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No hay camino para la paz

El Día de La Paz se celebra cada año en centros educativos.

Chema Álvarez

Todos los años, según se acerca el penúltimo día del mes de enero, no hay colegio que se precie que no se afane en organizar el conocido como “Día de la Paz”, sobre todo si el centro en cuestión es de tiernos infantes.

Llegado el día, en una mañana parda y fría de invierno, todo un coro infantil es congregado en el patio del colegio para entonar cánticos destinados a ensalzar la Paz, con mayúsculas, aprendidos a golpe de memorización fonética y entre los que suelen llevarse la palma el Give peace a change de John Lennon y el Blowin´ in the wind de Bob Dylan. Tan entrañable acto suele culminar con una suelta de globos blancos o de una asustadiza paloma, tras leer algún querubín uno de los muchos poemas que exhortan al hombre en general (también a la mujer, aunque en ocasiones no se la mencione) a convivir en paz y armonía con sus semejantes. Un gran aplauso cierra la ceremonia antes de que cada cual vuelva a su aula, donde en un cartel se representa a Caín fugitivo, y muerto Abel, junto a una mancha carmín, para reanudar la tarea escolar de todos los días, tal y como puede ser el estudio de la función del sistema digestivo.

El DENYP, Día Escolar de la Noviolencia y la Paz, fue creado en 1964 por Llorenç Vidal, un joven maestro, poeta y pacifista mallorquín que acababa de ser nombrado inspector de educación en la provincia de Cádiz. Eran tiempos de la dictadura franquista, cuando la enseñanza estaba dominada por los principios del Movimiento Nacional y la jornada escolar comenzaba rezando un padre nuestro y finalizaba entonando el Cara al sol. Desde entonces, esta celebración se ha mantenido a lo largo de los años, institucionalizándose en el calendario escolar y convirtiéndose en un clásico de las escuelas que, curso tras curso, contribuye a desempolvar toda la simbología en torno al concepto de la paz. Ahora bien, si en sus inicios supuso una clara acción noviolenta reivindicativa de los valores democráticos en plena dictadura, con el riesgo añadido para sus impulsores, hoy día no es más que un alegato testimonial de una declaración de buenas intenciones.

A menudo suelo preguntar, llegadas estas fechas, a mi alumnado –ya crecidito- por qué el 30 de enero celebramos el Día de la Paz. Son muy pocas las voces capaces de relacionar la fecha con el asesinato de Mohandas Karamchand Gandhi en 1948, y menos aún las que pueden explicar, si acaso someramente, la dimensión política del que fuera líder de la liberación de La India y, muy a su pesar, de la creación del estado de Pakistán.

Gandhi es el referente histórico de lo que conocemos como paz positiva, concepto sobre el que tanto ha abundado el filósofo noruego Johan Galtung en sus trabajos e investigaciones sobre el conflicto como herramienta de transformación social. Quien pueda visitar el Museo de la Paz de Gernika, en la población de Gernika-Lumo, a unos kilómetros de Bilbao, podrá conocer de primera mano ese concepto de paz transformadora que incide en la violencia estructural. Allí, nada más entrar, en el vestíbulo, hay dispuesto sobre una larga mesa un conjunto bien ordenado de herramientas: juegos de llaves inglesas, destornilladores, alicates, tenazas… Fue la aportación simbólica que Johan Galtung hizo al museo, una metáfora del conflicto a través de las diversas herramientas necesarias para su resolución: comunicación, aclaración de percepciones, emociones, intereses, necesidades, etc. Johan Galtung fue el fundador del PRIO, Peace Research Institute Oslo, una organización que desarrolla programas de mediación en conflictos de carácter bélico y graves crisis humanitarias.

De todas las leyes educativas que ha sufrido este país en los últimos años, la que mejor trató este concepto de paz positiva, al menos desde el papel, fue la LOGSE (1990-2006). Introdujo en el currículo la transversalidad de una educación en valores con un fuerte contenido actitudinal. No en vano, dicha ley coincidió en España con el movimiento antimilitarista que logró acabar con el servicio militar obligatorio (la puta mili), mediante una estrategia clara de desobediencia civil y militar (la insumisión), inspirada en las acciones de Gandhi y otros activistas, tales como Henry David Thoureau o el movimiento negro por la lucha de los derechos civiles en Estados Unidos.

Símbolo o icono del pacifismo por antonomasia, la figura de Gandhi a menudo eclipsa la labor de las mujeres y hombres que le acompañaron en su búsqueda de la verdad, como sucede con Annie Besant, feminista y socialista inglesa que llegó a presidir el Congreso Nacional Indio, el partido que rubricó la independencia de la joya de la corona británica.

Son muy numerosas y muy fáciles de encontrar las referencias sobre Gandhi y sus acciones. Quien quiera trabajar en el aula sus principios dispone de un ingente material, aunque a veces basta con mirar hacia la crisis de los refugiados sirios o de las guerras africanas, si queremos buscar fuera de nuestro pueblo, o a los cortes de luz y desahucios si queremos buscar esas referencias entre nuestro vecindario. Particularmente me quedo con dos textos: uno es un artículo publicado por George Orwell en sus últimos días, quien en enero de 1949 se preguntaba en la revista Partisan Rewiew hasta qué punto Gandhi actuaba por vanidad -“por la conciencia de sí mismo como un humilde anciano desnudo sentado en un tapete de oración que sacudía los cimientos de los imperios por pura fuerza espiritual”- y hasta qué punto comprometió sus principios al entrar en política “que por su naturaleza es inseparable de la coerción y del fraude” (traducción de Osmodiar Lampio en George Orwell, Ensayos, Debolsillo, 2015).

El otro texto es uno de los poemas favoritos de Gandhi. Fue escrito por su gran admirador y poeta Rabindranath Tagore, quien le otorgó el título de Mahatma, Alma Grande, unos versos que detallan muy bien el coraje y el valor de la acción noviolenta cuando se emprende como gesto individual de resistencia y de desobediencia, palabras que ponen en negro sobre blanco los sentimientos de todo aquel o aquella que, en alguna ocasión, haya tenido que enfrentarse en soledad a la mentira y a la injusticia consentida. Dicen así:

Si no responden a tu llamada, camina solo.

Si tienen miedo y se esconden silenciosamente, la cara contra la pared,

Desgraciado de ti,

Abre tu espíritu y habla alto y fuerte.

Si se dan media vuelta y te abandonan en medio de la travesía del desierto,

Desgraciado de ti,

Pisotea los cardos bajo tus pasos,

Y viaja solo por el camino ensangrentado.

Si no te alumbran mientras la tormenta rasga la noche,

Desgraciado de ti,

Cuando la chispa del dolor queme tu corazón,

Que tu corazón flamee en la soledad.

(Traducción del poema de Alberto Torrego, en Catherine Clement, Gandhi, profeta de la libertad, Aguilar Universal Historia, 1991).

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