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El viaje de la OTAN hacia la frontera rusa

Trump y el secretario general de la OTAN en la cumbre de esta semana.

Agustín Fontenla

En mayo de 1990, seis meses después de la caída del muro de Berlín, el exlíder de la Unión Soviética, Mijaíl Gorbachov, advirtió al entonces presidente de Estados Unidos, George H. W. Bush, que nunca acordarían “asignarle a la OTAN el rol de liderar la construcción de una nueva Europa”, pues era considerada “un símbolo del pasado, un pasado peligroso y de confrontación”. 

Al margen de la polémica sobre si Bush prometió o no a Gorbachov que la OTAN no se movería un sólo centímetro hacia el este, lo cierto es que la historia contradijo la declaración del líder soviético. Tres décadas más tarde, la OTAN se ha convertido en el principal arquitecto militar de Europa.

Las razones de ese recorrido son complejas, pero dos se destacan con claridad: el avance decidido de Washington para integrar a Europa Central y Oriental en una estructura militar que proteja sus intereses y, teóricamente, de sus aliados europeos, y la falta de una posición unánime de Rusia para defender los suyos después de la caída de la URSS.

La expansión de la OTAN en Europa

Apenas asumió el cargo de presidente de Estados Unidos en 1993, Bill Clinton plasmó en un acuerdo (“La asociación de paz”), las gestiones de su antecesor (George H. W. Bush), y lo convirtió en una plataforma para convertir en miembros de la OTAN a casi una decena de países de Europa Central y del Este. Una frase suya inmortalizó la estrategia: “Ya no es una cuestión de si (pueden unirse a la OTAN), sino cuándo y cómo”.

Su sucesor, George W. Bush, continuó el legado de sus antecesores promoviendo la incorporación de nuevos miembros al bloque. En la antesala a su primera reunión junto a los líderes del bloque militar en Praga en 2002, su consejera de Seguridad Nacional, Condoleezza Rice, declaró: “Esta es una reunión que celebrará un momento histórico para la OTAN, que es la expansión de esta alianza en territorios en los que yo creo que nadie pensó jamás que lograría expandirse”.

No hablaba en vano. Dos años después, se integraron al bloque Lituania, Letonia, Estonia, Eslovenia, Eslovaquia, Rumanía, y Bulgaria.

En cuanto a Rusia, un ejemplo de las discrepancias sobre cómo abordar el expansionismo de la OTAN tras el derrumbe soviético, constituye el debate que protagonizaron el influyente SVR (Servicio de Inteligencia Exterior, anteriormente parte de la KGB) y Borís Yeltsin y su entorno. 

Según las memorias del exdirector del SVR, Evgeny Primakov, el expresidente ruso afirmó en una cumbre en Varsovia de 1993, junto a su par, Lech Wałęsa, que Rusia no tenía derecho a decidir si un país se integraba o no a la OTAN.

Por su parte, el SVR había redactado un informe en el que precisaba que en un contexto de “postconfrontación” y en ausencia de la “disciplina de bloques” que aseguraba el Pacto de Varsovia, la “entrada de los Estados de Europa central y del Este en la OTAN, su carácter, sus tiempos, obligaciones y derechos de los nuevos miembros debe realizarse teniendo en cuenta la opinión de todas las partes interesadas, incluyendo Rusia. Solo teniendo en cuenta todos los factores se podrán crear condiciones positivas para una cooperación entre Rusia y la OTAN”.

Para el SVR, estaba claro que “la Asociación de Paz” que promovía Estados Unidos, era un engaño. Washington intentó que Moscú “se tragara la idea de que la iniciativa buscaba encontrar una solución a un escenario complicado, con el objetivo de frenar la idea de la expansión de la OTAN”.  Sin embargo, en aquel entonces, el secretario general de la Alianza, M. Verner, decía abiertamente que el acuerdo “contenía el principio para la futura ampliación” del bloque.

Europa podría caer en una “paz fría”

En el otoño de 1994 en Budapest, Yeltsin afirmó frente a líderes mundiales de otras 51 naciones que el mundo podría caer en una “paz fría”. Fue parte del discurso en el que recriminó a 16 países de la OTAN las condiciones en que discutían el ingreso de nuevos miembros, sin considerar la opinión de Moscú.

La intervención de Yeltsin llegó demasiado tarde para cambiar el curso de la OTAN. Aquella premonición del SVR de 1993 que advertía sobre los riesgos de no incluir el interés de Moscú en el proceso de decisión de la entrada de las naciones de Europa Oriental a la Alianza Atlántica, se cumplió dramáticamente con dos episodios bélicos. 

En 1999, se produjo la guerra de Kosovo, que incluyó el bombardeo de la OTAN, y que dejó miles de muertos. A principios del 2014, Rusia se anexionó Crimea, y se inició la guerra en el sur y este de Ucrania, que ya se ha cobrado cientos de fallecidos.

