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El Cid: mito y realidad

Ignacio Escolar / Arsenio Escolar

Al hilo de mi artículo del domingo sobre la supuesta Tizona del Cid, recupero uno de los capítulos de La Nación Inventada, una historia diferente de Castilla, escrito junto a mi padre, Arsenio Escolar. Espero que os guste la lectura.

No deja de ser irónico que el héroe castellano por excelencia, el paladín cristiano más legendario de la reconquista, deba su sobrenombre a una palabra del dialecto árabe andalusí: “Sidi”, que significa “mi señor”. No consiguió ese respetuoso apodo cortando cabezas moras, todo lo contrario. La mayoría de los historiadores aceptan esta hipótesis como el origen del popular apelativo, aunque discuten sobre si Rodrigo Díaz de Vivar se lo ganó durante algunos de sus recibimientos triunfales en la taifa de Zaragoza, tras una victoria contra el cristiano conde de Barcelona o el no menos católico rey de Aragón; o si el “Sidi” mereció ese título durante sus años como señor de Valencia, como príncipe cristiano de una ciudad regida bajo la ley del Corán. Lo que es seguro es que el Sidi, el Cid, existió realmente, y no como un personaje menor en la historia de Castilla. Sin embargo, su verdadera biografía está mucho más llena de claroscuros que esa radiante imagen del héroe recto, que antepone la fe y el honor del reino a su destino, creada primero por el Cantar de Mío Cid y otros cantares de gesta y más tarde por el romancero. El Cantar, tan importante para la literatura castellana como lo fue el propio Díaz de Vivar para la historia de la Península, está escrito más de un siglo después de la muerte del Campeador. En él probablemente cristalizan muchas leyendas orales que nacieron tras una vida más interesante incluso que su propio mito.

Lo que hoy sabemos del Cid se lo debemos no sólo al Cantar, que tiene más valor literario que histórico, sino a otras dos obras narrativas escritas en latín. El Carmen Campidoctoris –un poema sobre el Cid que glosa varias de sus batallas–, y especialmente la Historia Roderici, una biografía de Rodrigo Díaz de Vivar escrita por un autor anónimo de la zona de La Rioja, tal vez por algún monje de San Millán de la Cogolla. Durante años, muchos historiadores han especulado con la posibilidad de que esta crónica fuese obra de un coetáneo del Cid, tal vez de alguien que participó en su mesnada y le acompañó en sus numerosas batallas. Sin embargo, estudios más recientes descartan esta posibilidad y fechan la Roderici en el tercer tercio del siglo XII, casi 80 años después de muerto. De hecho, los primeros testimonios escritos sobre el Campeador están en lengua árabe. Aunque desde el bando musulman, al Sidi le calificaban como “tagiya” (tirano), “la'in” (maldito) o “kalb ala'du” (perro enemigo). Nunca le perdonaron la conquista de Valencia ni cómo la consiguió.

Pese a estas inevitables brumas, sabemos bastante sobre la vida del Cid. Entre otras cosas, porque su interesante figura ha estado bajo el foco de numerosos historiadores, hasta el punto de que existe un adjetivo propio, común entre los estudiosos, para referirse a estos trabajos sobre su mito y su vida: la palabra “cidiano”. Y así, expurgando las leyendas cidianas y otros muchos documentos que han sobrevivido a los siglos, hoy es posible reconstruir gran parte de su historia.

Rodrigo Díaz de Vivar nació alrededor de 1048, probablemente en Vivar, con seguridad en algún municipio cercano a Burgos. Contra la imagen legendaria, que lo retrata como un héroe hecho a sí mismo que asciende en la pirámide social gracias a su talento con las armas, el Cid se crió en el seno de una familia aristocrática, con un patrimonio notable y una estrecha relación con la familia real. Su padre fue Diego Laínez, un importante caballero de la época que acompañó a Fernando I en varias de sus batallas, entre ellas la de Atapuerca. Su madre, de nombre desconocido y apellido Rodríguez, era hija de Rodrigo Álvarez, primer conde de Asturias. El Roderici lo presenta como un “varón ilustrísimo”, un calificativo reservado para la aristocracia. Y por si hubiese alguna duda sobre la destacada posición social del Campeador, se conserva también la carta de arras que entregó a doña Jimena al casarse con ella, donde aparece detallada la cesión de bienes a su esposa en 39 lugares. Y eso era sólo la mitad de su patrimonio, que estaba repartido por los valles de los ríos burgaleses de Ubierna, Brullés, Urbel y Hormazuelas.

