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Espacio de opinión de La Palma Ahora

Antonio Caritas

Miguel Jiménez Amaro

Cuando quise, no quisiste/ahora que quieres, no quiero/pasarás tu vida triste/que yo la pasé primero.

Queridos amigos:

Aunque recitaba, de vez en cuando, y para sí, estos versos, nunca me habló de heridas de amor que tuviese, que es lo primero en lo que uno piensa cuando los escucha, o lee. Lo único que me dijo referente al amor fue que por media peseta, en una casa a la entrada y salida de Santa Cruz de La Palma, él iba muchas tardes a ‘sorribar’, que es como llamaba a lo del sexo, y que es también una forma de amor. ¡Quizás se enamoró de la Morenita de aquella casa! Aunque, repito, que no me habló de heridas de amor, sospecho que si las llevaba por dentro (porque, de vez en cuando, gritaba: si no, mátame Negrita, porqué me tienes así), me habló, sin embargo, de otras, y grandes, pues su cara, en algunos momentos era trágica, o inexpresiva, de puro trágica, tal vez, y en otros, expresaba la alegría de haber sobrepasado la tristeza que te puede dejar una mala historia de amor, o cualquier otra desgracia. Cuando entraba en vena, su cara de palo, inexpresiva, a lo Buster Keaton con su pelado Amadeo (pelado que siempre llevó consigo), pasaba a ser la simpática cara de un pillo socarrón, expresiva, alegre, como la que veis en la foto.

Tenía un punto de humor muy fino, que yo le fui cogiendo poco a poco. Cuando me llegaba a La Cantina del Hogar del Pensionista, en donde, al regresar de La Complutense, yo trabajé tres veranos, durante unos meses, me decía, con cara de burla sobre el mostrador: “No sé que tomar: si lo que es malo para el corazón, lo que es malo para la cabeza, lo que es malo para la barriga, o lo que es malo para el hígado; mira, dame una ginebra, que es mala para la vista”. Yo sustituía a los conserjes, Ramón el de Feluca, la señora que hacía la limpieza, y a Juan, un tímido chico vasco que apareció por aquí. Era un trabajo afable, que me permitía leer, dibujar, escribir, escuchar música, y aprender de las personas mayores, de su tristeza. Me gustaría que mi vejez fuese la época más alegre de mi vida, y estoy puesto en la tarea desde ahora.

Le hice unas fotos con mi Nikon. Un año ahorrando para comprarla, las últimas dos mil pesetas que me hicieron falta me las regaló una viejita, sin yo pedírselas, a la que le doné sangre en el Hospital de Dolores. Mandó a un familiar suyo, luego, a dejármelas en mi casa. Le disparé todo un carrete, en blanco y negro, que era como yo trabajaba, treinta y seis fotografías, que luego me reveló un amigo. Al enseñárselas, me comentó:

-“Miguel, no hay ninguna decente”.

- “¿Por qué, Antonio?”.

“¿Tú no lo ves, en todas estoy con un vaso de vino?”.

Íbamos haciendo amistad, sin prisas, a buen paso, yo me tomaba algunas cervezas heladas con él; él tomaba algo que era malo para alguna parte del cuerpo, y compartíamos. Me comentó, una de aquellas primeras tardes, que cuando era joven, estaba tomando vasos de vino, que él llamaba peludos, con unos amigos, y que se pusieron a fumar porros, pero que él no quiso hacerlo, y que al rato, todos los amigos se pusieron a reír sin parar, y que no había causa. “¡Miguel, no había causa para tanta risa!”, me dijo. No era amigo Antonio, que también tenía genio, del humor ni del reír fácil. Sí tenía genio. Si por cualquier razón no lo oías a la primera, no le podías preguntar qué había dicho, porque te respondía: “En la parroquia de San Francisco repican dobles”. Sentía que te estabas burlando, y ya no podías seguir hablando con él.

Me empezó, poco a poco, a contar cuentos de algunas personas que venían al Hogar, y de otras que no, porque ya no estaban entre los llamados vivos. De un señor que vivía por la calle del Tanque, Andrés, me comentó varias. Empiezo. Los vecinos, hacían una vaca para comprarle entre todos una entrada para el cine, El Parque, lo esperaban a la salida, y luego se las contaba en La Alameda; comentaban los vecinos que las películas sabían mas contadas por él, que viéndolas. Hay quien decía que enredaba unas con otras, y que quienes lo escuchaban, no paraban de llorar. A este mismo señor, que era analfabeto, por cierto, también le compraban sus vecinos entradas para ir al ‘gallinero’ del Circo de Marte, cuando venían las compañías de teatro. Un día, en medio de una obra, le gritó al actor que estaba representando su papel: “¡Que eso no es así! ”.

