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Opinión - El oasis habita hoy en Euskadi. Por Esther Palomera
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Danzaban los enanos

Irene Suárez Cortés

Decía no entender las mareas. Se arremolinaba en su chaqueta, para protegerse de la brisa helada del norte, miraba fijamente a la espuma del mar por ser la primera en ir y la última en despedirse, serio y con el ceño fruncido.

Con lágrimas creando charcos en el labio superior, su madre dijo sollozando que fue a los pies de la sepultura de su hijo cuando se dio cuenta de por qué no entendía tan simple juego de atracciones entre la Luna y el océano, tan sencillo baile entre fuerzas gravitacionales que intentan fusionarse sin dejar de rodar… y rodar… Dijo que era porque en su cabeza también sucedían mareas. “No sabría cómo pararlas, cómo hacer para que dejase su mente de hacer sonidos. Quizás incluso pensase en que si dejaba de moverse las voces pararían, como en las cajitas de ruidos o sonidos de animales para niños”.

Por mi parte rememoro lo primero que me dijo la primera vez que le vi hablarle al océano y le pregunté sobre ello. “Verás, el mar es para mí lo que el demonio para los pecadores. Un sencillo pero misterioso personaje al que echarle la culpa”. “¿De qué le echas la culpa tú?” Recuerdo preguntarle por lo bajini, como si en realidad me lo preguntase a mí misma. Respondió que le echaba la culpa del ruido de su mente, de la existencia de enanos burlándose de él por las esquinas de su relativa visión. Le echaba la culpa al mar de sus terrores, porque su cráneo era una cueva en la que acaban golpeando todas las olas, y dolía. También me habló de los enanos, decía que eran unos seres de difícil descripción, que llevaban un gran sombrero triangular, y que aunque físicamente adultos, eran ilusiones y sueños que danzaban la polka schnell. Me reí de él, ¿cómo podía tenerles miedo? “Porque al principio, cuando solo uno de ellos asoma la cabeza por el borde de una esquina parece que solo quiera jugar inocentemente, que por eso llama a otros, como en la canción popular de elefantes en una tela de araña. Luego empiezan a acercarse tan enormes desde tu ignorancia, tan descabelladamente gigantes desde tu pequeñez y comienzan a danzar y a reírse de ti, a carcajearse de tu inconsciencia, de tus errores, mientras mueven los pies al alrededor y comentan socarronamente sobre ti”. Creí sentir su mismo terror creciendo desde el centro de mí.

Durante el entierro algunos de sus amigos quisieron decir unas palabras, sonaban agotadas de sí mismas, aburridas de su pronunciación, pero sus dueños parecían haberse decidido a soltarlas, a dejarlas volar entre los presentes. “Era una persona diferente, veía más allá de todo, veía lo que yo nunca me atreví a mirar y apuesto a que tampoco ninguno de los presentes”.  “Nadie se esperaba esto”

Un oficial de policía escribió en el apartado de ‘objetos en la escena del crimen’. La nota rezaba: “Cuanta presión soportan mis hombros. Qué poco se me dilatan las venas”.

Entonces recordé que en su habitación también había notas parecidas: “Se estrechan mis nervios y agarrotan los músculos. Los pómulos resaltan más que hace dos meses”. “Soy piel muerta a modo de cortina; deja traspasar ruidos y permite morir a los silencios”.

Dijeron que el motivo de defunción había sido suicidio por esquizofrenia, pero en el informe de autopsia no aparecía nada, ni sustancias nocivas, ni autolesiones.

Entonces supe que ese día habían bailado los enanos.

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