Desde su infancia, en la corte de Burgos, el pequeño Rodrigo Díaz tuvo contacto con los hijos del rey Fernando I. Con el que luego sería Alfonso VI, el mismo rey que lo desterró por dos veces, y especialmente con el primogénito del rey, el infante Sancho, que luego se convertiría en el rey Sancho II el Fuerte. Junto a él, ganó su primera gran batalla conocida, en 1063, en la actual provincia de Huesca. Tenía poco más de 15 años cuando acompañó al infante en una campaña en ayuda del reino musulmán de Zaragoza. La taifa –vasalla de Castilla, a la que pagaba tributos– estaba en peligro por el ataque del rey cristiano de Aragón, Ramiro I, que quería apoderarse de Barbastro y de Graus para expandir su territorio. En la primavera de 1063, los aragoneses sitiaron Graus y al rescate acudieron los musulmanes del rey de Zaragoza, Al-Muqtadir, y las tropas castellanas dirigidas por Sancho, al que acompañaba el joven Rodrigo. El sitio acabó con una tremenda derrota aragonesa, que no sólo perdió la batalla sino la vida de su rey, Ramiro I, muerto a las puertas de Graus.

Pocos años después, en 1065, murió Fernando I, y el Cid pronto fue ordenado caballero al servicio del nuevo rey de Castilla, Sancho II, que le nombró su alférez real: el máximo cargo militar del reino, el jefe de sus ejércitos cuando apenas tenía 19 años. No le faltaron ocasiones de mostrar su valía con las armas. Probablemente participó en la Guerra de los Tres Sanchos, en la que el nuevo rey castellano se enfrentó a Sancho Garcés IV de Navarra y a Sancho Ramírez de Aragón en un conflicto en el que Castilla recuperó de Navarra algunas zonas de La Bureba, Montes de Oca y Pancorbo. Y donde sí tuvo un papel seguro fue en la gran guerra pendiente: la de la herencia de Fernando I entre sus cinco hijos. Fue en estos años, hasta la muerte de Sancho, cuando el Cid se ganó su otro sobrenombre famoso: el de Campeador.

El 7 de noviembre de 1067, murió la madre del rey, la reina Sancha. Era lo único que mantenía la paz en el norte de la Península entre los herederos de Fernando I, que, como ya hemos contado, dividió su reino entre sus hijos en una nefasta decisión que costó años de guerra y sangre. Sancho II, el primer hijo varón, era el rey de Castilla. Alfonso VI, el favorito de Fernando y tal vez la causa de su fatal error de dividir las coronas, era el rey de León. García, el tercer varón, era el rey de Galicia. Mientras que las hijas, Urraca y Elvira, heredaron respectivamente los señoríos de Zamora y Toro.

El Cid estaba del lado del rey de Castilla, el hermano ganador al menos durante los primeros años. Dirigió las tropas de Sancho II en la batalla de Llantada, en 1067; una victoria castellana de la que Alfonso VI pudo huir, lo que permitió una frágil reconciliación posterior entre ambos hermanos. La tregua duró apenas cuatro años. En 1071, Alfonso y Sancho se aliaron contra el tercero, García, y el Cid participó en la campaña que acabó con el reino gallego repartido entre Castilla y León. Con García fuera del mapa, volvió la guerra pendiente. El 12 de enero de 1072, Sancho II junto al Cid derrota a Alfonso VI en la batalla de Golpejera, en Villarmentero de Campos (Palencia), a pocos kilómetros de Carrión de los Condes. Alfonso es hecho prisionero y Sancho unifica otra vez los reinos de Castilla y de León bajo su cetro. La mediación de la hermana mayor, Urraca, permite que Alfonso sea trasladado al monasterio de Sahagún, de donde se fuga para refugiarse en la taifa de su antiguo vasallo de Toledo. Su hermano García, por cierto, se escondía en la taifa de Sevilla, otro ejemplo más de lo poco que se parece la historia de Castilla a la simple caricatura de una cruzada de moros y cristianos.