Este amigo de la calle del Tanque, contaba de sí mismo, que tuvo que llevar, por encargo, en una falúa, un piano desde Santa Cruz de La Palma hasta La Gomera, y que por medio de la mar se puso a tocar el instrumento. Al sentir un ruido extraño a su espalda, detrás de la proa del barco, se da la vuelta y se encuentra con que los tiburones estaban bailando, sobre la estela creada por el barco, al son de la música salida de sus manos, los tenía locos, ebrios. Contaba otra Andrés, vamos a llamarlo ya por su nombre, que su ocupación era también la de ser pescador, contaba que una vez había pescado un pez tan grande que lo tuvo que cortar por el ombligo, porque no le cabía en el barco, y que el otro medio pez, lo tuvo que dejar amarrado con una boya e irlo a buscar más tarde, pero cuando fue a por él, se lo habían robado. Os cuento la última que recuerdo de él: estaba sentado en la zapatería de Don Félix Pata, en la Acera Ancha, cuando entra una señora que lo saluda diciéndole que llevaba un montón de tiempo sin verlo, a lo que le contesta Andrés que había ido en una falúa a La Gomera a llevar un piano, y que se había quedado, durante un tiempo, para dar clases, pues él era maestro de escuela, y faltaba maestro en La Gomera; cuando Don Félix le oyó la respuesta, le dice a la mujer: “¡Señora, no le haga caso, es un mentiroso, no es maestro de escuela, ni nada que se le parezca, él no sabe ni lo que es el tutú ni la tatá!”. Sí, no sabía lo que era el tutú ni la tatá, pero sí que sabía inventar y contar historias.

Día a día, Antonio me iba abriendo, sin darse cuenta, su alma con sus historias, o yo leía en ella, y le iba cogiendo cariño. Veía en él la lucha liberadora del humor contra la tristeza que impone el poder, como en las películas de Chaplin, el Guardia y el pobre Vagabundo, cómo con humor se supera casi todo, cómo el humor hace hasta milagros. Los amigos que me venían a acompañar por las tardes al trabajo, lo encarnaron también, y muchas noches al cerrar el Hogar, a las nueve, nos íbamos a cenar con él en alguna parrilla, o en casa de algún que otro amigo, luego lo dejábamos en la puerta de su casa, en La Huerta Nueva. Hasta ese momento, habíamos remolcado bastante bebida, y cuando le llegaba a él la hora de salir del coche, sonriendo gritaba: “¡Mátame Negrita, para que me tienes así!”

Antonio, o Caritas, como también le decíamos, me contó anécdotas de otro personaje, ya fallecido en aquel entonces; era betunero, limpiabotas, trabajaba en la Plaza de España, en la pared de la torre del reloj que da para la calle Real, Grillito se llamaba. Grillito contaba que la criada de una familia que vivía en La Plaza, a cada rato, le devolvía los zapatos de las señoras de la casa, limpiados por él, para que les quitase tanto brillo, pues cuando se los ponían, se reflejaban hasta las bragas en ellos. Grillito, antes de irse a Cuba, tuvo que ir a hacer una diligencia a El Paso, tomó el camino de Las Vueltas, que desde la Plaza de España sube por La Cuesta y Botazo, hasta La Hilera de La Cumbre, y regresó por donde mismo desde El Paso; al volver, le surge una necesidad, y la solventa al lado de un pino pequeñito. Cuando llega al Puerto de Santa Cruz, el barco para Cuba estaba ya casi saliendo, va a mirar la hora, y se da cuenta de que justo en donde tuvo la necesidad, se le había caído el reloj sobre el pequeño pino, no puede regresar a recogerlo, sale para La Habana, esta diez años en ella, regresa a La Palma, y un día se le ofrece otra vez ir a El Paso, lo hace por el mismo camino, no se acordaba, en absoluto, del reloj extraviado, cuando de pronto escucha el tic-tac de un reloj en lo alto de un pino, trepa por él y lo coge. Era el reloj que había perdido hacía diez años, que estaba todavía caminando ¡Con cuerda todavía¡ Su agudeza de oído, y de imaginación, no llegaba solo hasta allí. Otra vez contaba que le habían robado un timple. Una madrugada se despierta, y escucha una parranda en lo alto de Velhoco, casi en La Cumbre, guiado por su fino oído, llega caminando hasta donde está la diversión, allí, como un buen sabueso, descubre lo que andaba buscando, el timple que le habían robado. Tenía la misma habilidad con las manos que con el oído. En el barco en el que navegó hasta Cuba, se produjo una avería, el barco no se movía, y Grillito preguntó qué es lo que ocurría, y vuelve a preguntar si lo dejan ver el cuarto de máquinas; lo examina, sube a buscar su maleta, saca de ella un despertador, va con él a donde está la avería, desarma el despertador, le saca una pieza, le extrae la averiada a la maquinaria del barco, la reemplaza por la del despertador, le da cuerda, y el barco llegó a Cuba volando sobre el mar. Termino de contar con Grillito, cuando le escuchó contar a Andrés el cuento de aquel pescado que tuvo que cortar por la mitad. Le respondió que en La Caldereta estaban haciendo un sartén tan grande, que los trabajadores que martillaban por un lado, no escuchaban los martillazos de los que estaban por el opuesto. Andrés le preguntó a Grillito:

