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Este sinvivir

La firma de nuevas hipotecas sobre vivienda crece el 20,2 por ciento en septiembre

Antonio Vélez Sánchez, exalcalde de Mérida

De pronto, con alevosía y sin apenas intuirlo, se nos ha roto el futuro. Es como si un hado trágico se hubiera instalado en nuestras vidas, agarrotándonos y poniéndonos en el trance de una tragedia colectiva. El ritmo de un tiempo que nos elevó al espejismo colectivo de la riqueza, de la posesión de bienes materiales a título individual, ha reventado, al modo de un globo inflado compulsiva y excesivamente. Y lo peor de todo es que apenas nos queda, al margen del asombro, un mínimo recorrido de indignación y rebeldía, contra esta gigantesca trampa que nos ha engullido con todo el equipaje de nuestros falsos sueños.

Años atrás estábamos vivos: exigíamos derechos, tomábamos las calles con fines determinados, practicábamos la crítica al poder, quizás porque la ilusión que contagió a esta sociedad durante la transición marcó unos estilos sociales y unos compromisos que hicieron del pueblo y la baqueteada clase política casi una misma cosa. No es el caso de estos últimos tiempos, cuando la zanja abierta entre el pueblo y sus dirigentes se ha llenado exclusivamente de silencios.

Hubo un tiempo, como testigo fiel de lo que expreso, que Mérida se conformó con los aluviones humanos de otros pagos, al ritmo de la construcción de viviendas de titularidad pública, lo normal para las economías débiles, principio irrenunciable de un mínimo Estado del Bienestar. Algo que ya se había hecho en otros momentos, pero que se intensificó, cualitativamente, con el marco democrático. Eso fue Mérida, en gran medida, como núcleo de gente joven y activa, reclamando lo que socialmente le correspondía. Una ciudad con una contundente pegada política.  

¿Que ocurrió después para que el equilibrio de las cosas se perturbara?  Algunos se empeñaron en que todos fuéramos propietarios y que era mejor tener piso propio, en lugar de tener un alquiler bajo como ocurre en la mayoría de los países de Europa, donde imperan las viviendas de titularidad estatal. Así, las rentas del trabajo se disfrutan, mas que pagando una hipoteca sobre algo que no vamos a vender por mucho más de lo que nos costó y que, sin embargo, nos esclaviza a los bancos de por vida. De esta manera, la alegría de vivir se nos ha trocado en angustia de pagar. Pagar, pagar, sin fin.

Esto es una parte de la historia que nos obliga a navegar, por singladuras imposibles, entre el desempleo, el bajo poder adquisitivo y las obligaciones asfixiantes, para mayor negocio de los especuladores financieros. Algo tiene que cambiar en estos nuevos caladeros de nuestras vidas. Es obligado recuperar lo público, lo de todos, junto a la economía de los esfuerzos. La vida en sociedad no puede basarse en el individualismo acumulativo y consumista, porque no hay planeta bastante para ello, sino en la suma de los intereses y empeños colectivos que garanticen el bienestar solidario y generalizado. No hay otro camino, en la certeza de que las últimas singladuras han estado equivocadas.

Así es que pongamos manos a la obra de nuevos programas para objetivos recurrentes. Concretamente la vivienda y puntualmente las de promoción pública, en régimen de alquiler bonificado en orden a los ingresos familiares. Supondrían muchísima actividad, empleo abundante. Y por supuesto, formalizarían los estándares obligados para cobijar con solvencia a las nuevas oleadas generacionales. Pues eso, cuanto antes.

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