Con la conquista de León, a Sancho II –que también había recuperado Toro– ya sólo le quedaba una última pieza para unificar la herencia de su padre: Zamora, donde gobernaba Urraca. Allí mandó su ejército desde León, y allí encontró la muerte después de siete meses de sitio. El 6 de octubre de 1072 el rey fue asesinado, tal vez por ese tal Vellido Dolfos hijo de Dolfos Vellido que cantaron los juglares mucho tiempo después. Y es a partir de este punto, uno de los momentos legendarios de la historia de Castilla, donde más diverge la leyenda cidiana de la realidad histórica.

Según el mito, tras la muerte de Sancho II el Cid tomó juramento a Alfonso VI, el nuevo rey de Castilla y León, en la iglesia de Santa Gadea, un acto de honor donde le exigía su palabra de que no había tenido nada que ver con la muerte de su hermano.

La iglesia todavía existe, pero la mayoría de los historiadores creen hoy que lo que nunca existió fue la jura. Creen que sólo se produjo en la imaginación de los muchos poetas que durante siglos se dedicaron a engrandecer la figura del Cid, el más importante señor de la guerra peninsular de toda la Edad Media, con falsos episodios que enfatizaran su lado humano, ético, leal, caballeroso. Lástima que tal cosa sólo ocurriese en la imaginación de los juglares.

La tradición literaria pinta la jura de santa Gadea como un acto clave de la historia de Castilla, casi como un hito en la historia de la humanidad, un relato universal. Estaríamos ante toda una revolución simbólica: el vasallo leal, cabal, humilde y honrado se rebela contra el rey opresor, fratricida, usurpador del trono, y le pide cuentas en público aun a sabiendas de que su gesto le va a traer la ruina y la desgracia personal.

El Cid del romancero es, además, un orador brillante, un fiscal o un abogado de la acusación demoledor. La presión de su interrogatorio al rey va creciendo verso a verso, va haciéndose cada vez más contundente. Véase en este celebérrimo poema:

En santa Águeda de Burgos,

do juran los hijosdalgo,

le toman jura a Alfonso

por la muerte de su hermano;

tomábasela el buen Cid,

ese buen Cid castellano,

sobre un cerrojo de hierro

y una ballesta de palo

y con unos evangelios

y un crucifijo en la mano.

Las palabras son tan fuertes

que al buen rey ponen espanto.

- Villanos te maten, Alfonso;

villanos, que no hidalgos;

de las Asturias de Oviedo,

que no sean castellanos;

mátente con aguijadas,

no con lanzas ni con dardos;

con cuchillos cachicuernos,

no con puñales dorados;

abarcas traigan calzadas,

que no zapatos con lazo;

capas traigan aguaderas,

no de contray ni frisado;

con camisones de estopa,

no de holanda ni labrados;

caballeros vengan en burras,

que no en mulas ni en caballos;

frenos traigan de cordel,

que no cueros fogueados.

Mátente por las aradas,

que no en villas ni en poblado,

y sáquente el corazón

por el siniestro costado,

si no dijeres verdad

de lo que te es preguntando:

si fuiste o consentiste

en la muerte de tu hermano.

Las juras eran tan fuertes

que el rey no las ha otorgado.

Allí habló un caballero

que del rey es más privado:

-Haced la jura, buen rey,

no tengáis de eso cuidado,

que nunca fue rey traidor

ni Papa descomulgado.

Jurado había el rey

que en tal nunca se ha hallado;

pero allí hablara el rey

malamente y enojado:

-Muy mal me conjuras, Cid;

Cid, muy mal me has conjurado;

mas hoy me tomas la jura,

mañana me besarás la mano.

-Por besar mano de rey

no me tengo por honrado,

porque la besó mi padre

me tengo por afrentado.

