“A golpe de tecla”) comentaba que todos estos artefactos y medios tecnológicos que nos invaden ahora son la madriguera perfecta para aquellos que quieren eludir la responsabilidad individual y las consecuencias de las palabras propias, al disolverse su efecto en el azucarillo del colectivo, un camuflaje perfecto para librarse de las secuelas de lo dicho, que suele mutar con frecuencia en donde digo “digo”, digo “Diego”.

El culmen, a mi parecer, de toda esta liante madeja la ha constituido el cambio reciente de la política de privacidad que ha adoptado el magnate de “Facebook”, dueño también de “Whatsapp”, el cual no solo quiere comerciar con nuestras imágenes sino también adueñarse de esas palabras con las que expresamos nuestros más íntimos sentimientos, vivencias, emociones…para convertirlos por el arte de la alquimia tecnológica en una mercancía cibernética que rueda sin ataduras por la red, transformada en moneda de cambio de refinadas campañas de publicidad.

Hace cerca de un mes que cancelé mi cuenta en el “guasa”, decisión de la que no me arrepiento en absoluto, y  con la que he logrado, entre otros efectos, limpiar mi día a día de esta “contaminación comunicativa” que nos tiene continuamente envueltos en una cápsula aislante y en estado de alerta permanente como si nuestra existencia solo fuera estar pendiente del último mensaje recibido, mientras la vida real, la de verdad, se escapa ante las propias narices durante esos instantes cada vez más repetidos en los que miramos hipnotizados las pantallas de nuestros dispositivos electrónicos.

Por mucho que los emoticonos de los mensajes traten de mostrarnos el estado de ánimo o los sentimientos del comunicador, nunca alcanzarán el nivel de la palabra hablada en directo, la cual, poco a poco, se va haciendo menos habitual y más escasa. Al ritmo que llevamos la conversación personal parece estar condenada a la extinción por este torrente imparable de “minitextos” que  anega nuestro cada vez más escaso tiempo, ese que debemos reservar para las tareas verdaderamente importantes y la propia reflexión.

A pesar de esta inflación comunicativa que está desgastado a las propias palabras como medios de expresión y pone barreras a la cercanía de la relación interpersonal, se mantendrán siempre los valores perennes e intemporales del recogimiento en el silencio interior, la proximidad de la comunicación activa, la del cara a cara, la importancia de la palabra dada y la correspondencia de lo dicho con lo hecho, y asimismo recordaremos la sabiduría milenaria de Confucio, quien muchos años antes de móviles, tabletas, ordenadores, Internet, redes sociales, sistemas de mensajería instantánea…, nos dejaba unas palabras de una hondura sin parangón: “quien a pesar de estar rodeado de calumnias y ensordecido por las críticas permanece en calma puede ser llamado perspicaz”; “un caballero debería avergonzarse si sus obras no están a la altura de sus palabras”. A buen entendedor pocas y certeras palabras… sin “guasa”.

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