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Portavozas y a mucha honra (o es la ideología, estúpida)

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Chema Álvarez

Con inusitada virulencia, como si se tratara en unos casos de la defensa a ultranza de los principios normativos de la lengua y en otros de un feminismo exclusivo que no tiene tiempo ni espacio para detenerse en los pequeños detalles, la mención interesada o lapsus linguae de Irene Montero al decir “portavozas” ha suscitado de nuevo la acostumbrada discusión sobre sexismo y lenguaje, obviando el hecho de que semejante discusión es ideológica, frente a la otra del carácter descriptivo de la lengua, que establece cómo se debe hablar, y no cómo se debería, aunque también la descripción transparenta en ocasiones la ideología de quien habla.

Hay quien dice que con la expresión del género masculino se da visibilidad también a la mujer en el lenguaje y se queda tan pancho o tan pancha después de decirlo. La ocultación de la mujer en el discurso masculinizado es una rémora ancestral de nuestra lengua que a veces refleja la incapacidad (por no decir torpeza e ineptitud, cuando no falta de ingenio) de quien escribe o habla para un público que es tanto masculino como femenino. No es sexista el lenguaje, sino el uso que hacemos del mismo: dime cómo hablas y te diré como piensas. Saber utilizar la lengua –sin romper el decoro lingüístico-, dando el espacio que le corresponde a la mujer como acto de justicia y reivindicación en un predio eminentemente masculino, va más allá del aburrido uso y variación de la flexión nominal.

Los cambios en el lenguaje son reflejo de los cambios en la sociedad. Y todo esto no cambiará hasta que el androcentrismo que impregna nuestra cotidianeidad  y que caracteriza, por lo general, tanto a hombres como a mujeres, no sea objeto de estudio, crítica y aprendizaje en nuestras aulas desde antes de que el mismo alumnado tenga conciencia de su identidad de género. Somos lo que aprendemos a ser. Desafortunadamente, quien estudia Bachillerato conoce mejor, por lo general, la historia de la lucha por los derechos civiles de la población negra norteamericana que la lucha por los derechos de la mujer. Sabemos quién era Martin Luther King, pero apenas hemos oído hablar de Josefa Zapata Cárdenas, Margarita Pérez de Célis, Amalia Domingo Soler, Teresa Claramunt, Ángeles López de Ayala, Amparo Poch y Gascón y tantas otras mujeres que se enfrentaron a una sociedad esclavizadora de su condición y que integraron movimientos como el de las Cigarreras (también conocidas como las echás palante), mujeres que trabajaban en las fábricas de tabaco de Sevilla, Madrid, Alicante, y que ya en la primera mitad del siglo XIX protagonizaron numerosas revueltas reivindicando su parte de la Historia y protagonizando el inicio del movimiento obrero femenino en España, una lección de solidaridad, apoyo mutuo y empeño de libertad que muy poca gente conoce.

El Tesoro de la lengua castellana o española, el diccionario que Sebastián de Covarrubias publicara en 1611, define a la mujer, cuando es mala, como “tormento de la casa, naufragio del hombre, embarazo del sosiego, cautiverio de la vida, daño continuo, guerra voluntaria, fiera doméstica, disfrazado veneno y mal necesario”. En su actual edición electrónica, el Diccionario de la lengua española, el de la Real Academia (DRAE), apenas cambia las acepciones desde el punto de vista ideológico: define al hombre como “Ser animado racional, varón o mujer”, y  a la mujer como “Persona del sexo femenino”, por lo que se ve y se puede leer, ajena a la racionalidad si no es bajo la definición de hombre.

Si lo de Irene Montero fue un exabrupto, bienvenido sea, a pesar de que malsone en las mentes de las personas bienhabladas. Su salida de tono para muchos y muchas no es más que una logomaquia, la discusión en que se atiende a las palabras y no al fondo del asunto, que no es otro sino el de hacer de la lengua un acicate más contra el machismo que nos asola y que día tras día acaba con mujeres explotadas, mutiladas, apuñaladas, defenestradas, lapidadas, atropelladas, estranguladas, apaleadas, torturadas y de las muchas y variadas formas que se les ocurre a diversos especímenes de la mitad del género humano, todo ello, tal vez, por no fijarnos en los pequeños detalles.  

Y a quien le escandalice oírlo, que se tape los oídos.

 

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