-Vete de mis tierras, Cid,

mal caballero probado,

y no vengas más a ellas

desde este día en un año.

-Pláceme, dijo el buen Cid;

pláceme, dijo, de grado,

por ser la primera cosa

que mandas en tu reinado.

Tú me destierras por uno,

yo me destierro por cuatro.

Ya se parte el buen Cid,

sin al rey besar la mano,

con trescientos caballeros,

todos eran hijosdalgo;

todos son hombres mancebos,

que ninguno había cano;

todos llevan lanza en puño

y el hierro acicalado,

y llevan sendas adargas

con borlas de colorado.

Mas no le faltó al buen Cid

adonde asentar su campo.

La parte final del romance desmerece un poco, quizás fue añadida por otro autor, pero el primer parlamento del Cid, ese crescendo en el que le desea al rey Alfonso que lo maten de la peor manera posible, en el peor lugar posible y la peor gente posible si no dice la verdad sobre la muerte del rey Sancho, es uno de los pasajes más estremecedores de la lírica castellana.

Según la leyenda, esa heroicidad le costó el inmediato destierro. La realidad no fue tan épica. Aun en el caso de que tal jura ocurriera realmente –todo apunta a que no–, no fue la causa del destierro del Cid, que tras la muerte de Sancho pasó nueve cómodos años en la corte de Alfonso VI, y no precisamente como un don nadie.

El Campeador dejó de ser la mano derecha del nuevo rey: fue sustituido como alférez real por García Ordóñez, un importante noble leonés del que conviene recordar el nombre pues va a salir mucho en esta historia. Pero Alfonso VI intermedió para su matrimonio con Jimena Díaz, una destacada noble leonesa, pariente lejana del propio rey, y que según algunos historiadores contaba con otros dos reyes entre sus tatarabuelos: Ramiro III y Vermudo II. El Cid también fue delegado del rey en el cobro de algunas parias, en las taifas vasallas. E incluso le encargó el monarca que fuera su representante en varios asuntos administrativos, como un pleito de 1073 entre los infanzones del Valle de Orbaneja y el monasterio de Cardeña por unos pastos, lo que demuestra, por otra parte, que el Cid no sólo sabía manejar la espada, sino también leer y escribir, algo muy poco habitual en estos años, incluso entre los nobles.

Probablemente fueron otros dos episodios menos heroicos que el legendario juramento de Santa Gadea los que distanciaron al Cid de Alfonso VI hasta costarle el destierro. El primero, una batalla en tierras musulmanas, en Sevilla, donde el Campeador había viajado para cobrar las parias al rey musulmán por la protección. El rey de Granada atacó al de Sevilla justo en esas mismas fechas, en 1079, y en el ejército invasor cabalgaba precisamente García Ordóñez, el noble que le había sustituido como alférez real. El Cid combatió del lado de Sevilla y derrotó al de Granada y a su extraño aliado en un enfrentamiento donde García Ordóñez quedó preso, una terrible humillación. El Cid ganó otra batalla, pero también un poderoso enemigo que tal vez después susurró en el oído del rey hasta ponerlo en su contra.

El segundo episodio, el que definitivamente le costó el destierro, llegó a finales de 1080, cuando sus tropas repelieron un ataque musulmán en Soria. En la persecución, el Cid y sus hombres acabaron entrando en el territorio de la taifa de Toledo, donde aprovecharon la excursión para saquear varias localidades sin conocimiento ni permiso del rey. Toledo era vasallo de Castilla, y pagaba parias por su protección, así que Alfonso VI castigó con el destierro a ese atrevido caballero que iba por libre. Es en este momento, con esta decisión, cuando de verdad cambia la historia del personaje. El Cid deja su cómoda vida de noble castellano para afrontar un nuevo camino que, al final, le conduce a la leyenda. Tenía 33 años.