- “¿Y para qué quieren una sartén tan grande?”

- “Para freír el pez ese que pescaste ”, le respondió Grillito.

Hacía un cuento, que había que escuchárselo y vérselo, pues imitaba la voz de los animales y las facciones de la cara muy bien. Yo, me voy a atrever a escribirlo. Nos comentaba que en Los Guinchos vivía una familia muy pobre, y que era tanto el hambre que pasaban que hasta los animales que tenían, habían aprendido a hablar. El perro, Antonio ponía voz y cara de perro, decía: “¡Hambre, hambre!” El gato, Antonio ponía voz y cara de gato, y decía: “¡Miseria, miseria!”. El gallo, Antonio ponía cara y voz de gallo, y decía: “¡En esta casa no se puede vivir!”. Esos tiempos de hambruna, que todavía soplan hoy, me recuerdan una escena de la película Novecento de Bertolucci, donde un niño de una familia muy pobre, le dice a su padre que tenía hambre; el padre, impotente, le responde que se la iba a quitar; coge una flauta, y le toca una melodía, ¡no tenía otra cosa que darle de comer! ¡Hay quien no tiene ni música para darle a sus hijos, y hay quien tiene para comprarse una docena de Ferraris, uno de cada color!

Una vez le pregunté a Antonio que cómo lo había tratado la vida, y me respondió: “Unas veces regular, otras mal, y otras malísimamente” (leed ‘malísimamente’ en mayúsculas, porque Esther R. Medina no me deja escribir con ellas). Auxiliado por su buen humor, Antonio tuvo una vida larga. Nos reímos juntos muchas veces.

Del resultado de las urnas el próximo domingo saldrán gobiernos en ayuntamientos, cabildos y comunidades, mejor así que impuestos, ¡Naturalmente! ¿Cuándo se ocuparán los políticos, democráticamente elegidos, de estas instituciones, de que la gente no lo pase regular, mal o malísimamente. ¿ Cuánto de humor (que está muy bien, pero que lo podíamos emplear para otra cosa, simplemente para reír sin más ), vamos a seguir necesitando?

Iba a escribir hoy sobre el actual rugir de Garafía. La semana pasada estuvieron degustando en la tienda Mibal Selección, ibéricos de Juan Pedro Domecq y conservas de Herpac, dos bravos, valientes y lúcidos caballeros garafianos, con ellos dos solamente hubiera bastado para acabar con el Pirata Drake, o, escribir sobre la playa, este muerto que nos han dejado los políticos (se me ocurre una cosa, venderla en bolsitas con arena y prismas, como suvenir ), como el que me pegaron a mí en Madrid, con la caja de puros que le llevé a un amigo de un amigo, en el Restaurante Manolo, de Princesa, pero, me acordé de la soledad de este amigo, Antonio Caritas, y en la prenda, la joya, con la que combatió su desesperanza: el humor, la misma que usó Charles Chaplin, que las pasó también canutas en su paso por esta vida. Y me ha salido así.

Abrazos por El Lado del Corazón. Salud y Alegría Interior.

Las Cosas Buenas de Miguel

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