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El diálogo de los 'hunos' y los 'hotros'

Manifestación en Barcelona este 12 de octubre

Los paralelismos, a veces, resultan odiosos. En el célebre discurso de don Miguel de Unamuno en el paraninfo de la Universidad de Salamanca del 12 de octubre de 1936, el de venceréis, pero no convenceréis, el que todavía era rector de esa universidad arremetió contra el discurso que, previamente al suyo, había pronunciado Francisco Maldonado de Guevara, catedrático de Literatura de la facultad de Filosofía y Letras.

En su intervención Maldonado había hablado de la necesidad de exterminar a la “Anti-España”, representada esencialmente por vascos y catalanes, a quienes llamó “explotadores del hombre y del nombre español, los cuales a costa de los demás españoles han estado viviendo hasta ahora”.

Sus palabras, que finalizaban con un llamamiento a la unidad de España, fueron seguidas de un estentóreo grito de consigna falangista berreado por el general Millán Astray, quien entre vivas a la muerte levantó y puso tieso al auditorio con el brazo el alto para corear: ¡España!: ¡Una!; ¡España!: ¡ Grande!; ¡España!: ¡Libre!

Unamuno, que había estado tomando notas en el sobre de una carta que llevaba desde hacía varios días en el bolsillo, cuyo remitente era la mujer del pastor protestante Atilano Coco, quien le pedía intercediese por la vida de su marido, a quien fusilaron por masón, no pudo contenerse y a pesar del terrible y amenazante clima habló.

De lo que dijo ha pasado a la historia su célebre frase “vencer no es convencer”, en un discurso que fue varias veces interrumpido por Millán Astray, quien frenético daba puños en la mesa con su única mano, mientras su guardia personal, un legionario situado detrás del general, amartillaba su metralleta y adoptaba posición de combate.

Sin embargo, lo menos conocido de ese discurso del rector de Salamanca es el afeamiento que hizo a las palabras de Maldonado, quien había hablado de la Anti-España. Unamuno tildó de ofensa esas palabras y llamó la atención sobre el hecho de que el señor obispo, sentado junto a él, fuera catalán, y él mismo vasco, nacido en Bilbao durante otra guerra civil, y le dijo al auditorio, como si le dijera a España entera, que “llevo toda mi vida enseñándoos la lengua española, que no sabéis. Eso sí es Imperio, el de la lengua española, y no el de…”.

Ahí fue interrumpido por la irrefrenable bravuconería de Millán Astray y se montó lo que la Historia, con mayúsculas, nos ha contado, convirtiendo a partir de ese momento al mayor intelectual de España en un apestado: esa misma tarde hubo de salir del casino de Salamanca escoltado por su hijo Rafael entre abucheos de sus propios vecinos y tertulianos. Unamuno, finalmente, murió apenas dos meses después de pena y de hartura, pero antes de morir, el 1 de diciembre, escribió a su amigo escultor Quintín de Torre, que estaba en el frente, una carta en la que hablaba del odio que había brotado en España y como unos y otros se andaban matando a causa del odio sembrado. Él los llamó los “hunos” y los “hotros”.

Quienes estos días jalean el continuo enfrentamiento entre el nacionalismo español y el nacionalismo catalán, renunciando a cualquier vía de diálogo por entender que esto supone claudicar en los principios de Estado y del constitucionalismo, deberían tal vez volver la vista atrás y aprender de la Historia. El lenguaje, la palabra, esas herramientas cuyo uso Unamuno enseñó durante toda su vida sin que muchos aprendieran a utilizar adecuadamente, son los puentes sobre los que transitan el entendimiento y respeto mutuo, se tenga la opinión que se tenga. Renunciar a su uso es desaprovechar las escasas ocasiones que hay de entendimiento en un conflicto enquistado y más que viciado por muchos elementos. La responsabilidad de exigir e iniciar ese diálogo no sólo es del Estado español o del nacionalismo-independentismo catalán, sino que también hay una responsabilidad compartida por toda la sociedad que convive en esta piel de toro. Como dijo al principio de su discurso don Miguel de Unamuno aquel 12 de octubre de 1936, “a veces quedarse callado equivale a mentir; porque el silencio puede interpretarse como aquiescencia”.

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