El Cid abandona Burgos en busca de un protector que le permita a él y a su mesnada, su ejército privado, vivir de sus espadas. Necesita un nuevo señor y no le valen los cristianos de Navarra o Aragón porque no quiere entrar en conflicto con Alfonso VI, al que prefiere no enfadar, entre otros motivos, porque ha respetado sus posesiones en Castilla, a pesar del destierro. Viaja primero hasta Barcelona, donde ofrece sus servicios al conde cristiano de la ciudad, que le rechaza. Y después, sin más opciones cristianas en la Península, remonta el Ebro hasta la antigua ciudad romana de Caesar Augusta, un nombre latino que los ríos del latín vulgar, del árabe y del castellano desgastarían hasta transformarlo en Zaragoza. La taifa no le rechaza. Allí aún reina Al-Muqtadir, el mismo rey musulmán con el que el Cid ganó su primera batalla en Graus 18 años antes, que contrata sus servicios. Poco tiempo después, Al-Muqtadir muere y le sucede Al-Mutamán. A su servicio, el Cid se emplearía con tremenda eficacia durante más de cinco años en los que derrotó por igual a musulmanes y a cristianos; a las taifas de Lérida, Tortosa y Denia, al condado de Barcelona o al reino de Aragón.

La situación cambia con la llegada de una nueva amenaza musulmana para el reino de Castilla: los almorávides. En 1085, Alfonso VI toma Toledo, la antigua capital visigoda. La conquista cristiana de esta simbólica ciudad consigue lo imposible: que las taifas musulmanas se pongan de acuerdo y pidan ayuda al emir almorávide, Yusuf ibn Tasufin, cabeza de un imperio en su momento de máxima expansión que dominaba todo la zona occidental del Sáhara y el Magreb. Los almorávides, comandados por el propio Yusuf, cruzan el Estrecho en 1086 y derrotan a Alfonso VI en Sagrajas, una batalla donde el ejército castellano sufrió unas terribles bajas. Por suerte para Castilla, Yusuf tuvo en ese momento que regresar a África para resolver un asunto interno: la muerte de su heredero.

Durante esta inesperada tregua termina el primer destierro para el Campeador. Rodrigo Díaz de Vivar vuelve a Toledo al frente de su mesnada para defender el reino frente a los almorávides. El debilitado Alfonso VI no sólo le perdona sino que recompensa su apoyo con siete castillos y con un diploma que le permite apropiarse, en el nombre del rey, de todos los castillos y tierras que pudiera arrebatar a los musulmanes. Alfonso le encomienda la defensa de sus intereses en el levante, pero la buena relación entre ambos dura poco. Una vez en Valencia, el Cid se pone al servicio de la taifa musulmana, vasalla de Castilla. Del cobro de las parias se ocupa el Campeador, que impone en su propio beneficio un lucrativo sistema de tributos que, según los cálculos de algunos historiadores, suponía tanto dinero como todo lo que cobraba Castilla de todas las demás taifas andalusíes juntas. El Cid emplea ese oro en mantener un poderoso ejército, en teoría al servicio del rey castellano cuando Alfonso lo pida. En la práctica, las tropas obedecen al Cid y sólo al Cid.

El destierro definitivo de Rodrigo Díaz de Vivar llegaría poco después, en 1089, cuando Alfonso VI le ordena que lleve su mesnada hacia al sur y se encuentre con sus tropas para defender juntos el castillo de Aledo, en Murcia, una fortaleza de posición estratégica clave que estaba siendo sitiado por el ejército almorávide. No se sabe si por problemas logísticos o porque, de forma intencionada, puso poco empeño en cumplir la orden real, el Cid acaba acudiendo tarde a la cita con el rey, con el que ni siquiera llega a encontrarse. Alfonso VI se toma el desplante como una traición y le castiga con un nuevo destierro, mucho más duro que el anterior, que esta vez incluye la confiscación de todas sus posesiones.

El segundo destierro será el definitivo. El Cid no sólo rompe con Castilla, a la que jamás regresaría con vida, sino que también rompe con todo lazo de vasallaje con cualquier otro rey. Ya sólo peleará por su propia fortuna, como un señor de la guerra independiente que nada más responde ante su propia espada.