Otra premonición histórica podría colarse para explicar el conflicto eslavo. En 1994, cuando Hungría, Polonia y República Checa discutían su integración al bloque militar occidental (finalmente sucedería en 1999), Sergéi Karaganov, asesor del presidente Yeltsin, advirtió de que “si la OTAN se expande hacia el este, Rusia, bajo cualquier gobierno, se convertirá en una potencia revisionista que se esforzará por socavar el ya frágil orden europeo”. 

Cierto o no, es lo que muchas voces europeas, sobre todo en Ucrania y los países Bálticos, denunciaron a Moscú cuando las fuerzas militares rusas combatían en el sur y este del país eslavo. En el Kremlin, Vladímir Putin desempolvaba el concepto de “Nueva Rusia” para referirse a los territorios en conflicto, las ciudades ucranianas de Luganks y Donetsk. 

La historia podrá aclarar el resultado: si fue una reacción de Moscú ante el temor de que Ucrania entrara en la OTAN, o si Rusia se había lanzado a un proyecto revisionista. 

Un escenario de difícil solución 

La última tragedia en el corazón de Europa llevó la confrontación entre Rusia y la OTAN a un nivel sin precedentes desde la caída de la URSS. En la cumbre anual de la Alianza Militar el año pasado, los miembros del bloque determinaron que Rusia era su “principal amenaza”. 

Marina Kuchinskaya, jefa de investigadores del Centro de Estudios Políticos Militares del Instituto Ruso de Estudios Estratégicos (RISS), un think tank que asesora al Kremlin, afirma que desde la cumbre de Chicago en 2012 la Alianza comenzó una política para “proveerse de capacidades militares para realizar acciones globales, y para disuadir a Rusia, instalando infraestructura militar cerca de sus fronteras”.

En este sentido, opina que “la crisis de Ucrania es artificialmente utilizada por la OTAN para otorgar a esta política un carácter de largo plazo”. 

Kuchinskaya no solo se refiere al aspecto militar, sino también al político. “La tarea es desarrollar una estrategia comprensiva de una contención híbrida de Rusia sobre la base de una estrecha colaboración entre la OTAN y la Unión Europea”.

“Hay dos puntos de vista sobre la expansión de la OTAN” dice Balázs Jarábik, experto de la Fundación Carnegie para la Paz Internacional. “Occidente lo considera parte del proceso político, mientras que Rusia lo percibe como un desafío”.

La crisis en Ucrania actuó como un detonante ante dos visiones opuestas que se mantenían en un frágil equilibrio. “La reacción de Moscú respecto del Maidán de Ucrania y la anexión de Crimea se consideró (por Occidente) como una prueba de la amenaza que significa Rusia, mientras que, desde el punto de vista ruso, fueron medidas defensivas para impedir que la OTAN se acercará aún más de lo que ya se acercó”. 

“El modelo de seguridad europeo de la posguerra fría (finalizado tras la anexión de Crimea) basado en la suposición de que Rusia eventualmente se convertiría en el pilar más oriental señaló la necesidad de una reevaluación fundamental en el enfoque de la OTAN y la Unión Europea hacia Rusia, pero la relación desde ese punto se ha tornado contradictoria”, explica Jarábik. 

“Un acuerdo justo y estable necesitaría dirigirse a las preocupaciones de Rusia, pero en esta etapa hay poco espacio para que eso ocurra en Occidente y en sitios calientes como Ucrania”.

La defensa de Europa en las manos de Trump

La primera aparición de Donald Trump en una cumbre de la OTAN fue tan desconcertante como lo es su política interna e internacional. El presidente estadounidense señaló que la alianza debe concentrarse en combatir el terrorismo islamista, la inmigración y la amenaza rusa. Por otra parte, insistió en que los países miembros deben cumplir con la regla de gastar en defensa el 2% de su Producto Interno Bruto.

Respecto a los dos primeros objetivos, el discurso de Trump no sorprende. Pero la referencia a Rusia como una “amenaza” contradice sus declaraciones previas a su llegada a la Casa Blanca, e incluso de algunas semanas posteriores, en las que planteó la necesidad de trabajar junto a Rusia. Posiblemente, su posición sea una respuesta al huracán de denuncias mediáticas, políticas y judiciales a las que se enfrenta el magnate en su país por los vínculos de su entorno con el Kremlin. 

En perspectiva, Trump optó por una declaración que recoge las necesidades de sus socios de la OTAN, que en la cumbre de Varsovia de 2016 calificaron a Rusia como la amenaza más preocupante para la seguridad europea.

En los próximos meses se sabrá si el discurso de Trump fue para la galería o si de verdad coincide con la visión del resto de los integrantes del bloque. En cualquier caso, conviene que se tome en serio su posicionamiento. Con la guerra de Ucrania estancada, las tensiones políticas y sociales en Serbia y Montenegro por una eventual inclusión a la OTAN, y Moscú, acumulando rencor en el papel de víctima, el futuro próximo en el viejo continente no parece nada prometedor.

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