El Cid se hace fuerte en el Levante, donde impone a las taifas de la zona el pago de las parias que, hasta entonces, cobraba en nombre de Castilla. Derrota a los cristianos del condado de Barcelona y pronto consolida un protectorado desde Tortosa a Orihuela con la fuerza del ejército más poderoso de todo el oriente de la Península, la única fuerza militar de la época capaz incluso de resistir frente al avance almorávide.

El choque con su antiguo señor, Alfonso VI, parecía inevitable, y llega finalmente en 1092, después de un fallido intento de reconciliación. El rey de Castilla moviliza en el empeño una poderosa alianza: suma en la campaña contra el Cid al rey de Aragón, al conde de Barcelona y a las flotas de Pisa y de Génova. El rey fracasa. Sus aliados cristianos de Barcelona y Aragón, escarmentados después de numerosas derrotas ante el Cid, apenas colaboran de forma testimonial en la guerra, y Alfonso VI no consigue tomar Valencia. Mientras tanto, el Campeador, que se encontraba en Zaragoza, responde atacando los territorios de La Rioja, donde derrota otra vez a su viejo enemigo, García Ordóñez (que para entonces había sido nombrado conde de Nájera), hasta doblar la mano del rey. Alfonso VI claudica en su empeño de someter al Cid, retira su destierro y le ofrece la posibilidad de regresar a Castilla; un nuevo perdón que Rodrigo Díaz de Vivar rechaza, pero que se convierte de facto en un pacto de convivencia amistosa, donde el rey acepta a su antiguo caballero como un señor independiente, como un hombre libre.

Tras la victoria sobre Castilla, el Cid cambia de estrategia. Ya no se conforma con someter el levante como un protectorado que paga por su defensa militar, sino que se lanza a la conquista de Valencia para crear un principado hereditario. Deja de ser el jefe de un ejército que cobra tributo a los reyezuelos locales para asumir todo el poder en la zona de forma directa, sin intermediarios. Durante su campaña en La Rioja, alejado de Valencia, los partidarios de los almorávides se han hecho con la ciudad y han asesinado al reyezuelo musulmán, aliado del castellano. El Cid regresa a Valencia y rinde la plaza en 1094, después de un durísimo asedio –polémico entre los historiadores de hoy día, pues algunos ven en él a un Cid cruel, a un antihéroe– en el que también combatió contra un ejército almorávide que intentó socorrer a los sitiados. Una vez en el poder, derrota otra vez a los almorávides en la batalla de Quart, en la que de nuevo se impone el Cid por medio de una audaz estrategia envolvente, a pesar de encontrarse en inferioridad numérica frente a las tropas africanas.

Después de espantar la amenaza almorávide, al menos por un tiempo, el Cid se centra en los asuntos internos y en 1095 pone en marcha una durísima represión contra sus enemigos en la ciudad y en las poblaciones vecinas con las técnicas habituales de la época: ejecuciones sumarias, torturas, incendios, saqueos, destierros... Expulsa de Valencia a todos los musulmanes partidarios de los almorávides y los sustituye, en apenas dos días, por mozárabes (cristianos que vivían en Al Andalus) a los que traspasa sus posesiones. Después de las purgas, se autoproclama príncipe de la ciudad, aunque antes declara formalmente la plena vigencia de la legalidad del Corán. El Cid, el Sidi, se convierte así en soberano cristiano de un principado musulmán, una difícil posición que no sólo supo mantener hasta su muerte, el 10 de julio de 1099, sino que incluso consolidó.

Durante sus últimos años, fue el único señor cristiano capaz de hacer frente a las poderosas tropas almorávides, que derrotaron a Alfonso VI en tres grandes batallas. Incluso logró aumentar su territorio, conquistando Sagunto y Almenara. Sólo le venció la edad: falleció por causas naturales poco después de cumplir 50 años, demasiados para la época, especialmente para un hombre de armas, herido gravemente en varias batallas. Aunque la herida más dolorosa que probablemente sufrió el Cid fue la muerte de su hijo, Diego Rodríguez, su único heredero varón; un episodio en el que tuvo un papel muy relevante su archienemigo jurado: García Ordóñez, el noble leones que le sustituyó como alférez real tras la muerte de Sancho II en Zamora, el mismo al que había hecho prisionero en Sevilla, aquel al que también venció años después en La Rioja.

El hijo del Cid murió en 1097, en la batalla de Consuegra. Aquella gran derrota de Alfonso VI a manos de los almorávides fueron, en realidad, dos batallas: un enfrentamiento en campo abierto en los alrededores de la localidad, cerca de Toledo, y un cerco de ocho días a la fortaleza. Ninguna de las dos fue bien para los cristianos. El rey contaba con sus principales generales, Pedro Ansúrez, Álvar Fáñez y García Ordóñez, el viejo enemigo del Cid, y con un refuerzo de lujo: había pedido ayuda al Campeador, y éste le había enviado a parte de sus mejores tropas con su único hijo varón al frente, Diego Rodríguez, de apenas 20 años, pero ya experto guerrero. Cuando el rey ordena replegarse porque los almorávides iban ganando en campo abierto, el flanco izquierdo de las tropas cristianas, con Pedro Ansúrez y Álvar Fáñez, lo hace ordenadamente y sin sufrir grandes bajas, pero en el flanco derecho García Ordóñez se retira rápido y abandona a su suerte a Diego Rodríguez, el hijo del Cid, que cae muerto con algunos de los suyos. El rey Alfonso y los supervivientes acabaron refugiados en el castillo, casi inexpugnable, y pasaron 8 días angustiosos cercados por las tropas musulmanas, que finalmente levantaron el sitio al temer que llegaran refuerzos cristianos.

Cada año, en agosto, la localidad de Consuegra rememora la batalla con una representación teatral durante tres días en la que participan cientos de vecinos y cuyo momento cumbre es la ceremonia fúnebre por la muerte del hijo del Cid, el joven héroe que perdió la vida tal vez porque así lo quiso García Ordóñez, enemigo declarado de su padre.

A la muerte del Cid sin ningún hijo varón, en 1099, fue su esposa Jimena quien heredó el principado, pero sólo pudo mantener el trono unos pocos años más. En 1102, ante una nueva amenaza de las tropas africanas, Jimena pide ayuda a Alfonso VI. El rey castellano viaja hasta Valencia y allí decide, de acuerdo con Jimena, abandonar la plaza, una frontera difícil de mantener. Los castellanos incendian la ciudad antes de dejarla atrás, y en su salida se llevan también el cadáver del Cid hasta Burgos para evitar que sea profanado y lo entierran en el monasterio de San Pedro de Cardeña. Algunos historiadores creen que de este traslado proviene una de las leyendas cidianas más famosas: que fue capaz de ganar una batalla después de muerto.

Probablemente, tras desenterrar su cuerpo, un embalsamador recompuso su rostro y ojos. Y, para dar mayor ceremonia al ritual, es probable también que el cadáver hiciese el viaje desde Valencia hasta Burgos vestido con su armadura y a lomos de su caballo, Babieca. Según esta hipótesis, cualquier pequeña escaramuza en el camino –pues no consta ninguna batalla digna de tal nombre– habría bastado después para asentar ese cimiento histórico sobre el que suelen levantarse las leyendas.

El mito posterior realza los claros y tamiza los oscuros del personaje. Y así convierte a un mercenario de indudable talento militar –el gran militar de esta historia, sólo están a su altura Almanzor y Fernando III– en un héroe sobre el que Castilla, siglos después, construye gran parte de su identidad nacional. Fernán González fue el héroe de la independencia castellana, el padre de la patria. El Cid, algo más de cien años después, fue el de la afirmación de la identidad.

Probablemente, el Campeador nunca persiguió a ese tal Vellido Dolfos hasta el Portillo de la Traición (o de la Lealtad, según se mire). Es muy dudoso que hiciese jurar a Alfonso VI en Santa Gadea, o que ganase batalla alguna después de muerto. También está descartado que sus hijas fuesen azotadas y abandonadas desnudas en un robledal por los infantes de Carrión, que de joven participase en una invasión de Francia o que matase en un duelo al padre de Jimena para conseguir su mano. No se sabe si tuvo entre sus antepasados a un tal Laín Calvo, pero lo que parece seguro es que ese Laín no fue uno de esos dos míticos jueces de Castilla que a mediados del siglo IX presuntamente ejercían como si fueran independientes del reino astur. No están perfectamente documentados todos los motivos que provocaron sus dos destierros de la corte castellana, pero parece que en ellos pesó más el gusto del Cid por el oro musulmán que su honor de caballero; esa épica virtud que ensalzó la numerosa literatura cidiana, que tantas imaginarias batallas le hizo ganar a don Rodrigo después de muerto. Tampoco está probado que sus espadas se llamasen Tizona y Colada, y aun existen más dudas sobre esa supuesta Tizona que ha estado durante años expuesta en el Museo del Ejército de Madrid. El Gobierno de José María Aznar declaró a esta espada Bien de Interés Cultural en el BOE del 18 de enero de 2003; y en 2007 la Junta de Castilla y León pagó por ella 1,5 millones a un coleccionista privado, aunque varios informes técnicos aseguran que es una falsificación: una espada forjada al menos tres siglos después de muerto el Campeador.

A pesar de todas las mentiras y de las exageraciones míticas, la importancia del Cid en la historia de Castilla sigue siendo indudable. Fue el primer caballero cristiano en conquistar Valencia, y si su heredero varón no hubiese muerto, traicionado en Consuegra, la historia podría haber sido otra. Tal vez el hijo del Cid, Diego Rodríguez, sí hubiese sido capaz de mantener ese territorio –que no fue recuperado por los ejércitos cristianos hasta casi siglo y medio después, por Jaime I el Conquistador–, por lo que el reino de Aragón no habría podido expandirse mucho más al sur del Ebro (algo similar a lo que le sucedió a Navarra, cuya expansión territorial quedó cercenada al encontrarse sin frontera con el Islam, atrapada entre Castilla y Aragón); y quizá hoy en el País Valenciano se hablaría castellano, como en Murcia, en lugar de catalán.

Aunque la casa de Rodrigo Díaz de Vivar desaparece como tal con la muerte de su único hijo varón, su familia sí sobrevive. Tiempo después, se acuñó la expresión ser “de la pata del Cid” como una burla a aquellos que, sin serlo, se consideran de noble estirpe. Sin embargo, la descendencia del Campeador está en España más viva que nunca: los actuales Borbones son, literalmente, de la mismísima pata del Cid. Las dos hijas del Campeador, que no se llamaban como las denomina el Cantar, Elvira y Sol, se casaron con importantes nobles cristianos: Cristina Rodríguez, con el infante Ramiro Sánchez de Pamplona; y María Rodríguez, con el conde de Barcelona Ramón Berenguer III. A través de Cristina, un nieto del Cid acaba siendo rey de Navarra: García Ramírez. La tradición de las casas reales de concertar matrimonios entre iguales hace el resto y así, desde la corona Navarra, acaban mezclándose, pocas generaciones después, los descendientes del Cid con los del propio rey que lo desterró dos veces: Alfonso VI. En la trascendente batalla de las Navas de Tolosa, en 1212, los principales protagonistas cristianos, el rey de Castilla Alfonso VIII y su primo carnal, el rey de Navarra Sancho VII el Fuerte, tienen ambos la sangre del Cid: ambos eran tataranietos del Campeador. Y esa sangre permanece en los tronos cristianos más de dos siglos después hasta los Reyes Católicos: tanto Isabel como Fernando también le cuentan entre sus antecesores: la reina de Castilla y el rey de Aragón eran familia lejana, ambos del linaje de los Trastámara. Desde entonces, a través de todos los reyes de los Austrias y también de los Borbones –cuyo primer rey en España, Felipe V, era bisnieto del penúltimo Austria, Felipe IV– se puede seguir el rastro con facilidad hasta el mismísimo Juan Carlos I.

Pero la aportación más importante del Cid a la historia castellana no fueron ni sus muy diluidos genes ni tampoco las conquistas o batallas. Su principal herencia es su leyenda, su épica; esas medias verdades sobre las que toda nación inventa su identidad para buscarle un sentido a su navegación en el caos de la historia.

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